
Me van a perdonar el minúsculo spoiler pero quiero empezar por aquí. Hay un momento maravilloso en el tercer capítulo de la segunda temporada de Happy Valley. La protagonista, la agente de policía Catherine Cawood (interpretada de maravilla por Sarah Lancashire) camina por un bello parque hacia el cadáver de un hombre que se ha suicidado. Mientras, intenta que su joven ayudante le desvele los apodos que le han puesto en la comisaría: quiere saberlos, se muere por saberlos. El diálogo continúa cuando llegan a los pies del cadáver, colgado de un árbol, con la piel gris y el gesto roto. Entonces, el rostro de Cawood muda: conoce al muerto, es un mafioso de medio pelo al que frió las pelotas con un taser en un episodio hilarante contado anteriormente, y sabe qué hace ahí.
Cuento este momento para ilustrar una de las bondades de una serie magnífica, que mezcla a la perfección drama policial y doméstico, que deja que sufras con los personajes y que, a veces, solo a veces, te rías con ellos, para pasar de la risa al drama en dos segundos. Como en la vida, como en cada buena ficción. Una serie con toda la calidad que tienen las producciones de la BBC (grandes actores, buenos personajes secundarios, guiones sólidos) y con una sobrecogedora descripción del mal cotidiano.