Aunque a la presidenta no le guste hablar de fin de ciclo, las elecciones legislativas de octubre cerrarán una etapa. Después de la renovación del Congreso, a Cristina Kirchner le quedarán por transitar los últimos dos años de mandato que le permite la Constitución. Cómo será la transición permanece una incógnita.
Pero, a medida que se acerca el final del proceso que arrancó en el 2003 con la presidencia de Néstor Kirchner, la presidenta no emite señal alguna de estar pensando en un recambio ordenado; en cambio, aparece lanzada a concentrar cada vez más poder en su figura y en el Ejecutivo, en detrimento de otros poderes de la República.
Mientras tanto, el modelo económico que le entregó sucesivos triunfos electorales muestra signos claros de agotamiento. Pero Cristina Kirchner se resiste a revisar políticas que, si fueron adecuadas para la crisis que marcó el nacimiento del kirchnerismo, han perdido su eficacia; ignora problemas tan evidentes como la inflación. Las respuestas son elaboradas por un equipo de cinco funcionarios, ninguno de los cuales ejerce las funciones cabales que le corresponderían a un ministro de Economía.
De un tiempo a esta parte, cualquier proyecto de ley que llega al Congreso enviado desde la Casa Rosada es aprobado en cuestión de días y sin sobresaltos. Tal vez previendo que la relación de fuerzas puede variar en diciembre (sobre todo en la Cámara de Diputados), la presidenta avanzó en los últimos tiempos con un conjunto de reformas del Poder Judicial, que entre otras cosas, permite a las mayorías circunstanciales controlar al Consejo de la Magistratura, el organismo que participa en la designación y remoción de los jueces. (En archivo de este blog, un texto llamado "Mayorías" con más detalles.)
De paso, y justo cuando las sospechas de corrupción surgen por primera vez en la agenda de la opinión pública como un tema que lastima al Gobierno, la presidenta eliminó el último de los mecanismos de transparencia que exigía a los funcionarios del Ejecutivo, cada año, rendir detallada cuenta de la evolución de sus patrimonios ante la Oficina Anticorrupción. (Ver: "La transparencia es puro cuento")
En este contexto, muchos dirigentes opositores han planteado que lo que está en crisis, o extinguida, es la democracia misma.
Elisa Carrió, previsible, entregó el diagnóstico más dramático: "Estamos técnicamente en una dictadura. La señora Cristina Kirchner dijo que no hay más Justicia y no hay más medios". El diario La Nación trazó desde su página editorial un paralelismo -a mi gusto, desafortunado por muchas razones- entre los tiempos que corren y los inicios del nazismo. Desde el radicalismo, Ricardo Alfonsín señaló con mayor austeridad: "Este es un gobierno autoritario y populista que se caracteriza por destratar y violentar a las instituciones".
En el debate sobre la relación entre democracia y república, sobre la diferencia entre un sistema democrático y otro autoritario, ahora muy de moda en medios periodísticos, una referencia ineludible para la academia y la ciencia política -y muy especialmente para mi- es el trabajo de mi papá, el politólogo Guillermo O' Donnell.
Mi viejo falleció hace un año y medio, y lo extraño de muchas maneras. Con toda esta discusión, busqué uno de los pocos textos anclado en la coyuntura que aceptó escribir por encargo (le costaba acotar una idea a un número limitado de caracteres, y sentía que la frecuencia atentaba contra la profundidad y la calidad de su producción): una reflexión sobre los liderazgos y las presidencias de Néstor Kirchner y de Hugo Chávez en Venezuela.
El artículo, publicado en el diario La Nación en mayo del 2009, me impactó -leído cuatro años más tarde- por su estricta actualidad.
Para lectores no familiarizados con su producción académica, el texto empezaba con una rápida definición de las "democracias delegativas", que había aplicado en los años '90 a las presidencias de Carlos Menem y de Fernando Color de Mello.
"Se trata de una concepción y una práctica del poder político que es democrática porque surge de elecciones razonablemente libres y competitivas; también lo es porque mantiene, aunque a veces a regañadientes, ciertas importantes libertades, como las de expresión, asociación, reunión y acceso a medios de información no censurados por el Estado o monopolizados".
Decía que los líderes de estas democracias, por lo general surgidos de crisis graves -como había ocurrido con Menem después de la hiperinflación y con Néstor Kirchner tras el estallido de la convertibilidad- entienden la representación como una delegación del tipo cheque en blanco y no conciben la necesidad de ningún tipo de contrapeso.
"Creen tener el derecho -y la obligación- de decidir como mejor les parezca qué es bueno para el país, sujetos sólo al juicio de los votantes en las siguientes elecciones. Creen que éstos les delegan plenamente esa autoridad durante ese lapso. Dado esto, todo tipo de control institucional es considerado una injustificada traba; por eso, los líderes delegativos intentan subordinar, suprimir o cooptar esas instituciones.
(…) Sus seguidores (en el Congreso) repiten escrupulosamente el discurso delegativo: ya que el presidente ha sido elegido libremente, ellos tienen el deber de acompañar a libro cerrado los proyectos que les envía "el Gobierno". Olvidan que, según la Constitución, el Congreso no es menos gobierno que el Ejecutivo; producen entonces la mayor abdicación posible de una Legislatura, conferir (y renovar repetidamente) facultades extraordinarias al Ejecutivo.
En cuanto al Poder Judicial (en el caso nuestro, a contrapelo de buenas decisiones iniciales en la designación de miembros de la Corte Suprema y reducción de su número), se van apretando controles sobre temas tales como el presupuesto de esa institución y, crucialmente, las designaciones y promociones de jueces.
Asimismo, con relación a las instituciones estatales de accountability (rendición de cuentas), auditorías, fiscalías, defensores del pueblo y semejantes, se apunta a capturarlas con leales seguidores del presidente, al tiempo que se cercenan sus atribuciones y presupuestos. Todo esto ocurre con entera lógica: para esta concepción supermayoritaria e hiperpresidencialista del poder político, no es aceptable que existan interferencias a la libre voluntad del líder. Por momentos, el líder delegativo parece todopoderoso. Pero choca con poderes económicos y sociales con los que, ya que ha renunciado en todos los planos a tratamientos institucionalizados, se maneja con relaciones informales. Ellas producen una aguda falta de transparencia, recurrente discrecionalidad y abundantes sospechas de corrupción.
En verdad, ese líder no puede tener verdaderos aliados. Por un lado, tiene que lidiar con los nunca confiables señores territoriales. Ellos deben proveer votos, así como un control de sus territorios que, sin importarle demasiado al líder cómo, no genere crisis nacionales. Por supuesto, los gobernadores (no pocos de ellos también delegativos, si no abiertamente autoritarios) pasan por esto facturas cuyo monto depende del cambiante poder del presidente; así se pone en recurrente y nunca finalmente resuelta cuestión la distribución de recursos entre la Nación y las provincias.
En cuanto a los colaboradores directos de estos líderes, ellos tampoco son verdaderos aliados. Deben ser obedientes seguidores que no pueden adquirir peso político propio, anatema para el poder supremo del líder. Tampoco tiene en realidad ministros, ya que ello implicaría un grado de autonomía e interrelación entre ellos que es, por la misma razón, inaceptable".
Y cuando la crisis asoma -y asoma también el final, como ocurre ahora, me atrevo a pensar- los rasgos de este tipo de liderazgos se acentúan:
"Desde su creciente aislamiento, el líder reprocha la "ingratitud" de quienes, luego de haberlo aplaudido, ahora resienten la reemergencia de graves problemas y las maneras abruptas e inconsultas con que intenta encararlos (si no negarlos como malicioso invento de condenables intereses expresados en los nunca tan molestos medios de comunicación). Este es un estilo de gobernar que corresponde rigurosamente a la constitutiva vocación antiinstitucional de la democracia delegativa.
De hecho, el líder tiende a adoptar un mecanismo psicológico bien estudiado, típico de estas situaciones: no logra distinguir caminos alternativos y se aferra a seguir haciendo lo mismo y de la misma manera que no hace mucho funcionó razonablemente bien. (…) El líder ya no vacila en proclamar que el principal contenido de toda la oposición es ser la antipatria, de las que nos quiere salvar. La imagen asustadora del retorno a la crisis de la que nació su gobierno -el caos- aparece en su discurso. En cuanto a la oposición, tiende a aglomerar, entre otros, a sectores sociales y actores políticos que aquél justificadamente criticó. De allí resultan incómodas compañías, intentos de diferenciación y apuestas en pro y en contra de la polarización que impulsa el líder delegativo.
(…) En la lógica delegativa, las elecciones no son el episodio normal de una democracia representativa, en las que se juegan cambios de rumbo, pero no la suerte de gestas de salvación nacional. Para una democracia delegativa, hasta las elecciones parlamentarias adquieren auténtico dramatismo: de su resultado se cree que depende impedir el surgimiento de poderes que abortarían esa gesta y devolverían el país a la gran crisis precedente. Hay que jugar todo contra esta posibilidad porque, para esta concepción, todo está realmente en juego. Es importante entender que estos argumentos no son sólo recursos electorales; expresan auténticos sentimientos".
Manifestaba ya en el 2009 "una honda preocupación" sobre el devenir del sistema político en la Argentina, creía imprescindible avanzar en la construcción de una democracia representativa, pero advertía enormes dificultes y riesgos:
"Uno de los riesgos de la democracia delegativa: en respuesta a la crispación que produce a su líder la para él/ella injustificable aparición de aquellas oposiciones, le tienta amputar o acotar seriamente las libertades cuya vigencia la mantienen en la categoría de democrática. Que este riesgo no es baladí se muestra en el desemboque autoritario de Fujimori en Perú y de Putin en Rusia, y en el similar desemboque hacia el que hoy Chávez empuja a Venezuela. Felizmente, la Argentina no tiene las condiciones propicias para ese desenlace, pero no es ocioso recordar que la democracia también puede morir lentamente, no ya por abruptos golpes militares sino mediante una sucesión de medidas, poco espectaculares pero acumulativamente letales".