Sin haber ganado las elecciones legislativas que valen, las del 27 octubre, algunos dirigentes de la oposición ya han comenzado a especular con el siguiente escenario: ¿qué tal si después del recambio juntan fuerzas en la Cámara de Diputados y entre todos eligen a un presidente que sustituya a sus actuales autoridades?.
!Golpe institucional!, gritan por anticipado desde la bancada oficialista.
No es para tanto.
Sin embargo, el Gobierno tiene argumentos a su favor.
Aún cuando para la presidenta Cristina Fernández de Kirchner sobrevenga una catástrofe, peor que el resultado de las primarias del 11 de agosto, el oficialismo retendrá la primera minoría en ambas Cámaras del Congreso (porque no arriesga demasiado: pone en juego las bancas obtenidas con su peor porcentaje electoral hasta la fecha, el del 2009).
El reglamento de Diputados sólo fija una mayoría simple como requisito para la elección del presidente; pero, por usos y costumbres, el bloque individual más numeroso se ha ganado el derecho a conducir la Cámara, aún cuando los demás partidos, todos juntos, pudieran arrebatarle una votación.
Entonces, aquello que un sector de oposición propone no viola el reglamento, pero rompería con una tradición republicana que facilita la gobernabilidad.
Ahora, el dilema: ¿corresponde cuidar las formas en deferencia a un Gobierno que nunca entendió la diferencia entre ser mayoría y representar a la primera minoría?
Hace dos años que Fernández de Kirchner, y el bloque oficialista del Congreso, imponen su voluntad sin atender minorías, auditorías ni organismos de control; hace años que manejan los asuntos públicos sin brindar información pública elemental y en una confusión permanente entre asuntos partidarios, propaganda y gestión de Gobierno. Su lógica: ganamos las elecciones, interpretamos la voluntad popular, y al que no le guste, que vaya a las urnas a ver si lo eligen para gobernar.
Desde que la presidenta fue reelecta en el 2011 y tomó el control del Congreso con el 54 por ciento de los votos, tan sólo la Corte Suprema de Justicia significó un contrapeso a la elevada concentración del poder en manos del Ejecutivo.
Aunque faltan aún las elecciones de octubre, el resultado de las primarias alcanzó para debilitar la fuerza del discurso de una mayoría prepotente y todopoderosa. El kirchnerismo ya no invoca mayorías, sino que defiende los derechos de una minoría, los de la primera minoría (en agosto, el Frente para la Victoria sumó en todo el país el 26 por ciento de los votos).
Volvamos a la pregunta original: ¿Sería legítimo que todos los opositores, de colores varios, se unieran con el único fin de sacar del cargo a Julián Domínguez?.
Estamos frente a un dilema muy argentino.
Me refiero a la tentación de ignorar las reglas del juego, de hacer una trampa, considerada menor, frente a los pecados del verdadero tramposo, que no trepidaría en aplastarme si estuviera en mi lugar. El mecanismo justifica la falta propia porque otros hacen cosas mucho peores (en materia de impuestos ya es un lugar común argumentar: no me van a pedir a mi que pague todo, siendo que otros evaden, roban y se gastan toda la plata en corrupción…)
El peronismo, como fuerza colectiva, no se plantea este tipo de dudas. A lo largo de la historia ha demostrado que no necesita encontrar excusas: ejercita el poder sin especial cuidado por las instituciones ni culpa.
El problema de fondo es que, más allá de cualquier consideración sobre la legitimidad de sumar voluntades con el único fin de deponer a otro, los rejuntes de la oposición tampoco han logrado ofrecer alternativas eficaces para la alternancia en el poder.