De cara al 2014, encuentro a Cristina Kirchner cambiada.
Hablo de algo más profundo que el cambio del color de su vestimenta, distinto a las prendas blancas que ahora alterna con el negro riguroso que había adoptado tras la muerte de su compañero, el ex presidente Néstor Kirchner.
Pero la novedad de la que hablo y la de su vestuario coinciden en el tiempo.
El 18 de noviembre, la Presidenta completó un reposo de 40 días sin actividad, indicado después de la operación de un hematoma en el cerebro (secuela de una caída misteriosa: nunca nadie informó cómo se había producido el golpe). Reapareció con una camisa blanca y con una nueva rutina de trabajo, en apariencia, mucho más relajada.
Por razones desconocidas -podría ser una indicación médica, aunque no surge de ningún parte difundido hasta la fecha- la Presidenta delegó la gestión cotidiana de los asuntos de Gobierno en el jefe de gabinete. Hace semanas que no participa de las reuniones con sindicalistas, empresarios o gobernadores convocados a la Casa Rosada. Tampoco atiende llamados como antes.
El intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, contó que, desde que la Presidenta pasó por última vez por el quirófano, él ya no llama para conversar con ella; prefiere hablar con intermediarios para no importunarla con asuntos que pueden ser menores, como la pelea interna del peronismo en la provincia de Buenos Aires.
De recorridas por el conurbano o el interior del país ni hablar. Cristina Kirchner no ha viajado más que al sur para recluirse en su mansión a descansar por un tiempo prolongado. Partió antes de la Navidad y su regreso está previsto para el 10 de enero próximo (la fecha, como tantas otras cosas alrededor de la Presidenta, no es más que un trascendido sin confirmación oficial).
Desde que regresó de su licencia médica participó de cinco actos en total y ninguno fue trasmitido en cadena oficial (otra novedad). Una rareza adicional: en alguna ocasión presidió actos sin pronunciar palabra delante del micrófono. Ocurrió, por ejemplo, durante la ceremonia de ascenso a teniente general del jefe del Ejército, César Milani, sospechado de casos de desaparición forzada de personas durante la última dictadura e investigado por enriquecimiento ilícito en una de las pocas causas con impulso de la Oficina Anticorrupción.
Las escasas apariciones públicas de Cristina Kirchner no encuentran compensación en las redes sociales como Twitter o Facebook, que en otros tiempos fueron espacios para la catarsis presidencial. Sólo se molestó en aclarar que no será candidata a nada el 2015, para contradecir al diputado Carlos Kunkel, uno de esos fieles hasta el final, que había hablado de una Cristina Kirchner como protagonista de las próximas elecciones. La desmentida de la Presidenta llegó a través de un cable de Télam, la agencia estatal que funciona al servicio de las necesidades políticas del Poder Ejecutivo.
Otra noticia logró provocar alguna reacción de la Presidenta en las últimas semanas (y no es el caso de los cortes de luz que padecen miles y miles de usuarios en el área metropolitana, en medio de una ola de calor sin precedente, que no mereció opinión de parte de la Presidenta). Me refiero a la investigación de alto impacto que publicó en el diario La Nación el periodista Hugo Alconada Mon.
Con los libros contables de las empresas de Lázaro Baéz en la mano, Alconada demostró que gran parte del crecimiento patrimonial declarado de los Kirchner se debe a pagos millonarios que han percibido de Báez y de sus empresas.
En teoría, los pagos responden a contratos de alquiler de propiedades y habitaciones en los hoteles que forman parte del patrimonio de la presidenta y de su familia. Durante la década kirchnerista, Báez, el inquilino, pasó de ser un empleado bancario al principal contratista de obra pública nacional en la provincia de Santa Cruz. Debemos pensar que es, como mínimo, un hombre agradecido.
A las revelaciones de Alconada, la Presidenta respondió con un comunicado del secretario general, Oscar Parrilli, quien refirió a todo tipo de conspiraciones en contra del Gobierno y alcanzó a decir que se trata de contratos “entre privados”.
Para este nuevo modelo de gestión, tercerizado, Cristina Kirchner debió desplazar a Juan Manuel Abal Medina, un funcionario obsecuente sin ningún tipo de poder propio ni delegado, y traer del Chaco a un gobernador con algo más de autoridad sobre sus pares y ministros del gabinete. Las razones por las cuales pasó por alto Sergio Urribarri, el gobernador de Entre Ríos, mucho más afín a la hinchada kirchnerista, es otro misterio para cual no tienen explicación ni los medios oficialistas.
Capitanich introdujo cambios en la comunicación del Gobierno. El jefe de gabinete responde preguntas casi todos los días en la Casa Rosada, mientras que Abal Medina sólo visitaba 6.7.8 y atendía de vez en cuando algún medio amigo. Con la Presidenta bastante recluida, lo más novedoso en la materia ha sido el abandono de 6.7.8, la trinchera mediática por excelencia de estos años. Abal Medina funcionaba como una suerte de productor a cargo de los invitados, que rotaban entre ministros y amigos según creían conveniente en la Casa Rosada.
El “vacío” de un espacio de propaganda es síntoma de algo más profundo: el desconcierto de los propios frente a una Presidenta, por momentos ausente, que delega la gestión en un jefe de gabinete que no conoce el libreto de un mundo -el kirchnerista- que lo observa a él como a un recién llegado.