Recóndita Armonía

17 ago 2016

Un verano musical; Salzburgo (y II)

Por: Rubén Amón

La responsabilidad del Festiva de Salzburgo  en la custodia del canon de Mozart contradice que puedan concebirse espectáculos tan superficiales, vacuos y precarios como el Così fan tutte de Sven-Eric Bechtolf. El director de escena germano ya había engendrado un fallido Don Giovanni y había demolido entre sus propias bromas Las bodas de Fígaro, pero ha sobrepasado la negligencia con la tercera obra que Mozart escribió a la vera de Lorenzo da Ponte.

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Mozart tiene sentido del humor. Y es un compositor provocador, pero Così fan tutte no puede degenerar en una dramaturgia vulgar, ordinaria. Menos aún recurriendo a ardides tan elementales como los pisotones, los tortazos, los personajes beodos. Le faltó al montaje recrear una guerrilla de tartas de merengue. Y puede que lo hubiera agradecido el público, satisfecho como estaba delante de semejante profanación.

Acaso convenció a los espectadores la plasticidad de una dramaturgia convencional. Ni metalecturas, ni profundidades, ni rebuscamiento conceptual ni extrapolaciones temporales. Così fan tutte discurría como una comedieta. Y lo hacía con una alarmante provisionalidad de medios, hasta el extremo de que la obra podría haberse facturado en un colegio mayor como espectáculo de fin de curso.

Tal era la precariedad del aparato escénico. Los telones pintados y el atrezo costumbrista se desvencijaban en un espacio tan inhóspito como el escenario gigantesco de la Felsenreitschule. Se trata de una antigua escuela ecuestre horadada en la roca que se reconvirtió en teatro operístico y que impresiona por su arquitectura de arcos de piedra y de nichos, pero nunca se había empleado para la intimidad y el recogimiento que requiere Così fan tutte en su dimensión camerística.

Se explica así los problemas de acústica con que se encontró el maestro Ottavio Dantone al frente de la Orquesta del Mozarteum. Un obstáculo evidente, embarazoso, que no malogró su versión refinada, esmerada y hasta contemplativa de la ópera. Fue un antídoto a la vulgaridad que predominó la escena, de tal forma que los cantantes se encontraban divididos entre el histrionismo que les exigía Bechtolf y el escrúpulo con que Dantone deslizaba la música entre los dedos, desprovisto de la batuta y modélico en el acompañamiento de las arias capitales. Se lució el tenor Mauro Peter con la suya del primer acto, como lo hicieron Julia Kleiter y Ángela Brower en sus pasajes individuales, pero la torpeza de la dramaturgia en su incomprensión de la partitura truncaba cualquier expectativa de vuelo y conducía el Così a una suerte de vodevil antimusical y, peor aún, antimozartiano.

No se ha percatado Sven-Eric Bechtolf en su fallida trilogía —el festival de 2016 propone a la vez el Don Giovanni, Las bodas de Fígaro y Così— que la concepción mozartiana del mundo no proviene de la carcajada sino de la ironía. Proviene de esa media sonrisa con que aparece retratado en el cuadro de Barbara Krafft. Lo pintó mucho después de la muerte del maestro (1819), pero la expresión aloja la ironía del claroscuro, de la ambigüedad, de la luz y de las tinieblas. Esa media sonrisa que nos recuerda el misterio de Don Giovanni ("Qué bella noche, es más clara que el día") y que Bechtolf ha decido transformar en mueca de tabernero.

Su único acierto consiste en haber planteado la ópera en el tiempo de Mozart. Han sido muchas las extrapolaciones contemporáneas, de Sellars a Michael Haneke, pero el valor que Mozart otorga a la emancipación femenina en la sociedad revolucionaria de 1790 se desdibuja por completo en las concepciones de nuestro tiempo.

13 ago 2016

Un verano musical: Salzburgo

Por: Rubén Amón

Luis Buñuel concibió sin banda sonora El ángel exterminador"(1962), quizá esperando o predisponiendo  que Thomas Adès convirtiera la película en una ópera medio siglo después. Y que lo hiciera en el Festival de Salzburgo con los honores y los síntomas de un acontecimiento. Parecía abrumado el compositor británico entre los clamores y los bravos. Y debió impresionarle que un público aburguesado y conservador identificara The exterminating angel como el símbolo del porvenir de la ópera contemporánea.

Mérito de una obra vanguardista pero no hermética. Mérito de un asombroso montaje teatral que parecía un thirller macabro. Y mérito póstumo de Luis Buñuel, pues ocurre que la ópera en cuestión procede de la película misma, en la afinidad literal  al guión, en el bucle de las escenas repetidas -creyeron algunos contemporáneos del cineasta que se trataba de un error en el montaje-, en la devoción al  bestiario suerralista -ovejas, osos, delirios oníricos-, en la sátira vitriólica y grotesca de la alta sociedad.

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En efecto, un grupo de amigos  que vienen precisamente  de la ópera se adhieren a una cena del matrimonio Nóbile y degeneran en animales feroces cuando asimilan que nunca van a poder abandonar la casa. Y no existe ningún motivo concreto que los retenga, pero la propia sugestión de encontrarse en una barca de náufragos -Buñuel tuvo presente el cuadro de Géricault- los expone a los peores instintos. Y evoca un cuento kafliano de Dino Buzzati, Miedo en la Scala (1948) que recrea la psicosis de una noche estreno en parecidas circunstancias: nadie se atreve a salir del teatro porque ha cundido el rumor de una amenaza abstracta en el exterior. Al menos hasta que el canturreo de un barrendero al amanecer retrata el ridículo y el esperpento.

Thomas Adès recurrió al compatriota Tom Cairns para escribir el  libreto y responsabilizarlo del espacio dramatúrgico. Se explica así la integración mimética entre la trama y la escena, como se entiende el mecanismo evolutivo que ambos artistas incorporan a la pleícula de Buñuel, sobre todo porque la "banda sonora" le confiere mayor crudeza y tensión opresiva. Es una ópera despiadada, inmisericorde, más asfixiante, siniestra y desgarrada de cuanto se antoja la referencia original.

Y no escasean los pasajes cómicos ni ridículos, pero la "segunda parte" de El ángel exterminador se distancia de la ironía y de la mueca guiñolesca. Prevalece el retrato de una sociedad turbia, endogámica y ciega. Tan ciega que los protagonistas no se percatan del hallazgo conceptual que les proporciona Tom Cairns: una puerta gigantesca que son incapaces de cruzar por lo evidente que les resulta.
La tensión del montaje proviene de la tensión de la música. La dirige el propio Thomas Adès como Buñuel dirigía su película, y persevera en un lenguaje caleidoscópico, "políglota", corpulento, emocionante, provisto de felices hallazgos cromáticos, como un cuadro de Bacon, no exactamente tonal pero tampoco atonal ni inescrutable. Se diría además que el compositor británico es consciente de su linaje. Y que esta relación familiar con los antepasados -de Monteverdi a Britten- repercute en un homenaje a las grandes convenciones de la ópera, incluidos los dúos de amor en los vaivenes de un hermoso lirismo -¿Puccini?- y el aria final heredada a a la gran diva de coloratura.

Le correspondió cantarla en el trapecio de los sobreagudos a la soprano Audrey Luna, pero la propia naturaleza coral de la ópera -y de la película- contradice la habitual atribución de los protagonismos. Todos los cantantes -hasta 22- se han demostrado flexibles a un pormenorizado esfuerzo musical y teatral, incluidas las viejas glorias de Thomas Allen y de John Tomlinson, conscientes probablemente ambos de que su gigantesca carrera  ha llegado a tiempo de formar parte de una revelación operística.

Era la sensación que predominaba al abandonar el teatro salzburgués. Se había producido un extraño consenso entre la vanguardia de la música de Adès, la audacia de  teatral de Bairns y el entusiasmo de los espectadores. Luis Buñuel no había imaginado que "El ángel exterminador" alojaba en su embrión el porvenir de la ópera. Y no es una hipérbole. El propio Adès ha reconocido la influencia absoluta del cineasta. Y ha necesitado casi diez años para atreverse a resucitarlo en una sesión de espiritismo.
No estaba solo. El proyecto aglutina el concurso del Festival de Salzburgo, el Met de Nueva York y el Covent Garden de Londres. Una "unión temporal de teatros" que se atiene a las connotaciones mesiánicas de "El ángel exterminador" en cuanto la ópera resuelve el cortocircuito de la creación contemporánea y el fervor popular.
Y lo hace sin concesiones ni capitulaciones. Es un espectáculo complejo, pero también iniciático, como un sortilegio que incita la cooperación de los espectadores. Empezando porque las paredes de la Casa de Mozart -así se llama el teatro salzburgués- están recubiertas de cuadros de Max Ernst y de Giorgio de Chirico, y de fotografías de Man Ray, a medida de un "circuito" premonitorio o de un viaje lisérgico.
Se trata de entrar en trance, de mirar el escenario como un espejo. Y de salir de la ópera con ganas de comprar entradas para la siguiente función.

 

11 ago 2016

Un verano musical: Múnich

Por: Rubén Amón

Frente al terror, la cultura. Y existen en Múnich -y en Baviera, y en Alemania- pocos ejemplos de fervor cultural tan arraigados como Los maestros cantores. La ópera de Wagner se estrenó en este mismo teatro (1868) y aludía a la tradición medieval teutona de los concursos de "trovadores". Su propio desenlace es un himno identitario: "Siempre existirá floreciente el sacro reino del arte alemán".

Sagrados son Los maestros cantores porque acontecen en el día de San Juan y porque representan una ceremonia consensual de la burguesía ilustrada, aunque la idea de extrapolarla a una plaza pública en una noche de verano demuestra su grado identificación popular. Especialmente si el tenor protagonista es la mayor gloria local -Jonas Kaufmann nació en Múnich- y si el montaje se extrapola al hábitat de un suburbio "ochentero". Que podría ser la periferia de Nuremberg, pero también una "cité" de la "banlieue" parisina, un barrio camorrista de Nápoles o una barriada periférica de Barcelona o de Madrid en sus años difíciles. Se me ocurre Aluche.

Y se le ocurre a David Bösch, autor de la dramaturgia muniquesa, revestir la idea con todos los recursos costumbristas necesarios: el hormigón armado, las parabólicas, los grafitis, las bandas callejeras, la depresión social, el rechazo a la autoridad policial. Semejante contexto estético favorece que el "cantor" aspirante a ganar el torneo vocal aparezca vestido con chupa negra, vaqueros ajustados y zapatillas blancas.

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Jonas Kaufmann no parece pues Jonas Kaufmann en su glorioso altar tenoril, sino un rockero canalla a la usanza de Lou Reed o de Bob Dylan, un vagabundo de la música. Tiene sentido la idea porque la ópera de Wagner plantea al cantor Walther von Stolzing como un transgresor a las reglas musicales y a la ortodoxia predominante. Un iconoclasta, un rompedor, cuya voz y letras conmocionan a la comunidad. Y es una comunidad desamparada, hasta el extremo de que el giro dramatúrgico de Bösch sobrepasa la convención de la comedia.

 

No porque falten gags, muchos de ellos forzados y excesivos, sino porque incorpora a la obra una claustrofóbica oscuridad y le añade el estrambote del suicidio de Beckmesser, el gran censor de "Los maestros cantores" y la víctima sacrificial de un espectáculo memorable. Memorable sobre todo por la nobleza vocal de Wolfgang Koch (Hans Sachs), por la irresistible personalidad de Kaufmann y por la milagrosa dirección musical de Kirill Petrenko. Adoran al maestro ruso los muniqueses. Y pronto van a adorarlo los abonados de la Filarmónica de Berlín. Que será su próximo destino.

Reconoce uno haberse quedado estupefacto cuando trascendió que había sido elegido por los berliner como el heredero de Rattle (y de Abbado, y de Karajan, y de Furtwängler...), pero urge corregirse y celebrar la noticia, plegarse a los méritos de un maestro que dirige con enorme profundidad y equivalente rigor estético. Fue su lectura un ejercicio de sensibilidad y de intensidad. Sostuvo la ópera en el filo de la batuta. Y proporcionó algunos pasajes de inverosímil belleza. Fue el caso del preludio del tercer acto. Una plegaria. Parecía que la cuerda susurraba el eco medieval de los antiguos cantores. Y que los ciudadanos de Múnich encontraban en Wagner el remedio a una matanza cuyo duelo mantiene las banderas a media asta hasta que vuelvan a izarse en plenitud.

 

08 ago 2016

Un verano musical: Glyndebourne

Por: Rubén Amón

Impresiona hasta qué extremo ha sido exhaustiva y polifacética en Reino Unido la celebración del año Shakespeare. Una cuestión de Estado que abochorna el año cervantino y que repercute en el compromiso de la sociedad civil. Y también al revés, pues ocurre que la cultura no necesita en Gran Bretaña la implicación de las administraciones para observarse como una prioridad de la iniciativa privada.

Lo demuestra el Festival de Glyndebourne en la edición shakespeariana de 201, tanto por la alusión explícita al Sueño de una noche de verano (versión operística de Benjamin Britten) como por la iniciativa de programar Béatrice et Bénédict, la última ópera de Hector Berlioz, la menos grandilocuente, la más sensible y camerística de su repertorio.

Era un homenaje al patriarca Shakespeare y una elegía a la muerte de su propia esposa. Había sido Harriet Smithson tanto Ofelia como Julieta en la cartelera del París romántico. Y se había casado con ella Berlioz en una suerte de mestizaje cultural, pues era Smithson irlandesa. Y era Berlioz un compositor “acomplejado” por la genialidad de Shakespeare, aunque se atrevió a escribir —música y libreto— su propia versión de Mucho ruido y pocas nueces. Y a exponerla a los estereotipos de opéra cómica, aunque sin incurrir en el histrionismo ni en el peligro de la sal gorda.

Benecito

Prevalece la ternura, la sensibilidad. Nada tenía que demostrar ni demostrarse el viejo Berlioz cuando le encargaron la ópera en Baden-Baden (1862). Lo que sí hizo fue despojarse de la megalomanía. Y concibió un dúo en el desenlace del primer acto que podría durar hasta la eternidad. Una música inmaterial. Una liberación de las formas. Shakespeare fue para Verdi su testamento en el regazo de Falstaff. Y lo fue para Berlioz en el equívoco del ruido y las nueces. Los dos compositores escogieron el tono y el vuelo de una comedia. Para reírse de sí mismos en el umbral del cementerio.

Son los presupuestos con que el director artístico Laurent Pelly ha concebido una lectura premeditadamente grisácea. Como las fotos de las bodas antiguas y como si el amor estuviera expuesto a la incertidumbre de las nubes en una noche de verano.

Y de bodas y de amor habla Béatrice et Bénédict, amantes incapaces de reconocer su atracción hasta que los accidentes de la ópera les disuaden de su obstinación. Por eso Pelly repuebla la escena de grandes cajas de cartón. No sólo útiles para construir el urbanismo de una ciudad imaginaria —castillos en el aire—, sino para ir ocultando y desvelando al espectador la magia de las sorpresas que se alojan dentro de ellas. Como si fuera la ópera una fábula. Y como si Berlioz fuera el gran demiurgo al que no vemos y sí intuimos.

Esencialidad

El mayor acierto del montaje consiste en el formidable trabajo de actores y en la naturalidad con que la música respira en escena. Mérito de Pelly en su extrapolación dramatúrgica a las nubes. Y cualidad de Antonello Manacorda, cuyo papel de concertador en el foso implica asumir que Berlioz había escrito una ópera que hubiera cabido en una caja de música, ya que de cajas hablamos. Y que hablamos de esencialidad. No se oye ni de lejos el bramido de su ópera Los troyanos. Berlioz escucha hacia dentro el latido del corazón.

La moderación concierne al pudor con que están escritas las arias, los dúos, los tercetos. Se escucha el aliento embrionario de Beethoven, como una fuerza telúrica de un volcán lejano, pero también se intuye a Jacques Offenbach y se predispone el lirismo que cultivaría Richard Strauss. Béatrice et Bénédict no es un pecado de vejez, sino un testamento esencial al que dieron hondura en Glyndebourne las voces de Stéphanie D’Oustrac, Sophie Karthäuser y Paul Appleby en una noche de verano con poco ruido y muchas nueces.

 

19 jul 2016

Plácido Domingo en la intimidad

Por: Rubén Amón

Volvió a repetirse el ritual anoche. Domingo hinca una rodilla en tierra. Y evoca un pasaje de la ópera que cantará la próxima vez en el teatro del que acaba de despedirse. Será Macbeth, pero no importa tanto el título como la superstición. Y la superstición la repite allí donde canta. La reitera para estimular su regreso. En Madrid, en Londres, en Viena.

 

Y le ha funcionado. De otro modo, no hubiera cumplido 75 años en semejantes condiciones ni en parecida plenitud. Anoche volvieron a aclamarlo como artífice de I due Foscari, pero tiene más sentido aludir en este post a la conversación que mantuvimos hace unos días con el maestro en un curso de la Universidad Complutense. Tiene más sentido por la sinceridad y confianza con que se expresó el Domingo. Orgulloso de su gigantesca carrera, es verdad, pero frustrado, desconcertado, porque nunca ha llegado a cantar como pensaba que pudiera haberlo hecho.

Fue una confidencia que me hizo en Salzburgo. Habíamos estado en una función de Falstaff y le había impresionado lo bonito que cantaba Javier Camarena. Y entonces introdujo una reflexión estremecedora: "Ay, si yo hubiera cantado como he pensado que se puede cantar. En mi cabeza lo tengo clarísimo. Pero nunca he llegado a materializarlo. Nunca he llegado a la meta. Y no voy a llegar ya".

Lo dice el mayor recordman de la historia de la ópera. Un catálogo de 150 personajes. Una trayectoria de 3.500 funciones. Una asombrosa mutación de tenor a barítono. Ya le reprochan sus adversarios la "frivolidad" de esta evolución, pero Domingo ha ido a legitimarse en los teatros que autorizan o desautorizan el travestismo. De hecho, la temporada del 75 aniversario -del 75 cumpleaños- lo ha confrontado con los grandes estadios del Grand Slam: el Met, el Covent Garden, la Bastilla, la Scala y Viena jalonan el viaje de Domingo en su enésima iniciación, sin descrédito de otros teatros, Berlín, Valencia, Barcelona, Madrid, donde ha expuesto su compromiso.

Verdos

Hablaba Domingo desde la intimidad. Y contaba al alumnado complutense que Verdi ha sido su compañero de viaje; que nunca ha podido interpretar personajes antipáticos (Yago, Don Giovanni); que echa de menos no haber podido coincidir con Maria Callas; y que no piensa cantar más de lo que deba ni menos de lo que pueda.

Un lema, un eslogan, que explica la insólita agenda del porvenir. Y que Domingo sigue rellenando sin impresionarle el umbral de los 80 años. Por eso ha decidido debutar en Viena el papel de Posa (Don Carlo) medio siglo después de su debut en la capital austriaca. Y por la misma razón, el desafío, tiene decidido incorporar a su repertorio el papel wagneriano de Amfortas, consciente de haber asumido como propio el lema olímpico del "Citius, altius, fortius", más lejos, más alto, más fuerte.

Un descomunal atleta ha sido Domingo. O un decatleta retratado en esa carrera gigantesca que le ha permitido cantar el repertorio universal. Y cumplir los años como si fueran una ficción. Anoche lo aplaudieron como nunca. Y no intervino ni la condescendencia, ni el fetichismo, ni la devoción. Se le aplaudió porque vimos a Verdi y lo escuchamos en las facciones de esa barba patricia, de esa humanidad, de ese prodigio.

 

13 jul 2016

Plácido Domingo: el león

Por: Rubén Amón

Ya que de Venecia hablamos, Plácido Domingo emulaba anoche a uno de esos viejos leones que apuran sus reservas depredadoras. Parecía "dormido" en los dos primeros actos de I due Foscari, pero se demostró otra vez feroz e implacable en el tercero. Y entonces sobrevino la gran celebración verdiana, se produjo el salto de la convención al misterio melodramático. Domingo convocaba a Verdi. Cantaba en su nombre.

Placido-Domingo-El viejo león se comió la ópera. Y se atribuyó el mérito de incendiar la velada. Que había sido desigual y hasta inexpresiva porque la dirección musical de Heras Casado no adquirió demasiado vuelo. O porque no hubo comunión entre el escenario y el patio de butacas hasta que Plácido Domingo enseñó los colmillos. Los tiene afilados a los 75 años. Y volvió a utilizarlos para convencernos de que sigue siendo el rey.

Lo demostró la reacción de los espectadores en el trance de los saludos. Un resorte los puso de pie con la sincronización de un desfile norcoreano. Y se concedió Domingo la enésima noche de gloria. No sólo por la sugestión de su leyenda o por la devoción que suscita, sino por su credibilidad artística, por su afinidad verdiana y por su competencia vocal. Más que 75 años, se diría que Domingo ha cumplido 57. Y que persevera en la hegemonía del escalafón porque nadie es capaz de ocupar su sitio. Compareció ayer uno de los aspirantes. Michael Fabiano se llama, un tenor italoamericano que tiene cualidades extraordinarias para situarse entre los delfines de la sucesión.

Estuvo anoche valiente, descarado. Y anduvo más inspirado en los recitativos y en los pasajes concertantes que en las arias -titubeó en la primera-, pero Fabiano forma parte de los cantantes más interesantes de nuestro tiempo. No abundan esas voces penetrantes. Ni proliferan los cantantes que esmeran la línea de canto y profundizan en la partitura. Fabiano es una especie protegida. No sólo como tenor, sino como "protoestrella" de la ópera al que ya cortejan los grandes teatros. ​ Lo descubrimos en el Teatro Real hace unos años precisamente a la vera del propio Domingo en un papel gregario de Cyrano de Bergerac, aunque un servidor ya tuvo la suerte de escucharlo en Glyndebourne como protagonista masculino de La Traviata y como artífice de Les Martyrs (Donizetti). Ambas óperas lo ubican en la naturaleza de tenor lírico. O más bien predisponen su mutación hacia tenor "spinto", como pudo apreciarse ayer en el color y en el calor de voz "squillante". No hay un término demasiado equivalente en la traducción española ni para "spinto" ni para squillante. Squillante es una voz que penetra afilada como un teléfono de los antiguos, o como lo hace el timbre de Angela Meade, soprano yanqui de grandes medios a quienes anoche correspondieron merecidas ovaciones.

No superaron los decibelios de las otorgadas a Domingo. Ya que de Venecia hablamos, este viejo león vuela con las alas de San Marcos.

06 jul 2016

¿Cuál es su himno preferido? (II)

Por: Rubén Amón

No termina uno de comprender la iracundia de algunos lectores del post anterior sobre mi falta de respeto hacia el himno de Italia. Se llega a decir que me ha escocido la derrota de España en la Eurocopa. Y se me atribuye incluso una cierta italofobia.

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28 jun 2016

¿Cuál es su himno preferido?

Por: Rubén Amón

¿Todos los himnos son iguales? La simplificación que implica esta pregunta está justificada en el criterio de un músico amigo mío que los ha interpretado casi todos. No por devoción ni por obstinación, sino porque tocaba en la Filarmónica de Londres y la orquesta tuvo el cometido de grabar unos 200 himnos con ocasión de la Olimpiada de Londres en 2012.

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19 jun 2016

La lana de Mussolini

Por: Rubén Amón

He tardado en darle un sentido a un cartel de la Scala que colgué en mi despacho y que adquirí en Milán por razones estéticas. Y porque el protagonista del concierto que se anunciaba era Victor de Sabata, artífice de un programa variopinto -Bach, Beethoven, Strauss, Masetti, Giordano, Verdi- que aparece enmarcado con la bandera italiana. Ese matiz tricolore es el que hace atractivo el cartel. Y el que lo diferencia de la tradicional iconografía amarillenta o asalmonada de la Scala, según las épocas, aunque la bandera no obedece a un motivo ornamental, sino a un argumento de fervor patriótico. Es el 30 de abril de 1942 e Italia está en guerra.

Prolana

Tendría que haber reparado en todos estos detalles antes de plantearme si debía o no debía adquirir un “documento” fascista. Tan fascista que aparecen alusiones explícitas a la propaganda de Mussolini, aunque el rasgo más inquietante del cartel concierne a sus propio enunciado: “Concerto pro lana”. No sé cuántas veces he pasado delante sin haber indagado. O cuántas he indagado -no muchas- sin resultado, pero la curiosidad ha terminado imponiéndose.

Y he podido reconstruir -no hacía falta ser un genio- que se trataba de un concierto benéfico cuyas entradas se vendían no a cambio de dinero sino en un trueque medieval por lana. Un kilo de lana permitía acceder a una butaca de las mejores. Cuatro kilos de lana garantizaban un palco de cuatro plazas. Y 250 gramos representaban la tarifa para ubicarse en el gallinero. Se explica la operación en el contexto de una campaña que organizaba el movimiento mussoliniano con las escuelas fascistas y las secciones femeninas, pues eran las mujeres las que terminaban recibiendo las donaciones de lana para luego transformarlas en indumentaria militar, uniformes, tiendas de campaña, colchones.

Se pretendía así involucrar a la sociedad civil en el compromiso de la patria. Y de transformar el símbolo de la Scala en un argumento ejemplar, siendo como fue el teatro Piermarini un instrumento de propaganda. Y no sólo durante la guerra. Antes de involucrarse Italia militarmente en el eje de Berlín y Tokio, Mussolini ya había dispuesto una gira “scaligera” en Múnich y en Berlín. Estaba al mando Victor de Sabata, artífice de una Bohème en la capital berlinesa a la que asistió el propio Hitler.

Cuenta el Corriere della sera en su edición del 22 de junio de 1937 que el propio Führer admitió haberse emocionado y que expresó sus felicitaciones al maestro italiano, quizá ignorando ambos que tanto entusiasmo iba a significar una maldición a la memoria del director. De Sabata ocupó en Milan el cargo que había abandonado Toscanini por sus discrepancias políticas con el fascismo. Y adquirió una evidente vinculación en los planes de la propaganda mussoliniana, pero resulta demasiado extravagante recrear la simplificación del colaboracionismo.

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Primero, porque la madre de De Sabata era judía. En segundo lugar, porque su papel de maestro titular -1929-1953- lo desempeñó mucho más allá del periodo mussoliniano. Y en último término porque se restringió a sus actividades musicales. Incluido el trance de despedir a su rival Toscanini con la Marcha fúnebre de la Tercera sinfonía de Beethoven. Fue su último concierto (1957). O no exactamente, pues diez años más tarde los músicos de la Scala se despidieron de él tocando exactamente el mismo pasaje funerario.

12 jun 2016

Bechara, los gatos y la gloria

Por: Rubén Amón

Egoteca es un neologismo que alude no tanto a hablar de uno mismo como de los artículos o trabajos que uno ha realizado. Y he cedido a la tentación. Con un motivo musical justificado. Que es el sarcástico homenaje a un compositor franco-libanés al que frecuenté en París. Lo hice constar en un bestiario que apareció hace un año. El tigre mordió a Cristo, se titulaba, se titula. Y figuraba, figura, entre las criaturas antropomórficas un tipo bastante genuino, pero al mismo tiempo arquetípico del compositor más o menos parasitario y victimista del sistema. Bechara se llamaba, se llama. He aquí su retrato.

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Sobre el blog

La ópera no muerde. Como mucho, aburre. Aficiónese o síganos. O haga las dos cosas a la vez. Intentaremos que no se arrepienta.

Sobre el autor

Rubén Amón

Rubén Amón Podría haber sido barítono, podría haber sido pianista, pero el autor de este blog tuvo que resignarse a un teclado más limitado, el del ordenador, para dedicarse al periodismo y explorar, incluso, uno de sus ámbitos más minoritarios, sospechosos y hasta esnobistas: la ópera y la música clásica.

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