Recóndita Armonía

29 sep 2015

Natalie Dessay, la antidiva

Por: Rubén Amón

Me ha sorprendido la blasfema proliferación de asientos disponibles en el recital que Natalie Dessay oficia esta noche en el Real. O no me ha sorprendido tanto, pues sucede que el público de Madrid –no dije la afición- se ha demostrado bastante veleidoso y arbitrario  en sus comportamientos, especialmente cuando no media un acontecimiento social o cuando recala un cantante desprovisto de un penetrante aparato mercadotécnico.

Pensaba uno que Natalie Dessay escapaba a las restricciones, respondiendo como responde la antidiva francesa de una trayectoria apabullante. Y bastante versátil. Se ha columpiado en el trapecio de la Reina de la Noche como ha sido una formidable exegeta del belcantismo. Ha cantado la música barroca con la misma competencia –mucha- con que se ha prodigado en el repertorio de Verdi,  Puccini, Debussy  y Strauss, aportando además un escrúpulo escénico y una personalidad que le permiten ahora abjurar de la ópera en sus amenazas endogámicas.

Se han abandonado recíproca y puede que no cordialmente. Dessay no soportaba la hostilidad del hábitat operístico, aunque la decisión de consagrarse a los recitales y al teatro, ejemplos ambos de su estatura artística autosuficiente, no puede sustraerse a los contratiempos médicos. Pólipos en las cuerdas vocales, desgastes fisiológicos y patológicos que expusieron a la soprano francesa al síndrome de Antonia.

Me refiero a la protagonista del cuento de Hoffmann que  debe escoger entre vivir sin cantar o morir cantando. No es que Dessay se haya retirado –tiene sólo 50 años- , pero ha puesto todas las precauciones para seguir viva. Empezando por renegar de la ópera y de sus encorsetamientos, incluidos  la rutina, la competencia desleal, la dictadura de los directores de escena, el estajanosvismo,  el sadismo de los espectadores en las arias de muerte,  acaso decepcionados  porque Dessay recuperaba sus constantes vitales después de haber expirado “realmente” en el delirio de Lucia de Lammermoor.

 

Tendrían que valorarse todas estas cuestiones para comprender su decisión. Y para alistarse en el recital del Teatro  Real esta noche. Se diría que me llevo comisión con la venta de entradas, pero voy a convencerlos a ustedes no con una grabación, sino con una fotografía.

Dessay

¿Qué les parece? Yo la encuentro fabulosa. Abre un mundo de posibilidades a la estética de Tim Burton,  incluso parece una extrapolación inanimada de “La novia cadáver”, película memorable y breve en cuyo mensaje sin mensaje se nos inculca que el mundo de los muertos está bastante más vivo que el mundo de los vivos.

Lo quiere demostrar Dessay, sobreviviendo a la ópera, implicándose en un repertorio de canciones que exige grandes cualidades vocales –las tiene- y mayores nociones dramatúrgicas, más aún cuando la escenografía la componen el pianista, Philippe Cassard,  y ella misma, sin otras condiciones atmosféricas que la capacidad de sugestionar y de emocionar.

Ocurre con el disco que les he presentado.  Dessay se desdobla en una cantante actriz y en una actriz cantante que interpreta la música porque interpreta la letra, sublimando el maridaje –de matrimonios hablamos- entre el poema de Louise de Vilmorin  y la traslación al pentagrama de  Poulenc. Son los mejores momentos de la grabación. Los menos afectados y relamidos, aunque el recital de Real se abre a un repertorio más heterogéneo -Schubert, Mendelssohn- y consiente apreciarla en “vivo”, con todos los atractivos de un animal escénico que acaba de salir de la jaula.

  

 

 

 

 

22 sep 2015

Tudores, Borbones...y paparazzi

Por: Rubén Amón

Tuvo que subirse Mariella Devia al trapecio para recuperar el interés de una velada que se había malogrado por la precariedad misma del espectáculo -desangelado, inexpresivo- y por las abrumadoras connotaciones sociales de la apertura de la temporada madrileña.

Había tantos paparazzi como policías.  Proliferaban los esnobistas y los cortesanos, aunque la presencia de Felipe VI y de Letizia se “resintió” de la competencia de Isabel Preysler, de tal forma que la ópera en cuestión, “Roberto Devereux” (¿mandé?), quedó subordinada a un espacio gregario, al photocall, al trajín costumbrista del intermedio. 

O lo hizo hasta que Mariella Devia, insistimos, se subió al trapecio para columpiarse con sus galones y sus resabios en el aria final, excitando  a los melómanos genuinos -estaban en minoría- y proporcionando  a la noche los honores que se merecía la música de Donizetti. También él en minoría, sepultado por los cuchicheos. Que si Esperanza Aguirre whtasappeaba durante la ópera. Y que si el anticristo, o sea, Manuela Carmena,  celebraba cien días de gobierno municipal pisando con garbo la alfombra roja.

De cuestiones sociales hablamos acaso para sustraernos a las musicales. Que no fueron de gran interés porque el maestro Bruno Campanella concibió una versión bastante convencional, incluso de una oscuridad premonitoria cuando hizo sonar el himno de España en presencia de los Reyes. Nunca he sido partidario de introducir en el programa estas injerencias  protocolarias. Y no por subversión republicana, sino por convicciones musicales. Más aún si el himno es tan desafortunado como el español y si la obra que lo sucede, como es el caso, comienza con una evocación explícita de “Dios salve a la reina”.

Lo introdujo Donizetti porque “Roberto Devereaux“  es un folletón tremendista que transcurre en el reinado de Isabel I, de tal manera que la inauguración operística del Real proporcionó o sobrentendió una mixtificación de símbolos monárquicos. Había una reina, Letizia, en el palco. Había una reina, Mariella Devia (Isabel I), en el escenario. Y había una reina pagana en el patio de butacas. Me refiero a Isabel Preysler, acompañada de Marío Vargas Llosa para dicha de los paparazzi que acordonaban el edificio, incitando la curiosidad de los vecinos y la multiplicación de smartphones al acecho.

Esperaron hasta el final  de la ópera igual que un pelotón de fusilamiento. Y se llevaron un exquisito botín, los revisteros,  porque  la ópera de Donizetti  había concitado una fiesta de la alta sociedad, muchas veces desconcertada o desconcertante porque los advenedizos no sabían muy bien cuándo aplaudir ni cuándo callar.

Por eso las ovaciones finales garantizaron un consenso generoso y acrítico. Tanto se aplaudían las prestaciones mediocres de algunos cantantes -se me ocurre el caso de  Marco Caria- como se aclamaba por inercia al equipo escénico. Empezando por Alessandro Talevi y Marco Berriel, cuya dramaturgia pobretona desaprovecha las buenas ideas conceptuales -la reina Isabel  tejiendo una tela de araña en su reino de conspiraciones- para desconcertar a la audiencia con un grotesco final gore donde sobrevivió a su manera el carisma belcantístico de la Devia. No puede decirse que se encuentre en la plenitud. Sí puede decirse que su personalidad de diva antigua, su afinidad estética al repertorio expuesto y su oficio de soprano infalible redimieron un espectáculo que dio vuelo a la naturalidad de Silvia Tro Santafé y que puso en aprietos la reputación de Gregory Kunde.

Hago constar que soy muy partidario del tenor americano. Y considero meritorio que su técnica le permita compaginar los roles dramáticos del repertorio -Otello, Eneas- con los personajes de tip-tap donitezziannos y bellinianos, pero mi impresión es que esta versatilidad no pareció esta noche demasiado evidente. Su Devereux tuvo tanto arrojo y valentía como problemas en el fraseo, el legato y la homogeneidad de la voz. Echamos de menos un tenor más distinguido y aristocrático, aunque no puede decirse que escaseara la sangre azul en el Teatro Real. Ni las provocaciones accidentales, pues la ópera de Donizetti finaliza con una abdicación.

  

Sobre el blog

La ópera no muerde. Como mucho, aburre. Aficiónese o síganos. O haga las dos cosas a la vez. Intentaremos que no se arrepienta.

Sobre el autor

Rubén Amón

Rubén Amón Podría haber sido barítono, podría haber sido pianista, pero el autor de este blog tuvo que resignarse a un teclado más limitado, el del ordenador, para dedicarse al periodismo y explorar, incluso, uno de sus ámbitos más minoritarios, sospechosos y hasta esnobistas: la ópera y la música clásica.

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