Más que morirse, Pierre Boulez se ha consumido. Se le nublaron los ojos primero. Porque no veía. Y se fue marchitando su figura. Un hombre menudo de mirada clarividente y de manos elegantes, como demostraba cada vez que dirigía. Abjuró de la batuta porque le parecía un arcaísmo autoritario. Y porque concebir la música sin ella le permitía contenerla entre sus manos, por mucho que Boulez fuera un maestro cerebral, analítico y cartesiano.
Lo recuerdo dirigiendo Moisés y Aarón en Salzburgo como si hubiera descendido él mismo del monte Sinaí con la verdad revelada. Lo recuerdo meciendo el piano de Zimerman en el Concierto de Ravel. Y lo recuerdo conmocionado cuando en 1992 logró abarrotar el Palacio de los Deportes de Madrid con un programa árido, hermético, de su propio repertorio.
Porque no fue fácil nunca la música de Boulez, ni pretendió serlo. Requirió de los espectadores un esfuerzo de atención y de predisposición conceptual, aunque se antoja demasiado restrictivo concluir que a la música de Boulez se llegaba no por los sentidos sino por la inteligencia. De haber sido así, Boulez no habría tenido una paciencia tan artesanal, ni habría engendrado la sensualidad de sus Répons (1981) ni habría buscado con tanto ahínco las texturas materiales de una obra cuya energía dialéctica aspiraba a responder al “horror vacui” que trajo consigo el trauma de la II Guerra Mundial. ¿Qué lenguaje musical era legítimo después del Holocausto, de los bombardeos de Tokio, de la masacre de Dresde?
Boulez, como otros intelectuales de su tiempo, entendió que la música debía anidar en la atonalidad, renunciar a cualquier actitud complaciente, resentirse, en todas sus acepciones, de un estado de duelo y de replanteamiento estético rupturista, dogmático, hasta científico, incompatible con el placer melódico y las convenciones sociales trasnochadas. Por eso propuso Boulez dinamitar la Ópera de París con los espectadores dentro.
Era una boutade, una provocación de la que se responsabilizó él mismo para denunciar la “mierda y el polvo” de la alta sociedad parisina. La misma sociedad que recelaba de Boulez como evangelista perpetuo e inagotable de la vanguardia. Y que discutía su ortodoxia y su implicación política, ejercida primero con la tutela de André Malraux y patrocinada después con los poderes de la administración miterrrandista.
Un agitador consentido y con sentido fue Boulez. Tanto quiso derribar la ambición metafísica del compatriota Messiaen como repudió a los mercaderes de la sociedad neoyorquina. Lo habían nombrado al frente de la Filarmónica no ya como sustituto de Bernstein, sino como absoluto antagonista -en el gesto, en el lenguaje, en el carisma, en la ética-, de forma que la relación fue intensa y traumática, especialmente cuando Boulez se propuso renovar el repertorio y situar la proa de la orquesta en el horizonte de la vanguardia.
Fue Boulez un enorme director de orquesta, un superdotado maestro en el repertorio expresionista -Berg, Schöenberg, Webern-, un sensibilísimo valedor del impresionismo -memorables las grabaciones con la Orquesta de Cleveland- y un sherpa resabiado en el laberinto rítmico de Bartók y Stravinsky, aunque la proeza más desconcertante de su trayectoria se produjo cuando sustituyó a Knappertsbusch en el Parsifal de Bayreuth (1966) y luego fraguó en la propia colina verde su Anillo del nibelungo (1976) en la dramaturgia atemporal de Patrice Chéreau.
Lo fraguó desprovisto de retórica y de la espesa pátina de las tradiciones que habían desdibujado la tetralogía. Acudió a la obra como si nunca se hubiera interpretado antes, razones suficientes para polarizar, otra vez, la disputa de la melomanía wagneriana. Que recelaba de un francés racionalista y que reprochaba a Boulez haber eludido la sangre en beneficio de la esencia.
Menudo, discreto, hermético en su vida, Boulez tuvo todo el poder y lo ejerció. Construyó un lobby de compositores “respetables” -Ligeti, Stockhausen, Maderna...-, despreció a los antimodernos desde un dogmatismo sin fisuras -"la vanguardia es intransigencia"- e invirtió simbólicamente los términos el El martillo sin maestro. Fue la obra con que se dio a conocer universalmente en 1955. La estrenó en Baden-Baden, que es donde ha muerto 60 años después, aunque Boulez, insistimos, fue un maestro, ora et labora, que siempre tuvo el martillo entre sus manos.
Hay 2 Comentarios
Magnifico director y compositor, pero no podemos olvidar, que el y otros músicos progresistas y respetables, como bien comentas, ejercieron el poder de forma inexorable. Un poder y una legitimidad moral que se autootorgaron y desde el cual repartieron certificados de progresia y buen hacer a discreción, enviando al olvido a muchos coetáneos...... Mereció la pena?
Y al final, terminò grabando los conciertos de Mendelsohn....
Luces y sombras
Publicado por: José Ramon | 07/01/2016 19:10:40
Rubén , escribes como los ángeles, enhorabuena.
Publicado por: Javier Carrillo de Albornoz | 06/01/2016 21:36:19