Tenía pendiente uno ocuparse de la excelente crónica que escribió mi colega Pablo L. Rodríguez sobre el malentendido de la rivalidad entre Mozart y Salieri, estilizada por Milos Forman en una película asumida en el "mainstream" como dogma histórico. Sabemos ahora, y nos lo cuenta Pablo, que los compositores, lejos de enemistarse, parieron juntos una cantata escrita a la medida de la soprano inglesa Nancy Storace. Que reaparecía entre los mortales después de cuatro meses de indisposición.
- “Buenas noches. Disculpe la hora. Soy Plácido Domingo”.
- “Y yo Pavarotti”.
He aquí la conversación telefónica que mantuvieron mi madre y Plácido Domingo hace cosa de 25 años. Y no era una inocentada, sino el preámbulo de la primera vez que hablé con el tenorísimo. No lo conocía, pero la osadía característica de las mocedades explica que me atreviera a dejarle un mensaje en el hotel madrileño donde se hospedaba. Que era el Rex. Diciéndole que tenía intención de entrevistarlo. Y que no se preocupara del horario, aunque la propia temeridad de la iniciativa explica que renunciara a comentársela a mi madre. Respondió al teléfono pasada la media noche creyéndose víctima de una inocentada. Y la disuadió de colgar el timbre del cantante. “Rubén, Plácido Domingo al teléfono”.
Comenzó entonces mi periodo de fascinación y de conversión. Quiero decir que los melómanos ortodoxos habíamos convertido a Alfredo Kraus en nuestro símbolo de devoción, contraponiéndolo por su exquisitez y su naturaleza aristocrática a la mundanidad dominguista. Un tenor de élites frente a un tenor de masas. Unos esnobs frente al resto del mundo.
No tienen el menor valor notarial estos apuntes sobre La flauta mágica que se estrena hoy en el Teatro Real. No lo tienen porque provienen de las sensaciones del ensayo general. Y porque la première de esta noche se va a "resentir" de las tensiones de un estreno y de las convenciones sociales. Nada que ver con el fervor adolescente y hasta infantil que experimentamos la noche del jueves, más o menos como si la velada emulara el entusiasmo y la iconoclasia de las funciones originales, cuando Mozart y Schikaneder organizaron un vodevil caótico que encubría, nada menos, el desafío de arrodillar el antiguo régimen con la artillería de las luces.
Es el mérito de la propuesta audaz, trepidante, de Barrie Kosky. La flauta mágica constituye una ópera abierta, expuesta a muchas interpretaciones, de la alquimia esotérica al ritual de iniciación masónica o del mito de la espiga dorada a la fábula taoísta, pero muy pocas resultan tan naturales -el agua en el agua- como la que traslada el Teatro Real extrapolando la estética mozartiana al cine de los años 20, proponiendo en la pantalla -y justificándolo- el desfile de Buster Keaton (Papageno), Nosferatu (Monostatos) y hasta Louise Brooks (Pamina).
La idea permite a Barrie Kosky suprimir los pasajes hablados y proyectar los diálogos como ocurre en las películas de cine mudo, redundando en un blanco y negro de valor conceptual porque representa el reino de la noche, al menos hasta que el príncipe Tamino supera el rito de la iniciación y consigue la metamorfosis del color rompiendo la cuarta pared. Se sale de la película para besar a Pamina.
La sorpresa de Barrie Kosky de este montaje creado inicialmente en la Komische Oper de Berlín es una de las muchas piruetas que secuestran al espectador en una peripecia audiovisual cuyas ideas nunca se agotan. Se trata de una versión tan mágica como la flauta. Y tan plena como la ópera de Mozart en su capacidad de capturar a la vez la sensibilidad de un espectador ingenuo y el interés de un melómano sofisticado. El montaje es para adultos y expone asuntos tan escabrosos como el voyeurismo social en una cultura reprimida o la religión de la tecnología, pero estas dobleces no contradicen que pueda disfrutarse la sesión como un gran cómic de aventuras, poblado de autómatas, de insectos voraces -la Reina de la noche es un arácnido- y de recursos entrañables.
Se explica así el grado de comunión que hubo con los espectadores. Niños y padres deslumbrados en las butacas, reconciliados en un acontecimiento cuyo fuego original se alumbró desde el foso con la sensibilidad mozartiana de Ivor Bolton. Hizo el maestro un trabajo prodigioso de articulación y de matización. Concibió una lectura camerística, esmerando la riqueza cromática y la dinámica del sonido, incidiendo con enorme talento teatral en la dialéctica de los contrastes, el reino de la noche y de la luz, catalizados química y musicalmente en una lectura de elaborada intensidad.
No tienen valor notarial estos apuntes, decía. Un ensayo general no es una función. Por eso no puede juzgarse con escrúpulo a los cantantes -ni siquiera están obligados a cantar a voz-, pero sí apreciarse la distinción, la personalidad y el timbre bello, homogéneo de Joel Prieto, príncipe de una función asombrosa que se atuvo al mandamiento fundacional de la iniciación. Y en todas sus acepciones, aunque ninguna tan valiosa como la que supone la de reclutar para la ópera el público del mañana.
No tendría demasiado sentido ponerse a escribir ahora del Concierto de AñoNuevo si no fuera porque ya circula la grabación oficial del fenómeno (Sony). Va a llegar un momento en que va a aparecer antes el disco que el concierto. Y no porque el oficiante del acontecimiento, Mariss Jansons en este caso, sea un músico previsible ni mecánico, todo lo contrario.
Más que morirse, Pierre Boulez se ha consumido. Se le nublaron los ojos primero. Porque no veía. Y se fue marchitando su figura. Un hombre menudo de mirada clarividente y de manos elegantes, como demostraba cada vez que dirigía. Abjuró de la batuta porque le parecía un arcaísmo autoritario. Y porque concebir la música sin ella le permitía contenerla entre sus manos, por mucho que Boulez fuera un maestro cerebral, analítico y cartesiano.
Lo recuerdo dirigiendo Moisés y Aarón en Salzburgo como si hubiera descendido él mismo del monte Sinaí con la verdad revelada. Lo recuerdo meciendo el piano de Zimerman en el Concierto de Ravel. Y lo recuerdo conmocionado cuando en 1992 logró abarrotar el Palacio de los Deportes de Madrid con un programa árido, hermético, de su propio repertorio.
El año Shakespeare que acabamos de empezar implica un repaso a las 300 óperas que inspiró el bardo. O más que las 300, podría restringirse el enfoque a las tres óperas que escribió Giuseppe Verdi desde la devoción a “papá”.Así lo llamaba, papá, sin haberse conocido, distanciados por tres siglos. Y reunidos imaginariamente por el musicólogo Massimo Mila. Los hizo coincidir en un libro y en una acera poblada de gente. Y se saludaron con respeto.
La ópera no muerde. Como mucho, aburre. Aficiónese o síganos. O haga las dos cosas a la vez. Intentaremos que no se arrepienta.
Sobre el autor
Rubén Amón Podría haber sido barítono, podría haber sido pianista, pero el autor de este blog tuvo que resignarse a un teclado más limitado, el del ordenador, para dedicarse al periodismo y explorar, incluso, uno de sus
ámbitos más minoritarios, sospechosos y hasta esnobistas: la ópera y la música clásica.