No puede decirse que Meryl Streep haya rodado una película sobre Florence Foster Jenkins (1868-44) como una película a costa de ella, redundando en la mitificación de un fenómeno trash que arriesga con despertar o remover de la tumba a la peor soprano de la historia.
Me consta que los servicios funerarios neoyorquinos tomaron todas las precauciones para evitar la resurrección, pero subestimaron que el “regreso” pudiera producirse a título de mofa y de escarnio. De momento, Meryl Streep protagoniza una biopic invertida a propósito de una cantante invertida también. Porque FFJ nunca fue una cantante. Ni siquiera cuando un accidente de taxi le descubrió que poseía un registro sobreagudo inesperado y digno de cultivarse en los teatros de beneficencia.
El problema es que su relación de los agudos con los accidentes requería un enorme esfuerzo presupuestario, amén de los riesgos físicos. Atropellar a la voluminosa soprano (¿?) en el trance de un pasaje tintineante representaba un conflicto de orden público. O justificaría un gag en una película de Woody Allen, como el tenor de “A Roma con amor” que únicamente acierta a cantar si está debajo de la ducha.
Y no queremos desvariar. Para desvariar ya estaba FFJ, cuya popularidad proviene curiosamente de su negligencia. Y de un disco publicado o generalizado por RCA a finales del pasado siglo que se convirtió en basura de culto, en feísmo metabolizado, o en meta-feísmo, de forma que la diva no resucitó al tercer día, como mandan los cánones, pero sí a los 60 años.
Así se explica la proliferación de obras de teatro y de ensayos que han evocado su catastrófica ejecutoria. Y creo que procede hablar de ejecutoria porque Foster Jenkins ejecutaba la música en sentido literal. No cantaba arias, para entendernos. Las perpetraba a quemarropa.
La película de Meryl Streep, estrenada hace unos días y concebida a las órdenes de Stephen Frears, no es la primera que glosa los avatares del monstruo lírico. Ya había estrenado una versión descarnada el cineasta francés Xavier Giannoli con un título, “Marguerite”, que aludía al personaje de “Fausto” de Gounod y que recreaba la manera en que Foster Jenkins descoyuntaba la famosa aria de las joyas.
Abundaba el filme en los antecedentes teatrales. “Souvenir” se estrenó en el Festival de Edimburgo de 2001 proporcionando la descojonación de los espectadores, aunque la obra más universal de la terrorista americana, escenificada en España por iniciativa de Yllana, lleva la firma de Peter Quiler y se arraiga en un inequívoco sarcasmo: Glorious.
No tengo pruebas al respecto. Ni me he preocupado tampoco de perseguirlas, pero sostengo que la irrupción –del verbo irrumpir- de Foster Jenkins en la vida musical neoyorquina de los años 30 tuvo que servir de inspiración a los personajes de Marguerite Dumont en las películas de los hermanos Marx. Hay un parecido físico y hay una semejanza conceptual, como se desprende de la escena final de “Sopa de ganso”, cuando la mujerona en cuestión precipita un atisbo de himno heroico y es sepultada a tomatazos y melonazos por Groucho y sus libertadores.
Se ha perpetrado el estreno con más retraso del esperado. Y trabaja en el filme Hugh Grant, desempeñando el papel de abnegado esposo –y vampírico también, puesto que FFJ heredó una considerable fortuna y financió con ella sus veladas de “espiritismo-, pero creo que debe reconocerse por encima de todas la figura penitente de Cosme McMoon, pianista de origen mexicano a quien correspondió la tarea de acompañar a la diva. Sobre todo, en el sentimiento.
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