La responsabilidad del Festiva de Salzburgo en la custodia del canon de Mozart contradice que puedan concebirse espectáculos tan superficiales, vacuos y precarios como el Così fan tutte de Sven-Eric Bechtolf. El director de escena germano ya había engendrado un fallido Don Giovanni y había demolido entre sus propias bromas Las bodas de Fígaro, pero ha sobrepasado la negligencia con la tercera obra que Mozart escribió a la vera de Lorenzo da Ponte.
Mozart tiene sentido del humor. Y es un compositor provocador, pero Così fan tutte no puede degenerar en una dramaturgia vulgar, ordinaria. Menos aún recurriendo a ardides tan elementales como los pisotones, los tortazos, los personajes beodos. Le faltó al montaje recrear una guerrilla de tartas de merengue. Y puede que lo hubiera agradecido el público, satisfecho como estaba delante de semejante profanación.
Acaso convenció a los espectadores la plasticidad de una dramaturgia convencional. Ni metalecturas, ni profundidades, ni rebuscamiento conceptual ni extrapolaciones temporales. Così fan tutte discurría como una comedieta. Y lo hacía con una alarmante provisionalidad de medios, hasta el extremo de que la obra podría haberse facturado en un colegio mayor como espectáculo de fin de curso.
Tal era la precariedad del aparato escénico. Los telones pintados y el atrezo costumbrista se desvencijaban en un espacio tan inhóspito como el escenario gigantesco de la Felsenreitschule. Se trata de una antigua escuela ecuestre horadada en la roca que se reconvirtió en teatro operístico y que impresiona por su arquitectura de arcos de piedra y de nichos, pero nunca se había empleado para la intimidad y el recogimiento que requiere Così fan tutte en su dimensión camerística.
Se explica así los problemas de acústica con que se encontró el maestro Ottavio Dantone al frente de la Orquesta del Mozarteum. Un obstáculo evidente, embarazoso, que no malogró su versión refinada, esmerada y hasta contemplativa de la ópera. Fue un antídoto a la vulgaridad que predominó la escena, de tal forma que los cantantes se encontraban divididos entre el histrionismo que les exigía Bechtolf y el escrúpulo con que Dantone deslizaba la música entre los dedos, desprovisto de la batuta y modélico en el acompañamiento de las arias capitales. Se lució el tenor Mauro Peter con la suya del primer acto, como lo hicieron Julia Kleiter y Ángela Brower en sus pasajes individuales, pero la torpeza de la dramaturgia en su incomprensión de la partitura truncaba cualquier expectativa de vuelo y conducía el Così a una suerte de vodevil antimusical y, peor aún, antimozartiano.
No se ha percatado Sven-Eric Bechtolf en su fallida trilogía —el festival de 2016 propone a la vez el Don Giovanni, Las bodas de Fígaro y Così— que la concepción mozartiana del mundo no proviene de la carcajada sino de la ironía. Proviene de esa media sonrisa con que aparece retratado en el cuadro de Barbara Krafft. Lo pintó mucho después de la muerte del maestro (1819), pero la expresión aloja la ironía del claroscuro, de la ambigüedad, de la luz y de las tinieblas. Esa media sonrisa que nos recuerda el misterio de Don Giovanni ("Qué bella noche, es más clara que el día") y que Bechtolf ha decido transformar en mueca de tabernero.
Su único acierto consiste en haber planteado la ópera en el tiempo de Mozart. Han sido muchas las extrapolaciones contemporáneas, de Sellars a Michael Haneke, pero el valor que Mozart otorga a la emancipación femenina en la sociedad revolucionaria de 1790 se desdibuja por completo en las concepciones de nuestro tiempo.