Gregorio Luri
El hispanista J. B. Trend, al encontrarse un día en Mallorca ante un camino pedregoso y una viña en pérgola, se detuvo y exclamó: “He aquí la civilización!” Así es. El vino no es un don inmediato de la naturaleza, como la cerveza o el aceite, sino el resultado de un largo y minucioso proceso de cuidado y elaboración en el transcurso del cual unas generaciones aprenden de las otras el arte de someter lo natural a una idea. ¿Y qué otra cosa es la civilización? Así que no andaban muy desencaminados los romanos cuando consideraban que comer sin vino era comer como los perros (caninum prandium). Tiene esta expresión más sentido de lo que parece, porque el vino y la comida de cada país se han ido haciendo en un proceso de lenta maduración y diálogo. Pensemos en la liebre, las carrilleras o el civet de jabalí al vino tinto.
Sin el vino, Europa no puede entenderse a sí misma. El tema es suficientemente complejo como para no pretender agotar con pocas palabras la importancia de lo que Baudelaire denominó “vegetal ambrosía” y Georges Brassens “jugo de octubre”. Me limitaré a trazar un esbozo que, ya que no puede ser exhaustivo, espero al menos que no sea aburrido.
Simbólicamente el vino está asociado a las figuras paganas de Dioniso y Baco, el dios que dio a conocer el vino a los hombres. Buena parte de nuestro imaginario vinícola está relacionado con bacanales, sátiros, ninfas, etc. Pero al lado de esta tradición –y a veces mezclado con ella- se encuentra la tradición iconográfica cristiana. En el Antiguo Testamento el vino aparece 173 y la viña, 114, y en el Nuevo Testamento, el vino es mencionado 41 veces y la viña, 32.
Disponemos de abundantes argumentos para afirmar que la conservación de la viticultura en Europa se debió al cristianismo. Obispos y abades han tenido un papel fundamental en la configuración de nuestros viñedos y en la formación de nuestros grandes pagos y no olvidemos que el cisterciense Dom Pérignon fue el inventor del champán. La historia de la literatura está plagada de anécdotas sobre la apasionada relación entre el clero y el vino. Me gusta la de aquel cardenal que sólo consagraba vino de prestigio como, por ejemplo, un Meursault y se justificaba diciendo que obraba así por piedad eucarística, ya que quería poner siempre la mejor cara delante del Señor.
La cultura del vino es una de las diferencias más visibles entre el cristianismo y el Islam. De esto eran muy conscientes los cristianos que vivían en tierras musulmanas. Así, Al-Ajtal, un cristiano del siglo VIII, que fue uno de los más grandes poetas de la época Omeya, escribe: “No quiero ayunar en Ramadán. / Jamás me levantaré como los demás / a la llamada de la oración / sino que seguiré bebiendo vino
El vino recorre las venas de la literatura cristiana con tal ímpetu que se ha hablado de una “teología de la libación”.
Pero, excepto –quizás- en misa, cuando bebemos no pretendemos hacer teología, sino saciar un deseo que suele presentarse adornado con razones que ennoblecen nuestra sed: nos gusta beber en compañía.
En una de sus comedias, Aristófanes nos muestra a un campesino que está viendo caer mansamente la lluvia desde su casa y siente que no hay nada mejor que este espectáculo. El dios –piensa- está trabajando por él. No puede ni podar ni cavar la viña porque la tierra está empapada. Todo lo que tiene que hacer es llamar a sus vecinos para que vengan a beber a su casa. Su mujer tostará habichuelas y granos de trigo y cubrirá la mesa de higos secos. Unos traerán tordos y pinzones y otros calostro y algún pedazo de liebre y todos disfrutarán mientras llueve, porque “estas horas son bellas” ya que “el cielo trabaja por nosotros y favorece nuestros campos”.
Bebemos también porque en una taberna nos encontramos a veces más en casa que en nuestra propia casa. Por algo aseguraba Samuel Johnson que “no hay creación humana que haya producido tanta felicidad como una buena taberna”.
Bebemos porque el vino es un magnífico compañero del amor, porque amar es siempre urgente y amando espantamos a la muerte. “Una mujer y un vaso de vino”, dice Goethe, “curan todo mal. Y el que no bebe y no besa, está peor que muerto”.
Bebemos, porque nos entusiasman los aromas del mundo. El húngaro Béla Hamvas lo dice así: “Sueño con la fragancia que exhala el lóbulo de la oreja de las mujeres, adoro las piedras preciosas, vivo en poligamia con todas las flores y todas las estrellas y bebo vino.”
Gregorio Luri es Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona y participó en la conferencia "El vino en el arte y la literatura. De Eufronios a la actualidad" el pasado 28 de abril de 2016 en Casa Mediterráneo.
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