Red de Casas del Ministerio de Exteriores

La amenaza cotidiana nazi contra los judíos en la República de Weimar

Por: Red de Casas

24 may 2017

Jesús Casquete


El antisemitismo es la hostilidad hacia los judíos por el hecho de serlo. No es una invención nazi, ni tampoco un fenómeno específicamente alemán. De hecho, el odio nazi a los judíos se alzó a hombros de todo un amplio abanico de precursores que se habían dedicado durante el medio siglo precedente a alimentar de forma organizada su discriminación y erradicación de la vida social, política y cultural. El periodista Wilhelm Marr fundó en Berlín en 1879 la Liga Antisemita para “salvar a la patria de su completa judaización.” Un coetáneo y compatriota suyo, el historiador Heinrich von Treitschke, acuñó por esas mismas fechas un eslogan que pronto haría fortuna en círculos nacionalistas: “Los judíos son nuestra desgracia”. Aún otro (por no convertir la lista en interminable), Ernst Henrici, impelió a sus compatriotas con una admonición que viviría su momento de esplendor en el Tercer Reich: “no compres en tiendas judías”. A rebufo de planteamientos de este tenor, en la época imperial surgieron varios partidos políticos que colocaron en el frontispicio de su ideario el odio y la envidia a los judíos (los partidos antisemitas “monotemáticos”), sin menoscabo de que otras formaciones incorporasen el credo antisemita a sus programas como un ingrediente más entre otros. La secuencia sufrida en Alemania es sencilla de resumir: primero algunos alimentaron con la pluma y la palabra la estigmatización de los judíos, y luego llegó el turno de quienes se aplicaron a eliminarlos de la faz de la tierra.


En Alemania ese alguien fueron los nacionalsocialistas. La irrupción en 1920 del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) en el escenario político en Múnich introdujo una nueva dimensión en el odio a los judíos, indisociable de su odio a la “república judía”, a los judíos traidores responsables de la “puñalada por la espalda” plasmada en el Tratado de Versalles y a los judíos cabecillas de los ensayos revolucionarios en el país tras el fin de la contienda bélica, siempre según su particular visión. En la década de 1920 había censados unos 560.000 judíos en el país, lo que equivalía a menos de un 1% de la población. Tratándose de un movimiento en cuyo epicentro doctrinal figuraba un antisemitismo visceral e irrestricto, la animadversión hacia sus conciudadanos de ese origen se dejó sentir desde su misma fundación. Los nazis no fueron los únicos ni tampoco los primeros que abrigaron aviesas intenciones contra los judíos, como demuestra el hecho de que ya en noviembre de 1919 la comunidad judía de la capital bávara solicitase protección a la policía frente a quienes les hacían responsables del desenlace de la guerra y de sus consecuencias, hasta el punto de que las autoridades temieron que se desencadenasen pogromos. A partir de entonces, y hasta su colapso final, los seguidores de Adolf Hitler se empeñaron en difundir el miedo y la muerte entre los judíos: primero en Múnich, luego en el resto del país y, por fin, en los países bajo su yugo en la II Guerra Mundial. Los judíos (o, para los efectos, los que así se lo parecían) eran objeto de acoso por parte de los nazis, que no se ahorraban mamporros para hacerles saber que eran extraños sociales, elementos sobrantes en su “comunidad nacional” según líneas raciales. El intento (de momento eso, sólo un intento) por expulsarles del ámbito de obligación moral durante la República de Weimar fue implacable. Afectó a la cotidianidad de los judíos en los entornos más diversos: en el trabajo, en los centros de enseñanza o en las actividades de ocio. En estas y otras esferas eran víctimas de insultos y vejaciones, pero también de agresiones físicas, aunque (en general) todavía no de carácter letal.


Los encargados de atemorizar a los judíos (y de batirse a muerte con socialdemócratas y comunistas en la “lucha por la calle”) fueron los integrantes de las Tropas de Asalto o SA. Al igual que el partido surgidas en Múnich en 1920, se constituyeron como la unidad paramilitar del movimiento con la misión de defender sus actos públicos, de reventar los de los enemigos (con mayor razón si intervenía un “judío”) y, en definitiva, de hacer avanzar la “idea” nazi, que tenía en el antisemitismo uno de sus núcleos doctrinales duros, que nunca ocultaron y sobre el que jamás dejaron de insistir. Sus integrantes (más de 400.000 a principios de 1933) fueron los mamporreros responsables del reparto de bofetadas, de afrentas y de otras humillaciones a los judíos.


Con la capitulación de la democracia tras el acceso de Hitler a la cancillería del país a finales de enero de 1933 las agresiones sufridas hasta entonces por los judíos vivieron un salto cualitativo, culminado en el Holocausto. Es la macabra lección de la historia: lo que empezó con agresiones de carácter más o menos venial acabó con las cámaras de gas.

Este artículo de Jesús Casquete, profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad del País Vasco y fellow del Centro de Investigación sobre Antisemitismo en Berlín, se enmarca en la conferencia "La amenaza cotidiana contra los judíos. Las SA en la República de Weimar", que tendrá lugar el día 31 de mayo en el Centro-Sefarad Israel.

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