Michael Mail
Era una escuela de Glasgow en los años 70. En mi clase yo había aprendido que Escocia era en sí misma una sociedad mestiza compuesta de escoceses, pictos, británicos, y vikingos. A esa emocionante mezcla se habían añadido los judíos en algún momento del siglo XVIII, llegando inicialmente de uno en uno a estudiar en las famosas universidades de Escocia (a diferencia de la mayoría de las universidades europeas, los estudiantes en Escocia no estaban obligados a prestar juramento religioso) y luego creciendo en número en los siglos XIX y XX mientras que la persecución en Europa del Este hizo la vida judía cada vez más precaria.
Llegaron en grandes naves de pasajeros a los puertos de Leith y Dundee. Algunos viajaron a Edimburgo, la capital, pero muchos más fueron a la central industrial creciente que era Glasgow. Comenzó a surgir una próspera comunidad judía escocesa que construía sinagogas para la oración y cementerios para sus muertos. Las escuelas proporcionaban educación judaica suplementaria para los jóvenes, organizaciones benéficas de bienestar, y sociedades amigas que atendían a los necesitados y los indigentes, además de un orfanato y un hogar para los ancianos. Estas instituciones reflejaban los grandes valores del pueblo judío inculcados a lo largo de los milenios, junto con la preocupación más pragmática de que, como nuevos inmigrantes, no se convirtieran en una carga para un país que aún podría rechazarlos.
Los judíos pronto se convirtieron en la mayor minoría no cristiana, un nuevo clan añadido al mosaico que era Escocia. Por supuesto, la fe religiosa tenía su lugar, pero ese lugar no estaba necesariamente en primer plano. También traían su propia lengua -el yiddish, esa curiosa mezcla de alemán y hebreo, un colorido lenguaje gutural que tenía un cierto parentesco audible con el dialecto escocés, también de diseño híbrido. Había muchas palabras escocesas utilizadas por mi madre - bachle, glaikit, dreich - que sonaba perfectamente en sintonía con el yiddish, y durante mucho tiempo no se sabía cuál era cual. De hecho, hubo incluso por un tiempo un dialecto en yiddish escocés emergente que unía las dos lenguas.
Para sus anfitriones escoceses, muchos de los cuales tenían una profunda fe presbiteriana, había una fascinación inmediata con el Pueblo del Libro que había saltado de las páginas de la Biblia para vivir entre ellos. En efecto, Escocia tenía sus propios mitos fundacionales ligados a las tribus perdidas de Israel que se hacían eco en la Declaración de Abroath, esa declaración seminal de la independencia escocesa en la que la creación de la nación escocesa se sitúa en el Este, con los escoceses viajando a su Tierra Prometida en una comparación directa con los judíos bíblicos que cruzan el Mar Rojo.
Sí, se dieron incidentes de hostilidad y xenofobia como los que todas las minorías sufren inevitablemente. No fue por casualidad que muchos muchachos judíos jóvenes en los años 20 y los 30 tuvieron el boxeo como su deporte preferido, incluyendo mi padre, que llevaba orgulloso una estrella de David en sus shorts.
En una sociedad en la que no había barreras legales al progreso, los hijos e hijas de la comunidad judía escocesa hicieron contribuciones significativas en sus campos, produciendo científicos y médicos, jueces y diputados, ministros del gobierno, artistas y escritores, músicos de éxito y campeones deportistas, agricultores, silvicultores, fabricantes de kilts y destiladores de whisky.
Y había otras migraciones más desesperadas. Escocia se convirtió en hogar y refugio para los niños del “kindertransport” desde las estaciones de tren en Alemania, Austria y Checoslovaquia por los padres ansiosos de protegerlos de la amenaza nazi que envolvía Europa. Lo que originalmente fue una evacuación temporal se convirtió trágicamente en permanente y, para muchos de estos niños, las despedidas desde el andén se convirtieron en la última imagen de sus padres. Luego vinieron los refugiados después de la Segunda Guerra Mundial, supervivientes de un horror cuya realidad sacudió a la comunidad y dio un nuevo impulso a la causa de Israel.
Por supuesto, hay otras características compartidas por estos dos pueblos. Se puede decir que los judíos y los escoceses valoran las opiniones con la expectativa de que todos deban tener una, son cálidos y hospitalarios, tienden a estar animados en compañía, son emprendedores, aprecian la educación y sienten orgullo por su identidad. A pesar de ser naciones pequeñas, ambas han hecho importantes contribuciones al mundo.
La comunidad alcanzó un máximo de alrededor de 16.000 almas y ahora se encuentra algo reducida. En Escocia, encontrarás calles con el nombre de Rabinos, una banda judía de gaiteros, haggis kosher, Whisky Loch Chaim, la Biblia traducida al dialecto escocés, directores judíos y jugadores del Glasgow Rangers o Celtic, no menos de tres versiones judías del tartán y en algún lugar de Los Ángeles encontramos un restaurante llamado 'The Gorbals' que sirve comida fusión judía-escocesa (no es un término con mucho renombre en el mundo culinario).
El artista judío Eduard Bersudsky, cuya escultura cinética “La Torre del Reloj del Milenio” se sienta con orgullo como pieza central en el Museo de Escocia en Edimburgo, una vez se preguntó qué admiraba sobre Escocia. Su respuesta fue simple: «Nadie me pregunta nunca por qué estoy aquí.»
Los judíos vinieron a Escocia buscando refugio, y encontraron un hogar.
Michael Mail es filántropo, fotógrafo y escritor. Su artículo se enmarca en la exposición "Judíos de Escocia: identidad, pertenencia, y porvenir" que se exhibe en el Centro Sefarad - Israel durante el mes de junio de 2017.
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