María Condor
Se cumplen cien años de dos acontecimientos fundamentales en el proceso histórico que condujo a la proclamación del Estado de Israel en 1948, cuyo 70 aniversario celebraremos dentro de pocos meses. Por una parte, la Declaración Balfour, hecha pública en noviembre de aquel año por el Gobierno británico, muestra por primera vez la voluntad de una gran potencia de fundar lo que se expresa como “un hogar nacional judío en Palestina”. Por otra, el 11 de diciembre, durante la última etapa de la I Guerra Mundial en Oriente Medio, el ejército británico, bajo el mando del general Allenby, entra en Jerusalén –“el momento supremo de la guerra”, en palabras de Lawrence de Arabia- y poco después pone fin a cuatro siglos de dominio otomano.
Pero no se trata solamente del principio de un camino sino también de la cristalización de un anhelo largamente sentido por el pueblo judío, convertido además en necesidad histórica por la escalada del antisemitismo con los pogroms de Rusia desde 1881 –al culparse a los judíos del asesinato del zar Alejandro II-, que impulsan la inmigración. El apasionante relato de los antecedentes de ambos hechos es imprescindible para entender que las raíces de estas reivindicaciones son muy anteriores a la Shoá, el Holocausto nazi, que suele considerarse como motor principal del reconocimiento de los derechos del pueblo judío.
La Gran Guerra y la inminente caída del corrupto Imperio otomano suponen una oportunidad para los pueblos sometidos. Paralelamente, las grandes potencias hacen sus cálculos, a pesar de las advertencias del presidente americano Wilson y sin tener en cuenta a los habitantes árabes. Gran Bretaña, ante la creciente importancia de Palestina y todo Oriente Medio en su estrategia –dominada por la seguridad del Canal de Suez- y la necesidad de contar con el apoyo de las poblaciones sobre el terreno, acaba atrapada en una maraña de promesas, negociaciones, acuerdos más o menos secretos y compromisos con árabes y judíos, con Francia y Estados Unidos, es decir, con intereses difíciles de conciliar. En 1915, la correspondencia Husein-McMahon ofrece al sharif del Hijaz la garantía británica de reconocer una extensa región de gobierno árabe independiente; en 1916, el acuerdo Sykes-Picot, pacto secreto anglofrancés, revive los viejos hábitos del colonialismo decimonónico y reparte los “despojos” del poder turco en sus respectivas zonas de control directo y de influencia, dejando Palestina bajo administración internacional en razón de la presencia de los Santos Lugares. La Declaración Balfour, pues, surge en un contexto complejo y ambiguo, pero no es un capítulo más en esta conflictiva historia, puesto que la civilización europea no había sido capaz, ni siquiera con las expectativas despertadas por la Revolución Francesa, de resolver el problema del antisemitismo, en lo esencial un problema europeo; es más, la emancipación tiene como reacción un recrudecimiento del antisemitismo –a lo que coadyuvan los nuevos argumentos pseudocientíficos sobre la “raza”-, lo que obliga a muchos judíos, incluyendo a los que desde la Haskalá o Ilustración judía habían optado por la asimilación en sus respectivos países, a buscar un refugio.
El sionismo es la respuesta a esta injusticia histórica; tras los viejos planteamientos de raíz religiosa, a finales del siglo XIX se formula el sionismo político: Theodor Herzl, horrorizado por el caso Dreyfus, que dividió Francia, juzga imposible una verdadera integración. Organiza el I Congreso Sionista Mundial, reunido en Basilea en 1897, y dice en su Diario que en 50 años el mundo verá el Estado de Israel: ¡se equivocó por muy poco! Con todo, ni en su época ni en la de Balfour es obvio para todos los judíos que la solución sea el retorno a Eretz Israel, la Tierra de Israel, ni la creación de un Estado-nación, una forma entre tantas posibles pero que históricamente ha predominado y en el mundo moderno resulta ineludible para proteger los derechos humanos, civiles y políticos.
La Declaración Balfour debió su nacimiento principalmente a la labor infatigable de Chaim Weizmann, destacado dirigente sionista residente en Londres y luego primer presidente de Israel, y a la circunstancia de que en 1916 ocupara la jefatura del Gobierno británico un hombre extraordinario por múltiples motivos: Lloyd George, que nombra ministro de Asuntos Exteriores a Arthur James Balfour. El documento, de reivindicaciones aún modestas, lleva fecha de 2 de noviembre y reviste la forma de una carta (de 67 palabras) del ministro a Lionel Walter Rothschild, científico y parlamentario, miembro de la rama inglesa de la célebre familia alemana de banqueros y líder de los judíos británicos. Será refrendada por la Liga de Naciones y en 1920 incorporada al Mandato británico en Palestina en la Conferencia de San Remo.
Dijo Ben Gurión en 1939, en el umbral de la segunda contienda mundial, que la primera “trajo la Declaración Balfour; ahora hay que lograr el Estado judío”. El documento cuyo centenario conmemoramos tuvo también un lugar en su discurso del 14 de mayo de 1948, fecha de la proclamación en Tel-Aviv del Estado de Israel. Es palmaria la significación de este gran primer paso de un proceso histórico que une dos hitos de la epopeya que es la historia del pueblo judío, cuya civilización –en la que destaca la veneración por la palabra escrita- tanto ha enriquecido a la humanidad.
María Cóndor es doctora en Historia, licenciada en Filología y en Derecho. Su artículo se enmarca en la conferencia acerca de la Declaración Balfour y el camino hacia el Estado de Israel que ofrecerá en Centro Sefarad-Israel el 18 de diciembre.
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