Ramón Vilaró
Visitar Filipinas es una experiencia única, incluso para los viajeros más bregados. Se trata de un país lleno de sorpresas y contrastes que no dejan indiferente. Es, también, moverse por una sociedad caracterizada por la hospitalidad del pueblo filipino. En mi condición de viajero y cronista de oficio he tenido el privilegio de moverme un poco a todos los niveles. Desde los más humildes que viven en playas, campos o montañas, sin olvidar los barrios menos favorecidos de las grandes urbes, hasta lujosas mansiones de personajes políticos de primera fila, pasando por empresarios, escritores, académicos o religiosos. Puedo garantizar que todos comparten hacia el visitante el espíritu de bienvenida, mabuhay en tagalo, el idioma nacional del país.
Con decenas de viajes, a lo largo de cuatro décadas, viví sacudidas políticas como testigo directo, como el final de la dictadura de Ferdinand Marcos tras el movimiento del poder popular, People Power, que llevaron al poder a Cory Aquino. Así como los múltiples intentos golpistas que intentaron derrocar a la presidenta Aquino, pero igualmente su fracaso de reforma agraria. También los gobiernos que le sucedieron, junto al auge económico, sobre todo visibles en las grandes ciudades como la capital, Manila, o Cebú, sin olvidar Davao, en Mindanao, donde forjó sus polémicas tablas políticas el actual presidente Rodrigo Duterte. Un presidente, sin embargo, que ha dado un giro total a las tradicionales relaciones de Filipinas con Estados Unidos, e incluso hacia la Unión Europea, para inclinarse por el pragmatismo de vínculos políticos y económicos con la gigante y vecina República Popular China.
El viajero también hallará en Filipinas las huellas de más de tres siglos de colonización española. En Baler resistieron "los últimos de Filipinas" y en el valle de Cagayán algunos aún recuerdan las visitas de Jaime Gil de Biedma, empleado de la Compañía General de Tabacos de Filipinas. Perviven ciertas tradiciones culinarias y apellidos españoles —impuestos a la población cuando se elaboró el primer censo— y en Zamboanga del Sur hablan el idioma español antiguo, aquí denominado 'chabacano'. Y hay decenas de palabras españolas que se mezclan con el tagalo, el idioma oficial, o el visayo. Al igual que existen algunas sagas familiares de origen español en la cúspide de la sociedad filipina.
Filipinas es el único país católico en el continente asiático, otra herencia española, aunque están en auge otras creencias religiosas, en especial la Iglesia Ni Cristo, de gran influencia. Pero las iglesias y conventos – juntos a universidades de élite – forman el legado católico. Sin olvidar la devoción y romería memorable en honor de la figura del Santo Niño, en Cebú, la talla de madera que llegó con Ferdinand de Magallanes, que conquistó y pereció en aquel archipiélago en 1521. Casi medio siglo después llegó el adelantado Miguel López de Legazpi, que bautizó el país con el nombre de Filipinas, en honor del rey Felipe II, y fundó la ciudad de Manila. Su tumba, en el convento-museo de San Agustín, en Intramuros, es visita obligada para entrar en la historia del país.
Mansiones señoriales, sobre todo en Vigan, ingenios azucareros, en Negros, pequeños poblados playeros, iglesias casi siempre llenas y un amplio patrimonio gastronómico y cultural, suponen toda una invitación a emprender un viaje a un país tan próximo como lejano, tan desconocido como, a veces, familiar para el visitante hispano. Y, además, con una variedad inabarcable de playas paradisíacas pero también de montañas y parques naturales que le convierten, en mi opinión, en la última frontera a descubrir el magnetismo de ese país del sureste asiático.
Ramón Vilaró es autor de "Mabuhay. Bienvenido a Filipinas" (Ediciones Península, 2017). Su artículo se enmarca en la presentación de su libro, que se celebrará el 1 de febrero en la sede de Casa Asia en Barcelona.