Las investigaciones sobre países federales de tradición centenaria muestran la existencia de olas centralizadoras y descentralizadoras, cuyos detonantes se encuentran en sucesos críticos como guerras o profundas crisis económicas. Lo que estamos viviendo ahora en España puede ser uno de esos momentos de inflexión. Tras 30 años de esfuerzos descentralizadores, la crisis ha abierto un espacio de incertidumbre sobre si debemos avanzar en esa tendencia o retroceder. Las encuestas muestran con claridad que cambian las preferencias sobre el grado de descentralización. Mientras en algunas partes de España crecen los que se decantan por centralizar, en otras, particularmente en Cataluña, sucede lo contrario.
Esta situación plantea un serio desafío a todos. El modelo autonómico hasta la fecha es un modelo federal incompleto y simétrico, si excluimos los casos del país Vasco y Navarra, especialmente en el plano financiero. Un modelo de esta naturaleza es útil cuando las diferencias en las preferencias de los ciudadanos que viven en los distintos territorios se refieren a cosas como el menú fiscal, la gestión de los servicios sanitarios o educativos, la forma de articular políticas de desarrollo, la promoción cultural, o la organización territorial. Pero no lo es cuando lo que difiere significativamente son las preferencias sobre el propio modelo de estado, las metapreferencias. Porque lo que es mucho para algunos, es poco para otros. Y la distancia parece hoy muy superior a la de antes del estallido de la crisis.
La independencia de los territorios que prefieren más autogobierno es una posible solución. La pregunta de si una Cataluña independiente sería viable en el largo plazo es ociosa. Claro que lo sería. Lo relevante es hablar de otras cuestiones. Por ejemplo, en el terreno económico, de cuánto tiempo tardaría en que los beneficios de la independencia fuesen superiores a sus costes. Porque una escisión generaría incertidumbre sobre la respuesta del resto de España y por tanto de la UE, y de los mercados financieros internacionales. El coste neto podría ser muy grande en un período transicional más o menos largo. La discusión entre los economistas está abierta y no es fácil de zanjar. Entre otras cosas porque, como bien señalaba el economista Jordi Galí hace unos días, todo depende de cómo se utilizase esa autonomía plena.
Para el resto de España creo que el principal coste de la independencia no sería el económico o el fiscal. El principal problema tendría que ver con la pérdida del referente y pieza fundamental de una España rica y plural, una España no castiza, que es en la que creen (creemos) muchos. Sin Cataluña, España no sería lo mismo. Sería peor. Peor en lo cultural, en lo político, en lo social, incluso en lo deportivo. Sería una España más uniforme y menos atractiva para el gallego, el canario, el andaluz o el vasco que perfilan las investigaciones sociológicas.
Por eso, yo prefiero pensar en soluciones de otro tipo. En soluciones que avancen en el federalismo y que contemplen la flexibilidad y asimetría suficientes para que unos y otros se encuentren razonablemente cómodos. Más federalismo en el terreno institucional, con la reforma completa del Senado y la potenciación de los órganos de cooperación vertical y horizontal, hoy insuficientes. Más federalismo en el plano cultural, con lo que ello conlleva en términos de respeto mutuo y lealtad a los pactos y compromisos, pero también en lo que se refiere al diálogo y a la negociación. Y más federalismo en el terreno fiscal, para dar a las Comunidades Autónomas una mayor autonomía y responsabilidad fiscal y que dejen de ser tan dependientes como en la actualidad de los recursos transferidos desde la administración central. Pero, al mismo tiempo, hay que ofrecer la posibilidad de que cada territorio escoja entre diferentes grados de descentralización. Existen soluciones técnicas si algunas comunidades quieren devolver competencias de gasto en materia sanitaria, educativa o de justicia. Se puede encajar sin grandes problemas para los demás si una Comunidad Autónoma prefiere renunciar a desplegar su capacidad legislativa, convierte a su parlamento en un órgano menor; prefiere no tener autonomía tributaria y se encuentra más cómoda con un modelo de funcionamiento más próximo al de las diputaciones hoy. Los límites al federalismo pueden ser los que nos encontramos en los países federales más avanzados. Y la marcha atrás a la descentralización de un territorio puede aspirar a cualquier meta volante de las que han jalonado las últimas tres décadas.