Casi siempre que se presenta un presupuesto público (local, autonómico o central), algún amigo periodista me llama confundido para hablar sobre emisión, amortización y carga de de deuda. Es una confusión lógica, porque la realidad no deja de ser en parte contraituitiva y diferente de la que vive una familia o una empresa que piden un crédito.
Lo primero a señalar es que el endeudamiento relevante no es el bruto, sino el neto. Es decir, lo que le importa realmente a los ciudadanos es cuánto aumenta la deuda, no el importe agregado de los créditos que se van a pedir. Esto sí que es cómo cuando una familia va al banco. No es igual que vaya para formalizar una subrogación de un crédito vivo con otra entidad que vaya a contratar un nuevo crédito para comprar un coche. En el primer caso no se genera mayor deuda.
Por tanto, lo que importa realmente es la diferencia entre la deuda que se contrata y la que amortiza. Tomar solo la primera sería lo mismo que computar las subrogaciones como deuda añadida (aclaración: el volumen de amortizaciones es relevante en la medida que afecta al coste y vida media de la deuda, o si existen problemas de acceso a la financiación en los mercados financieros, pero esa es otra discusión).
Lo segundo a destacar es que la carga de la deuda pública para los ciudadanos viene dada por los intereses que se pagan por ella. No hay que incluir las amortizaciones. Esto sí es contraintuitivo. Para una familia, las dos cosas son relevantes. Lo que le importa es lo que el banco carga todos los meses en la cuenta: intereses y la correspondiente amortización del capital. En el sector público no es así. Y no es así, porque el sector público no devuelve sus deudas. Por supuesto, le devuelve, cuando toca, a Juan, Blas y Andrea el dinero que le prestaron en su día cuando compraron letras o bonos del tesoro. Pero lo hace con el dinero que le proporcionan en una nueva emisión de letras Angel, Noa e Isabel. Porque el sector público tiene una esperanza de vida ilimitada y lo único de lo que se tiene que preocupar es de que el cociente entre la deuda viva y la renta nacional, el PIB, se mantenga en niveles razonables. Con eso llega. Y esto es una enorme ventaja. Por ejemplo, la deuda española cayó de casi el 70% hasta poco más del 30% del PIB entre finales de los años noventa y el inicio de la crisis. Y lo consiguió no porque no siguiera endeudándose (de hecho hubo superávit solo en un par de años de la serie), sino porque el PIB aumentó mucho. De hecho si desde 2008 hubiésemos seguido creciendo al mismo ritmo que en los cinco años anteriores, hoy tendríamos una deuda pública en España convergiendo rápidamente hacia el 0%, aunque no hubiésemos reducido ni un euro nuestra deuda en volumen absoluto.
En definitiva, sumar los intereses y la amortizacións de deuda no ha sentido cuando hablamos de la carga de la deuda. El coste de la deuda pública para los ciudadanos son solo los intereses.