Hace unas semanas, el ocurrente ministro de Economía portugués, Álvaro Santos Pereira, aseguró que Portugal necesitaba internacionalizarse a fin de potenciar las exportaciones. Y después, con una sonrisa, lanzó, medio en broma medio en serio: “¿Por qué no crear una franquicia de los pasteles de nata?”
Los pasteles de nata, ya saben, son esos dulces célebres que se encuentran en todas las pastelerías de Lisboa, hechos a base de bizcocho y crema, con aspecto de tartaletas y a los que se les suele añadir canela encima. El mejor exponente del producto son los fabricados por una pastelería de Belem situada al lado del monasterio de los Jerónimos con una receta y un primor exclusivos capaces de atraer a millares de turistas en una sola tarde. No es raro que la cola del monasterio sea mucho más corta que la cercana de la pastelería citada.
Una vez, una mañana laborable de invierno, fui a Belem a hacer un reportaje de una momia egipcia con cáncer (sic, cosas del periodismo) y, antes de entrevistar al director del Museo Arqueológico Nacional donde dormía (y duerme) la momia, me senté en la pastelería en cuestión –a esa hora casi vacía- y pedí, más por cumplir con el rito que por glotonería (no soy muy goloso), un pastelito de esos. Me lo comí mientras pensaba en las vueltas que da la vida para que uno acabe indagando en Lisboa sobre la enfermedad que mató 2.300 años atrás en Egipto a un tipo que ni siquiera sabía que la padecía. Les diré que después olvidé a la momia y a los laberintos del azar que te llevan y te traen para pedir otro pastelito al camarero con una urgencia que me sorprendió incluso a mí. Estaban exquisitos y si no pedí un tercero fue porque llegaba tarde a la cita.
Pero volvamos al ministro y a su frase. A los portugueses les encanta la sorna y la ironía y el asunto, claro, se prestaba a ello. El hombre, envuelto en la negociación de una reforma laboral a cara de perro se convirtió (aún lo es), en el Ministro de los Pastelitos de Nata. Hubo bromitas, dibujos de la bandera de Portugal con el dulce en vez del escudo, chistecillos, caricaturas de Álvaro Santos Pereira tocado con gorro de chef mostrando la receta del dulce e, incluso, comentarios del primer ministro, Pedro Passos Coelho, quien aseguró (también medio en serio, medio en broma), que ya estaba bien de hablar de la pastelería portuguesa porque les iban a tomar a todos por unos golosos.
El cómico Ricardo Araújo Pereira, en un artículo reciente en el semanario Visão, aseguraba que la idea de exportar pasteles de nata no era mala en absoluto. Y añadía que bastaba con vender a un euro cada pieza y echar cuentas para acabar con la deuda que ahoga el país. 78.000 millones de euros fue lo que Portugal ha pedido a la troika para evitar la bancarrota. Así que hay que vender 78.000 pasteles de nata. Como en la Tierra hay 7.000 millones de habitantes, es suficiente, añadía, con que cada uno se coma 11 pastelitos para que acaben los problemas de Portugal. Así de fácil. Además, añadía Araújo Pereira, el país, que se iba a convertir en el primer exportador mundial de colesterol, podría explotar ciertas terapias contra este mal y ganarse un merecido sobresueldo.
Lo más desconcertante de la historia es que cuando ya la polémica y el pitorreo empezaban a remitir aparece una empresa que, verdaderamente, va a explotar los derechos en franquicia del pastel de nata y que tuvo la idea mucho antes de que el ministro lanzara la famosa frase. La empresa se llama Gestão de Marcas e Franchising y la historia la publicaba hoy el diario Público.
Lo dicho: las vueltas que da la vida.