Antonio Jiménez Barca

Sobre el autor

: nació en Madrid en 1966. Fue durante tres años corresponsal en París y actualmente es corresponsal en Lisboa. Antes trabajó como redactor y reportero en las secciones de Local y Domingo. Ha escrito dos novelas: Deudas pendientes (2006) y La botella del náufrago (2011). A este ritmo perezoso, hasta 2016, por lo menos, no terminará la tercera.

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Un ferry disfrazado rumbo a Venecia

Por: | 14 de febrero de 2013

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El Trafaria Praia es un ferry de dos plantas blanco construido en Hamburgo en 1960. Desde ese año ha transportado pasajeros de un lado a otro del Tajo en el estuario salobre que baña Lisboa. Siempre la misma ruta triangular: Belem-Porto Brandão-Trafaria. En 2011 fue enviado a la reserva, a la espera de que algún experto dictaminara si merecía la pena venderlo a un país africano o desguazarlo. Pero la famosa -y polémica- artista Joana Vasconcelos se ha cruzado en su aparentemente previsible destino y lo revolucionará para siempre: servirá, debidamente transformado en obra de arte (o en lo que Joana Vasconcelos entiende como obra de arte, según sus opositores) como pabellón flotante portugués en la próxima edición de la Bienal de Venecia, que se celebrará en mayo.

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Así se coció el rescate

Por: | 31 de octubre de 2012

José Socrates, el 6 de abril de 2011 pide oficialmente el rescate de portugalA finales de diciembre de 2010, uno de los asesores económicos de José Sócrates, harto de que éste le hiciera recorrer medio edificio para informarle a cada poco del estado de los intereses de la deuda portuguesa, decidió colocar en el despacho del primer ministro de entonces un terminal conectado permanentemente con la agencia Reuters. Con un programa muy fácil –Sócrates no era muy hábil con la informática por entonces- bastaba un toque de ratón para que en la pantalla apareciera los intereses de los bonos a diez años de España, Portugal e Italia. Sócrates se volvió un adicto a la terminal, que consultaba cada diez minutos, consciente de que su futuro político –y el del país- se jugaba en los dígitos cambiantes de los balances ya que bastaba alcanzar determinada línea fatídica (un 7% en los bonos a diez años, por ejemplo) para que Portugal se colocara a un paso del abismo de la bancarrota y del rescate financiero. Sócrates, líder en aquella época del socialismo portugués, corredor de maratón, resistió y se resistió con la tenacidad de un buen fondista, pero al final, traicionado por su ministro de Finanzas y presionado por toda la élite política, financiera y económica del país, se rindió y pidió el rescate financiero a Europa y al FMI la tarde del 6 de abril de 2011 en una rueda de prensa urgente y algo improvisada. Ahora, Resgatados un libro elaborado por dos periodistas, David Dinis y Hugo Filipe Coelho, relata la historia de esos meses frenéticos.


                El libro detalla cómo en febrero de 2011 y con las cuentas públicas portuguesas a punto de naufragar, una delegación de técnicos del Banco Central Europeo llegaba a Lisboa en secreto con la intención de ayudar (y empujar) a los técnicos portugueses a confeccionar un plan de ajuste draconiano encaminado a burlar el rescate. Sócrates se comprometería, con ese plan, a modificar el IVA, a devaluar las prestaciones por desempleo, a incorporar ciertas modificaciones de legislación laboral y a bajar determinadas pensiones, entre otras medidas. A cambio, el primer ministro portugués se aseguraba (con la aquiescencia de Angela Merkel) la intervención del BCE en los mercados de deuda en defensa del país por lo menos hasta el verano. El 12 de marzo, Sócrates acudió a un Consejo Europeo con las el plan debajo del brazo después de haber negociado hasta última hora con los prebostes europeos y haberse entrevistado, la noche anterior, con el jefe de la oposición, el conservador Pedro Passos Coelho, hoy primer ministro. Sócrates asegura que arrancó a Passos la promesa de que apoyaría el plan a fin de presentar un frente común en Europa; Passos replica que Sócrates le ocultó buena parte de la información (la delegación de la Unión Europea, entre otras cosas, lo que no es poco) y que eso hizo saltar por los aires el acuerdo.
            Sea como fuere, Sócrates ganó una partida en Europa, que aplaudió el plan, pero iba camino de perder otra –más importante-, en su propio país. Su partido gobernaba en minoría, así que el parlamento podía rechazar la batería de medidas dejando a Sócrates y a su Gobierno en paños menores ante Europa.
              Y todo se precipitó: los directores de los principales bancos portugueses, en una reunión con el Gobernador de Portugal, Carlos Costa, acordaron comprar deuda lusa sólo hasta principios de abril, ya que a partir de entonces la compra se volvía demasiado peligrosa para los propios bancos. “Si en el último año, comprar deuda del Estado era una jugada de póker arriesgado, seguir comprándola a partir de ese momento era un auténtico bluff”, relata el libro. El ministro de Finanzas, Fernando Teixeira dos Santos, aseguraba, con ese lenguaje suyo de los economistas, que si se rechazaba el plan en el Parlamento, todo eso repercutiría en los “downgrade dos ratings”, con lo que el pago de la deuda, previsto sólo hasta junio, se volvería imposible. Al mismo tiempo, Sócrates llamaba por teléfono, según apunta el libro, a un director de un medio de comunicación y le soltaba, en un lenguaje mucho más llano: “Quieren que pida el rescate pero no lo voy a hacer. Si quieren tumbar el plan, túmbenlo. Si quieren joderme, jódanme. Pero jódanse conmigo”.
                El Parlamento, por fin, rechazó el plan el 23 de marzo con los votos contrarios de la extrema izquierda y la derecha. Sócrates dimitió y convocó elecciones. Y todo hacía pensar que el primer ministro iba a pedir ya el rescate ante la situación de emergencia y la sensación de caos y de urgencia. Pero no lo hizo, apelando a su resistencia de maratoniano (algunos lo achacaron a simple cabezonería, como si él también jugara al póker, esta vez con el país entero).
              El ministro de Finanzas presionaba (“los bancos ya no compran deuda porque ni les deja el BCE”); Europa presionaba; los bancos presionaban; el gobernador del Banco de Portugal habló hasta con Mário Soares, ex presidente de la República y referencia viva de la izquierda, para que éste tratara de convencer a Sócrates. Pero éste no cedía, convencido de que un Gobierno débil (el suyo lo era porque estaba en funciones) se encontraba en desventaja a la hora de negociar y decidido a resistir hasta las elecciones de junio.
               Con todo, el seis de abril, tras una emisión mañanera de deuda pública de resultados catastróficos, el ministro de Finanzas, según relata el libro, pidió a su asesor de prensa que le pusiera en contacto con la subdirectora del Jornal de Negócios, Helena Garrido. Eran las cinco de la tarde y Garrido le preguntó lo que todo Portugal se preguntaba desde hacía semanas: “¿Debe el Gobierno pedir el rescate ya?”. Teixeira dos Santos, sin advertir a Sócrates, respondió por email: “(…) Entiendo que es necesario recurrir a los mecanismos de financiamiento disponibles en el ámbito europeo (…) “. Poco después, el Jornal de Negócios daba un titular redondo que comenzaba a dar la vuelta al mundo y que sorprendía, sobre todo, al primer ministro responsable del país: “PORTUGAL VA A PEDIR AYUDA EXTERNA”.
             A Sócrates sólo le quedaban dos alternativas: o destituía a su ministro de Finanzas dos meses antes de las elecciones o comparecía ante el país para anunciar por fin la petición de un rescate que él se había resistido a solicitar hasta el último momento y que iba a cambiar para siempre la vida política y económica del país. Se decidió por los segundo y emplazó a los periodistas para las ocho a fin de anunciar la noticia oficial y solemnemente al país entero. Luego llamó por teléfono a Teixeira dos Santos y mantuvo una conversación a gritos con él llena de insultos. Jamás han vuelto a dirigirse la palabra.


Grândola, en iPhone

Por: | 16 de septiembre de 2012

Protesta asamblea
Son las once de la noche. Unos cuantos centenares de jóvenes,  la mayoría menores de 25 años,  se congregan frente a la Asamblea Nacional portuguesa, en el corazón de Lisboa, al pie de las escalinatas que conducen a la entrada del Parlamento. Algunos se ven en esta foto de Francisco Seco. Está a punto de terminar un sábado caluroso e histórico: se ha celebrado, ese 15 de septiembre,  una de las manifestaciones más pobladas de la reciente historia democrática portuguesa en protesta contra la política de austeridad de Pedro Passos Coelho. Ha sido  una jornada organizada y convocada por gente exhausta e indignada que se puso en contacto por Facebook y que sin que mediara ningún partido político ha abarrotado las calles de la capital del país y de otras 40 ciudades. Pero eso ya lo he contado en otro lado.
                    Son las once de la noche, y un pelotón de policías antidisturbios armados con porras y con perros negros de pinta intimidadora custodian las gradas de las escaleras. Hay quien lanza botellines de cerveza y petardos. Pero la mayoría de los jóvenes se limita a estar ahí, a no querer irse. Hay quinceañeros con cacerolas que piden con una sonrisa a los policías que se unan a ellos y una chica de no más de 20 años pasea de aquí para allá enarbolando un cartel pintado con tinta negra en el que se lee “Sueño con un futuro en mi país”. Saben idiomas. Estudian  en la universidad. Muchos llevan banderas de Portugal. Las mismas que sacan cuando juega la selección. Hablo con ellos. Me cuentan que tienen la sensación de que les están robando su país, de que les están echando de sus ciudades, de que a base de cerrarles los caminos, ya no se reconocen en su tierra. Insultan a los policías. Les llaman fascistas si se aproximan, si acarician al perro, si mueven la porra.  Luego chillan mirando hacia arriba, hacia el edificio vacío del Parlamento, buscando un responsable, un enemigo. Hay un chico barbudo que lleva un cartón en el que ha escrito una frase en inglés que hace referencia a la preciosa tarde soleada de finales de verano que acaba de vivir Lisboa: “Nice day for a revolution”. Otro chico igualmente joven lleva otro cartel menos sutil: “Troika que o pariu
                 Todos han recorrido la ciudad acompañando a la manifestación, que empezó muchas horas atrás. Sus adres, sus hermanos mayores, sus tíos, las familias con niños, ya han regresado a casa, pero ellos siguen allí, sin querer irse,  insultando al policía que se baja el casco, algo harto ya, señalando al perro que ladra, llamando ladrón al primer ministro que, seguro, se encuentra en cualquier otra parte.  A mi lado, una pareja que ya ha pasado la treintena me explica con una tristeza intraducible que se sienten como si llevaran años dando vueltas en un laberinto.
             De repente, alguien comienza a cantar   Grândola, Villa Morena, la vieja canción de Zeca Alfonso que sirvió como catalizador para la Revolución de los Claveles, el himno del 25 de abril de 1974. Callan los otros gritos, los otros insultos. Se impone un extraño silencio impresionante que aprovecha el de la canción para cantar más alto.  Se le unen otros. Algunos se saben la letra. Otros no. Tres chicas delante de mí buscan rápidamente en la conexión de internet del iPhone y encuentran, entre risas, el texto que ya retumba en la plaza entera. Me doy cuenta de que la canción que sirvió para derrumbar de un día para otro la apolillada dictadura del heredero de Salazar, Marcelo Caetano, y colocó al país en el siglo XX, en la alegría y la modernidad vuelve a cobrar sentido para este ejército de aspirantes a menos de mileuristas que se huelen que les están estafando en todo. Oigo cómo se emocionan. Calculo por encima y concluyo que la mayoría ni siquiera había nacido el año en que esa canción se convirtió en una bandera y que conocen la historia de aquel día y aquella revolución (“Nice day for a revolution”) por lo que les han contado sus padres y sus abuelos y sus hermanos mayores, esos que a esas horas de la noche ya se han ido cansados a la cama, esos que aquella mañana de abril tampoco se sentían dueños de su país.

Cuando Lisboa fue Casablanca

Por: | 20 de junio de 2012

Foto Lisboa de la guerra muncial El ocho de julio de 1940, dos semanas después de que las tropas de Hitler entraran en París, un diplomático español llegó a Lisboa y fue recogido de urgencia en el aeropuerto por el chófer del mismísimo duque de Windsor, alojado desde hacía días en Cascais, en casa del banquero más rico de Portugal. El diplomático se llamaba Francisco Javier Bermejillo y le apodaban, tal vez por su eficacia, El tigre. Acudía a una misión secreta en una ciudad fantasmal infestaba por entonces de espías británicos  y alemanes que se iba llenando además de refugiados exhaustos que esperaban semanas en los cafés un visado que les sacara por el único portalón abierto en Europa de las llamas de la guerra. Recuerden la película Casablanca: el avión en el que parte Víctor Laszlo, Ilsa Lund y el corazón enamorado de Rick tiene como destino Lisboa. Ahora, un interesante libro recientemente traducido al portugués titulado Lisboa, a guerra nas sombras da ciudade da luz, 1939-1945, escrito por el historiador Neill Lochery, cuenta, además de la historia de Bermejillo y otras muchas, cómo era esa ciudad durante esos años en los que convivieron en un espacio reducido refugiados judíos desesperados por dejar atrás el  nazismo, millonarios huidos que aprovechaban para adquirir a otros refugiados obras de arte a precios de ganga o escritores como Arthur Koestler, que vivía convencido de que los esbirros de la policía secreta portuguesa le iban a entregar un día u otro a los españoles para facturarlo después a un campo de concentración alemán. Por encima de todo, sabiéndolo todo, ocupándose casi de todo, estaba António de Oliveira Salazar, el siniestro dictador portugués en el poder desde 1932 y empeñado en que su país guardase una escrupulosa y lucrativa neutralidad. Para eso, Salazar, inteligente, astuto, cruel, pragmático, frugal, abstemio, adicto al trabajo y maniático del orden y la rutina, no dudó en jugar durante los años de la guerra con dos barajas y mostrar a alemanes y aliados sólo las cartas que le convenían a cada caso. Mientras, la ciudad, situada desde hacía décadas lejos de todo, se volvía de pronto una encrucijada necesaria en tiempos acelerados y peligrosos, poblada de personajes extraños, agentes dobles, huidos de guerra o miembros la casa real británica.       
En esa Lisboa sinuosa aterrizó Bermejillo con el cometido de trabajar en lo que el Ministerio de Asuntos Exteriores  alemán denominaba Operación Willy, consistente en atraer a la causa nazi a Eduardo VIII, rey de Inglaterra durante 325 días tras abdicar en diciembre de 1936 para poder casarse con una norteamericana divorciada. El duque de Windsor, proveniente del sur de Francia y tras pasar por Madrid –y conocer allí a Bermejillo- tenía previsto, en principio, quedarse un par de noches  en Portugal para después saltar en hidroavión hacia Londres. El mismo Churchill, consciente de las veleidades pro-alemanas del hermano del por entonces rey de Inglaterra y convencido de que los servicios secretos nazis tramaban algo trató de apresurar la salida del duque. Pero éste decidió quedarse más tiempo en la ambigua Lisboa de entonces, viviendo a todo trapo en la lujosa residencia de Cascais de Ricardo Espírito Santo, dueño del por entonces banco más importante de Portugal  (aún hoy es una crucial institución financiera portuguesa), adicto al golf y a las cenas galantes y confidente de Salazar, que gracias a eso estaba al tanto de todo. Así, Eduardo se convirtió en el centro de una pequeña y secreta intriga internacional. Los alemanes pugnaban por convencerle para hacerle pasar de bando a fin de erigirle, más adelante y tras una proyectada invasión de Gran Bretaña, según Lochery, en la cabeza de un Gobierno títere. Churchill presionaba a su vez a través del embajador británico en Lisboa para que el noble abandonara cuanto antes de la ratonera pero el renuente duque de Windsor se negaba por considerar que en su país se le estaba tratando mal. La labor de Bermejillo consistió en conseguir en Lisboa los visados necesarios para que una criada de la pareja real pudiera desplazarse a Francia a recoger algunos objetos personales de la mujer del Duque de Windsor. Y luego, ya en Madrid, en retrasarlo todo a fin de que los alemanes contaran con más días para tratar de sondear y convencer al duque. Lochery cuenta que Eduardo llamó varias veces a la casa de Madrid de Bermejillo para preguntarle por sus gestiones pero que este se hacía el sueco para ganar tiempo. Mientras, Churchill, expeditivo, ofreció al duque un ultimátum y un puesto irrenunciable como Gobernador en las Bahamas para alejarlo del peligro (y de todo). Éste respondió que el cargo se encontraba por debajo de su dignidad y de su estatus pero, finalmente, aceptó, cogiendo el hidroavión el uno de agosto y deshaciendo para siempre la Operación Willy. Según Lochery, jamás tuvo muchas posibilidades de éxito debido a que el duque –aunque había hablado mal del Gobierno británico y peor de su familia en determinados círculos en Madrid- jamás pensó en serio en abandonar su país o su bandera. 
Así, el duque de Windsor partió (sin recoger sus pertenencias francesas, por cierto) y abandonó para siempre Lisboa. La ciudad, por su parte, gozando - o soportando- ese papel de territorio neutral y última escapatoria para muchos, siguió dando cobijo durante esos años a todo tipo de personajes desquiciados. Los hoteles y las pensiones se llenaron de refugiados que aguardaban un visado para salir hacia Estados Unidos, los ricos en hidroavión con escala en Las Azores y los pobres en barco. Los muelles eran un hervidero de tipos dispuestos a jugársela por un pasaje y los cafés de los alrededores de la plaza de Rossio un galimatías de lenguas en el que se mezclaban el polaco, el francés, el alemán y el ruso. Había alemanes presionando al inmutable Salazar para conseguir wolframio –vital para los blindajes- e ingleses que contraatacaban para que el wolframio no saliera rumbo al oeste. Las calles se poblaron de policías portugueses con la orden de descubrir y detener a determinados expatriados comunistas y de vendedores de salvoconductos falseados. Ian Fleming espiaba para los servicios secretos británicos mientras se jugaba la pasta al 21 en el casino de Estoril y acumulaba experiencias que luego le iban a servir para sus exitosas novelas de 007; Max Ernst y Peggy Guggenheim escandalizaban a los pescadores de Cascais al bañarse desnudos en la playa; Marc Chagall paseaba por el Chiado su paranoia de sentirse perseguido por los nazis durante el mes que permaneció en Lisboa deseando cada mañana coger el barco que le sacara de una vez de Europa.   
Fue, como bien describe Lochery, un tiempo extraño y fascinante que acabó cuando Salazar, al ver de qué lado se inclinaba la guerra, dejó de ser neutral y se alió con los que iban a ganar. Lisboa, bajo su mando omnipresente y letal, volvió a adormecerse y permaneció así 30 años, hasta que despertó la mañana del 25 de abril de 1974.

El héroe de 25 de abril

Por: | 25 de abril de 2012

Salgueiro Maia 2 En la madrugada del  25 de abril de 1974, un capitán de Caballería portugués de 29 años llamado Fernando José Salgueiro Maia, complicado en el golpe militar que iba a intentar esa misma jornada derribar una dictadura que duraba desde 1926,  reunió en una sala de su cuartel de Santarem a sus 240 hombres y les propinó un discurso sencillo y memorable que ha pasado a la historia de las frases claras: “Señores míos, como todos saben, hay varias formas de Estado: el Estado social, el Estado corporativo, y el estado al que hemos llegado. Ahora, en esta noche solemne, vamos a acabar con el estado al que hemos llegado.  Así que el que quiera venir conmigo, que sepa que nos vamos para Lisboa y terminamos con esto. Quien quiera venir, que salga fuera y forme. Y el que no, que se quede”.

              Era la una y media de la madrugada. Nadie se quedó.
         Todo había comenzado hacía casi una hora, tras la emisión en la cadena Radio Renascença de la canción-clave acordada por los implicados en el golpe, Grândola Vila Morena, que sirvió de detonante. 
          El pelotón comandado por el capitán Salgueiro Maia,  compuesto  por diez blindados, doce camiones, una ambulancia y un jeep, se pone en marcha a las tres y veinte de la mañana encargado de llevar a cabo la misión más difícil de todos los conjurados: penetrar sin incidentes hasta el corazón de Lisboa y tomar la Praça do Comércio, la hermosa (y estratégica) plaza abierta al mar, donde se sitúan el Gobierno Civil y varios ministerios.
          Nada en el país ni el mundo hacía presagiar que esa madrugada  aparentemente como los otras el país  iba a vérselas con su futuro de la mano de un puñado de capitanes jóvenes, valientes y hartos de una guerra colonial sin victoria posible que el maltrecho imperio portugués mantenía a contracorriente por empecinamiento político del dictador António Salazar y de su sucesor en el poder desde 1971, Marcelo Caetano. Nadie sospechaba nada. Esa misma noche, por ejemplo, Mário Soares, por entonces líder en el exilio del Partido Socialista portugués, de visita en Bonn, cenaba con un alto cargo alemán que le recomendaba tener paciencia porque la dictadura portuguesa, según sus informes, iba para largo.
              La columna de Maia pasa a las cinco por los peajes de la autopista de entrada a Lisboa sin que los operarios sospechen otra cosa que unas maniobras militares madrugadoras. Media hora después, ya en la ciudad, en el cruce entre Campo Grande y la Alameda da Universidade el cívico conductor del jeep de Maia, al frente de la columna, se detiene ante un semáforo rojo al lado de un autobús municipal procedente de las cocheras. Salgueiro Maia, algo estupefacto por la situación, mira el semáforo, luego al chófer, se convence a sí mismo y dice:
    - Arranca, una revolución no se para por un semáforo rojo.
       Casi al amanecer, alcanzan la Praça do Comércio con el objetivo cumplido: no han creado alarma ni se han producido combates ni derramamiento de sangre. Los soldados se despliegan. Hay un problema logístico: la plaza controlada por Maia  es terreno de paso para millares de lisboetas que ese día van a trabajar. Una empleada de la limpieza del Ministerio de Salud habla con el capitán y le pide que le deje pasar porque ya llega tarde. Maia, tocado con su gorra de faena, responde: “Mire señora, hoy no se trabaja. Mañana, tal vez, pero hoy no”. A la empleada se le suman en la protesta varios obreros más que necesitan atravesar la plaza para coger el metro. Maia añade, entre enfadado y profético: “A ver, señores, hoy no van a ir a trabajar. Ni hoy, ni ningún otro 25 de Abril, porque a partir de hoy este día va a ser fiesta”.
         Un periodista de Reuter le pregunta que por qué está ahí:
         - Para derribar al Gobierno.
        - ¿Puedo ir a la redacción, contarlo, y luego volver?
        - Oiga, nosotros estamos haciendo esto para dar libertad a las personas. ¿Cree que le voy a privar a usted de la libertad de informar? Ande y vuelva cuando quiera.
          No todas las visitas son así. Tras algunos encuentros con brigadas de la policía o de batallones fieles al Gobierno a los que Salgueiro Maia convence, sin disparar un tiro, para que se unan a la revuelta, a media mañana, al capitán le informan de que se aproxima a la plaza una columna con cinco blindados escoltada por miembros de la Policía Militar y soldados de infantería al mando del general de brigada Junquera dos Reis, fiel al Gobierno. Mientras, una fragata anclada en el estuario del Tajo apunta sus baterías hacia las fuerzas de Maia. Éste, con un pañuelo blanco bien visible en la mano y una granada oculta en el bolsillo, avanza hacia las tropas de Junquera dos Reis. Éste ni se digna a salir del carro de combate en un principio al darse cuenta de que quien tiene enfrente no pasa de capitán. Salgueiro Maia se planta en medio de la calle a unos 100 metros de los tanques del general de brigada, con la intención de dialogar, solo, jugándoselo todo a una carta, encarando una muerte cierta. En su novela Soldados de Salamina  Javier Cercas define al héroe como aquel “que no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse”. Para Salgueiro Maia –y para la Revolución que se desarrolla en ese momento en todas las grandes ciudades de Portugal- ha llegado ese momento. El brigadier ordena a uno de los servidores de la ametralladora  que abra fuego. El capitán lo oye pero no recula. El soldado observa a Maia y se niega a disparar. El brigadier ordena después a los fusileros que acaben con Maia. Éste, con el pañuelo en una mano y la granada en el bolsillo del pantalón, aguanta, firme, sin moverse, sin darse la vuelta, sin rendirse, sin retroceder. Los soldados de infantería también rechazan la orden del brigadier que, de pronto, se queda solo y de pura rabia pega varios disparos al aire mientras ve cómo o su columna se desintegra y se suma a las filas de los rebeldes. 
      25 de abril 1 En esto los lisboetas han comenzado a ganar la calle, olisqueando la libertad que se presiente. Maia, con la Praca do Comércio controlada, recibe al mediodía la orden proveniente del puesto de mando rebelde de cercar y rendir el cuartel general de la Guardia General Republicana (GNR), en el centro de Lisboa, donde se encuentra, protegido por 300 hombres armados y experimentados, el dictador Marcelo Caetano. Salgueiro Maia emprende la marcha seguido de su columna de carros de combate. Esta vez cumple escrupulosamente las señales de tráfico. Lisboa es un hervidero de gente que contempla maravillada el rodar estruendoso de los tanques en dirección de la madriguera del dictador. En Largo do Carmo, Maia desplega sus hombres entre el gentío y cerca el cuartel general de la GNR. Se dan episodios chuscos, muy portugueses, propios de esta revolución cercana, alérgica a la grandilocuencia, particular e incruenta: los soldados toman posiciones cuerpo a tierra mientras niños de seis años, a su lado, los observan con admiración, con la misma cara que pondrían viendo una película. Hay vecinas que prestan al capitán la terraza de su casa porque desde ahí, según cuentan, se ve el mejor el interior del cuartel;  hay vecinos que le cuentan que Caetano puede utilizar una salida por la puerta de atrás que ellos conocen de toda la vida… Lisboa entera, en la calle, asiste asombrada, esperanzada y feliz al episodio histórico que va a cambiar su vida para siempre. Hay gente subida a los árboles, a los buzones, a los coches, la muchedumbre es tanta que los soldados, en vez de preocuparse en vigilar el cuartel que han de tomar por las armas se ocupan de acordonar la zona para no verse aún más desbordados. Comienzan a circular claveles rojos que unos  dicen que provienen de un cargamento de flores que ha quedado bloqueado en el puerto y otros de una boda que se ha quedado sin celebrar por falta de notario…
          El dictador ha comido salchichas con patatas fritas dentro del cuartel y oye cómo un capitán con un megáfono que acaba de convertirse para siempre en héroe le conmina a rendirse en diez minutos: “Diez minutos, señores, tienen diez minutos para salir con las manos en alto”.
            Entonces, a las cinco de la tarde, con la multitud enardecida y el dictador Caetano cada vez más escondido y solo y convencido de que su vida acabará en Brasil, dos altos cargos del régimen agonizante llegan al Largo do Carmo con intenciones de negociar la rendición y la salida del dictador. Y preguntan al capitán Maia:
        -¿Quién manda aquí?
         El capitán de 29 años que se ha jugado la vida horas antes ante cinco carros blindados para salvar la Revolución, que mantiene el cuartel general de la GNR cercano rodeado de soldados rodeados a su vez de una muchedumbre pacífica y exultante, el tipo que no se ha equivocado en el momento en que no tenía que equivocarse, como un verdadero héroe de novela, el militar que se entrevistará poco después con Caetano personalmente para aclarar definitivamente la rendición y que morirá muchos años después, en 1992, de un cáncer, sin aceptar jamás ningún cargo político, ese hombre, Salgueiro Maia, se encogió de hombros ante estos dos gerifaltes y sin soltar el megáfono les respondió:
             - Aquí mandamos todos

Mirando a España

Por: | 13 de abril de 2012

Rajoy y Passos Coelho
Los portugueses asisten a la galopante crisis española de la deuda y a sus coqueteos con el abismo del rescate financiero internacional como el que relee una novela que uno ya se sabe y que no le gustó mucho. Lo escribía el jueves pasado la subdirectora del Diário Económico, Helena Cristina Coelho: “Esto es el mismo folletín repetido pero con caras nuevas y en castellano”. MIrando el telediario español, recuerdan una secuencia fatal: ataques de los mercados, cotizaciones que escalan, solemnes declaraciones de que no habrá rescate, nuevos ataques de los mercados, cotizaciones que siguen subiendo, nuevas solemnes declaraciones negando el rescate… No es extraño encontrarte estos días a amigos, a dueños de tiendas, a taxistas o a vecinos que, al oírte hablar portugués con un delator acento español, se apiadan de ti y menean la cabeza con el gesto del que conoce la desgracia por la que pasas porque ya la ha atravesado. Después, muchos preguntan “¿Qué tal España?” “¿Para cuándo el rescate?” Tú les dices que no, que en España no, que todos coinciden en que no, pero ellos te miran con tal escepticismo que al final uno paga al taxista, o al vendedor, o se despide del vecino en el ascensor o del amigo en la calle y piensa si no tendrán razón, a la postre, estos tipos que, a fin de cuentas, ya han vivido todo esto.
             La mayoría sigue las noticias españolas no sólo con curiosidad sino también con el fatalismo y la pesadumbre de quien está involucrado en el asunto. Hace unos días, el Diário de Notícias, sobre una fotografía de la cara barbuda  de Rajoy, se preguntaba: “¿Y si cae España?” Hay columnistas que repiten: “Ahora España: qué miedo”.
           No es para menos: España es el principal socio económico de Portugal. El 25% de las exportaciones portuguesas (el único motor económico no averiado del todo en Portugal) acaban en España y si España cae, pues Portugal se hunde (aún más).
           Hace unos meses, en el rigodón institucional de tiras y aflojas entre el Gobierno griego y la Unión Europea para aprobar un nuevo fondo de rescate que salvara a Grecia de una nueva recaída, los portugueses también contuvieron el aliento: si Grecia recae, Portugal recaerá, por un extraño efecto contagio que sólo saben explicar bien algunos economistas o algunos magos.
          Así, mirando de reojo a izquierda a derecha, la debilitada Portugal avanza cada vez con menos equilibrio y más aprisa, salvando un río profundo, saltando de piedra en piedra…  

El retorno.

Por: | 21 de marzo de 2012

Retornados tres
A veces, basta una novela. Acabo de terminar una espléndida, que se titula O retorno, publicada a finales del año pasado en Portugal y aún no traducida al español, aunque espero que lo sea pronto. Su autora, Dulce Maria Cardoso, nacida en 1964, cuenta la historia de una familia portuguesa que debe huir atropelladamente de Luanda, (Angola), días antes de que se proclame la independencia de Portugal, el 11 de noviembre de 1975. En el último momento, cuando todos aguardan en la cocina de casa con las maletas hechas a que un pariente les vaya a buscar y les lleve en coche al aeropuerto, un destacamento de soldados independentistas se lleva preso al padre al tomarlo por racista y asesino de negros. La madre, la hija y el hijo, ambos adolescentes, parten, acongojados por la suerte del padre y la suya propia, hacia el aeropuerto, casi empujados por el pariente, que les repite que o se van en ese momento o corren el riesgo de ser también apresados. Horas después toman uno de los innumerables aviones a reventar de gente del puente aéreo Luanda-Lisboa habilitado por el Gobierno portugués para repatriar toda una muchedumbre que abandonaba para siempre su casa, su tierra y su vida, dejando atrás todo lo que no cabía en una maleta por cabeza. Los hijos pisarán por primera vez la Metrópoli, hasta ese momento una asignatura de la escuela, un mapa de colores que debían aprender de memoria, un país difuminado que les llegaba en forma de eco en las remotas batallitas juveniles de los padres o en las felicitaciones periódicas contenidas en las cartas de los primos de allá…
          Durante casi un año, la madre, la hija y el hijo vivirán absurdamente en un cuarto de hotel de lujo de Estoril abarrotado de refugiados sin nada, socorridos por unas autoridades más imbuidas en su propio proceso político democrático tras derrocar, en abril de 1974, la dictadura de Marcelo Caetano que en atender a unos ciudadanos pobres e inesperados, no muy bien vistos además por una sociedad que les acogió a regañadientes porque les considera unos advenedizos menesterosos medio extranjeros explotadores de esclavos.
            La novela cuenta, en la voz del hijo adolescente, el drama que sufrieron casi 500.000 personas que regresaron a Portugal casi de golpe por aquellos días, procedentes de las antiguas colonias lusas, principalmente Angola y Mozambique. La misma Dulce Maria Cardoso, que vivió hasta los diez años en Luanda, fue una de ellas, y su obra, más que ajustar las cuentas con la historia o los gobernantes o los políticos o la gente de entonces,  lo hace –generosamente, sin señalar a los buenos y a los malos- con ese tiempo suyo de la infancia, muchos años después. Los personajes (y quienes los inspiraron) sienten (sintieron) nostalgia por una patria perdida irremediablemente, Angola, pero también por la madre patria idealizada que no aguantó el cara a cara y en la que, a pesar de todo, tuvieron que refugiarse. Todo esto está contado con ritmo e inteligencia por un chico listo, amedrentado, espabilado, ligón y  valiente, que ve su mundo tambalearse sin que a su lado se levante otro fiable. En una de las escenas, Rui, el protagonista, le pregunta a uno de los porteros del hotel que jamás salió de Lisboa: “¿Por qué nos tratan tan mal a los retornados, por qué nos ven como portugueses de segunda?”. Y el portero le responde: “Porque tenemos miedo. Porque aquí nunca se vivió muy bien y tenemos miedo de que con vosotros se viva aún peor”.
            Muchos de estos retornados (así se les llama), que en Angola prosperaron como empresarios  u hombres de negocios, juraron, como el padre de Rui,  quemar su casa y sus industrias antes de “abandonarlas en manos de los negros”. Otros no. Adelina Amorim, una persona real que nació en Luanda y que tenía 33 años cuando huyó de la guerra con destino Lisboa, contó parte de su historia en un reportaje publicado en noviembre en Público (la novela ha generado múltiples reportajes y comentarios aquí, ya que muestra cicatrices históricas que aún supuran en Portugal). Y aclaró que su padre, propietario de una empresa de transportes, se negó a destruir lo que había levantado en África al salir: “Dejó su flota de camiones perfectamente alineada frente a la puerta de la fábrica, con la documentación de cada uno en el asiento del copiloto y las llaves puestas. Después se fue”.

Es Carnaval: ¿Trabajamos o no?

Por: | 22 de febrero de 2012

 Carnaval

La cuestión del martes de Carnaval en Portugal es peliaguda: en rigor, no es fiesta oficial y depende del Gobierno de turno concederla, cosa que se lleva a cabo desde hace décadas, lo que ha generado ya una especie de tradición. Pero este año, el Gobierno del conservador primer ministro Pedro Passos Coelho, decidió negar el derecho adquirido con el tiempo. Y justificó su decisión con un razonamiento, a su juicio, infalible: en un año de apreturas como el actual en el que, además, por ley y por mor de la productividad, se van a suprimir varias fiestas oficiales y varias religiosas,  no tiene mucho sentido otorgar un día festivo de gracia. Pero no todos los dirigentes estaban de acuerdo con la idea y muchos alcaldes (entre los que se cuenta el de Lisboa, del Partido Socialista portugués) dieron fiesta a su personal en una suerte de desafío político. También hay muchas empresas en cuyos convenios colectivos figuraba el Martes de Carnaval como día feriado. Y se han respetado.
            Así las cosas, nadie sabía muy bien si Lisboa estaba de fiesta el martes o no. Las tiendas hicieron lo que les vino en gana y la mayoría cerraron. Pero los ministerios trabajaron. Y los tribunales, aunque a medio gas, también, aunque  muchos juicios se pospusieron para días laborables más claros. Los niños no fueron al colegio porque era fiesta, pero las escuelas abrieron y los profesores acudieron porque dependen del Ministerio de Educación. Los metros y los autobuses de las ciudades del país funcionaron a medias por aquello de los convenios. Además, una huelga de maquinistas (convocada por obligarles a trabajar en festivo) lo complicó todo más aún. En la calle, con un sol espléndido, señal de que el invierno se bate en retirada, había cierto confuso ambiente festivo, un aire casi dominical que ningún Gobierno puede liquidar a base de decretos. Pero la Asamblea de la República, para dar ejemplo, se cargó con una agenda densa y una visita simbólica: la mismísima (y temida) troika, que se entrevistó con la presidenta del Parlamento y asistió a una comisión de Economía. Casi al mismo tiempo estaba prevista una rueda de prensa del Grupo Ecologista portugués para pedir, precisamente, que el Martes de Carnaval sea feriado, por ley, y para siempre.
              Todo fue así, contradictorio, paradójico. Como el mensaje del tipo que el viernes pasado, disfrazado de diablo, acudió junto a una charanga carnavalesca a la residencia oficial del primer ministro para protestar por la crisis y alzó una pancarta que rezaba: “Yo quiero trabajar en Carnaval, pero estoy en el paro”.

78.000 millones de pasteles de nata

Por: | 27 de enero de 2012

Pastel_de_Nata
Hace unas semanas, el ocurrente ministro de Economía portugués, Álvaro Santos Pereira, aseguró que Portugal necesitaba internacionalizarse a fin de potenciar las exportaciones. Y después, con una sonrisa, lanzó, medio en broma medio en serio: “¿Por qué no crear una franquicia de los pasteles de nata?” 
Los pasteles de nata, ya saben, son esos dulces célebres que se encuentran en todas las pastelerías de Lisboa, hechos a base de bizcocho y crema, con aspecto de tartaletas y a los que se les suele añadir canela encima. El mejor exponente del producto son los fabricados por una pastelería de Belem situada al lado del monasterio de los Jerónimos con una receta y un primor exclusivos capaces de atraer a millares de turistas en una sola tarde. No es raro que la cola del monasterio sea mucho más corta que la cercana de la pastelería citada.

Una vez, una mañana laborable de invierno, fui a Belem a hacer un reportaje de una momia egipcia con cáncer (sic, cosas del periodismo) y, antes de entrevistar al director del Museo Arqueológico Nacional donde dormía (y duerme) la momia, me senté en la pastelería en cuestión –a esa hora casi vacía- y pedí, más por cumplir con el rito que por glotonería (no soy muy goloso), un pastelito de esos. Me lo comí mientras pensaba en las vueltas que da la vida para que uno acabe indagando en Lisboa sobre la enfermedad que mató 2.300 años atrás en Egipto a un tipo que ni siquiera sabía que la padecía. Les diré que después olvidé a la momia y a los laberintos del azar que te llevan y te traen para pedir otro pastelito al camarero con una urgencia que me sorprendió incluso a mí. Estaban exquisitos y si no pedí un tercero fue porque llegaba tarde a la cita.   

Pero volvamos al ministro y a su frase. A los portugueses les encanta la sorna y la ironía y el asunto, claro, se prestaba a ello. El hombre, envuelto en la negociación de una reforma laboral a cara de perro se convirtió (aún lo es), en el Ministro de los Pastelitos de Nata. Hubo bromitas, dibujos de la bandera de Portugal con el dulce en vez del escudo, chistecillos, caricaturas de Álvaro Santos Pereira tocado con gorro de chef mostrando la receta del dulce e, incluso, comentarios del primer ministro, Pedro Passos Coelho, quien aseguró (también medio en serio, medio en broma), que ya estaba bien de hablar de la pastelería portuguesa porque les iban a tomar a todos por unos golosos.
El cómico Ricardo Araújo Pereira, en un artículo reciente en el semanario Visão, aseguraba que la idea de exportar pasteles de nata no era mala en absoluto. Y añadía que bastaba con vender a un euro cada pieza y echar cuentas para acabar con la deuda que ahoga el país. 78.000 millones de euros fue lo que Portugal ha pedido a la troika para evitar la bancarrota. Así que hay que vender 78.000 pasteles de nata. Como en la Tierra hay 7.000 millones de habitantes, es suficiente, añadía, con que cada uno se coma 11 pastelitos para que acaben los problemas de Portugal. Así de fácil. Además, añadía Araújo Pereira, el país, que se iba a convertir en el primer exportador mundial de colesterol, podría explotar ciertas terapias contra este mal y ganarse un merecido sobresueldo.   
Lo más desconcertante de la historia es que cuando ya la polémica y el pitorreo empezaban a remitir aparece una empresa que, verdaderamente, va a explotar los derechos en franquicia del pastel de nata y que tuvo la idea mucho antes de que el ministro lanzara la famosa frase. La empresa se llama Gestão de Marcas e Franchising y la historia la publicaba hoy el diario Público.
 Lo dicho: las vueltas que da la vida.
 

El jardín-metáfora

Por: | 17 de enero de 2012

Amoreiras
Hay una plaza en Lisboa. Se llama Praça das Amoreiras, que quiere decir Plaza de las Moreras. Se encuentra al norte de la ciudad, entre el trepidante y algo caótico Largo do Rato, lleno siempre de coches, y el centro comercial As Amoreiras, un complejo de tres edificios-mastodontes de cristal, acero y cerámica. En medio, ya digo, la bella y silenciosa Praça das Amoreiras. 

Es una suerte de isla en calma rodeada de espantos urbanísticos, de avenidas modernas o solares abandonados a su suerte. De planta rectangular, se encuentra delimitada en un lado por los arcos del viejo y monumental acueducto de agua y esconde una ermita, una fuente de piedra, un quiosco al aire libre para tomar café en invierno y en verano, un jardín y un parque con columpios. Lo que no hay ya son moreras: fueron plantadas en el siglo XVIII por orden del Marqués de Pombal para abastecer la cercana fábrica de sedas. Pero cerró la fábrica y las moreras desaparecieron.

El otro día, en una fría mañana de sol,  me senté a una de las mesas del quiosco y leí allí los periódicos, llenos, como acontece desde hace meses en Portugal, de malas o medianas noticias económicas. Hubo una sintomática: los portugueses han elegido, como palabra clave del año pasado, el término “austeridad”. “Esperanza” quedó en un meritorio segundo lugar, a muy poca distancia. La tercera posición, sin embargo, es para un sustantivo concreto y amenazante: “troika”. Pensé que los portugueses habían elegido bien, colocando a la esperanza en medio del sandwich: como si fuera una isla también.  

Por eso, si algún día vienen a Lisboa y la cosa anda mal (como ahora), suban hasta la Praça das Amoreiras y tomense un café en este hermoso lugar emplazado en medio del caos pero adonde el caos no llega.   

El País

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