A ver si nos
aclaramos. El ministro de Economía griego, Yanis Sturnaras, acaba de declarar
que lo peor de la crisis ha pasado, pero a la vez los europeos creen que
lo peor de la crisis está por llegar. El FMI alaba los progresos hechos por
Grecia “en medio de una crisis económica voraz”, y Atenas se felicita por
hollar la senda correcta. El mismo día, en España, un leve descenso del paro (46.000 personas) mueve al optimismo más “esperanzador” a algún que otro dirigente del
Partido Popular. ¿De verdad hay motivos para alegrarse?
Portugal despedirá a 30.000
funcionarios.
Chipre prescindirá de 4.500 –como poco- hasta 2016. En
España están a pan y agua, sin paga de Navidad, con menos moscosos y el sueldo congelado, y en Irlanda por el estilo. Pero el tijeretazo que Grecia va a darle a su Administración
no tiene parangón, como tampoco el tamaño del Estado (y de la deuda pública, que
el
FMI subraya “sigue siendo muy alta”). La primera condición de la
troika para aflojar el dinero de los dos rescates no ha variado un milímetro:
hasta 2015 hay que adelgazar el sector en
150.000 contratos
–un 30% del total.
Atenas aspira a matrícula, y asegura que su objetivo es reducir 180.000 puestos.
Gracias
a una ley de 1911 que aseguraba los puestos de trabajo público frente a los
cambios de gobierno, los funcionarios griegos –incluso los mangantes o los
corruptos, hasta que se demostrara que lo eran, lo cual llevaba años- han estado protegidos. Por eso
la cosa pública se ha convertido en un ente elefantiásico sobre el que reposan
los peores vicios del sistema político: el clientelismo, el nepotismo y
toda esa serie de pecados ligados a la urdimbre de privilegios y relaciones. Y
estrechamente relacionados con la servidumbre que se depara al poder, sea este
celestial o prosaico. Quien haya presenciado el ocasional besamanos de
ciudadanos de a pie –campesinos, jubilados, mujerucas isleñas- al gobernante de
turno, idéntico al que se reserva para las dignidades de la Iglesia, sabrá de
qué estamos hablando.
Nadie
se pone de acuerdo sobre el número exacto de trabajadores del sector público.
Hace ahora tres años, cuando arrancó el viacrucis de ajustes, los sindicatos
recurrían a la cuenta de la vieja para calcularlo. Adedy, el sindicato público
mayoritario, cifraba su número en unos “setecientos y pico mil”
y su porcentaje sobre la fuerza de trabajo, “entre un 10% y un 20%”. El actual viceministro de Economía,
Jristos Staikuras, que en 2010 era portavoz parlamentario de la opositora Nueva Democracia (hoy en el poder, al frente del Gobierno
tripartito), lanzaba imprecisiones (y confusión): “Ni
siquiera el Gobierno [del socialista Pasok] lo sabe. ¿Quizá unos 670.000?”.
Tirando
de hemeroteca, he aquí el bosquejo de la maraña de la Administración que hacía en 2010
el actual ministro de Economía, Yanis Sturnaras (entonces, profesor
universitario y director del think tank
Iobe): “[Sólo] Entre
2004 y 2009, se han creado en Grecia 75.000 puestos en la Administración y 300
organismos públicos nuevos”. Ese periodo incumbía a un Gobierno conservador
(y al reflujo entusiasta, económicamente hablando, de los Juegos Olímpicos de
2004). En 2010, 1.700 empleados daban servicio a
los 300 diputados en el Parlamento griego, es decir, casi seis trabajadores (y seis sueldos)
por escaño.
En Boomerang. Viajes al nuevo Tercer Mundo europeo
(Ediciones Deusto), un entretenido libro publicado en 2011, el periodista Michael Lewis dibuja un
demoledor escenario del descontrol público. Tras años de barra libre
crediticia, y una deuda contraída sin supervisión alguna –ni propia ni ajena-,
“al final, lo que los griegos quisieron hacer, una vez que se apagaron las
luces y se quedaron solos y a oscuras con un montón de dinero prestado, fue
convertir su gobierno en una piñata repleta de dinero y dejar que sacara tajada
de ella el mayor número posible de ciudadanos” (pag. 62). En una docena de años,
el gasto de personal público se duplicó, recuerda Lewis; organismos
como los Ferrocarriles, que funcionaban como una tortuga renqueante y
deficitaria, tenían entonces unos gastos de personal de 400 millones (un
promedio de 65.000 euros al año por trabajador) frente a unos ingresos de 100, y
unos cuantos cientos más en gastos. En esa época había tres empresas de Defensa
propiedad del Gobierno, mientras en Atenas el transporte ferroviario dependía
de tres compañías (públicas, of course)
distintas.
Pero el
principal problema del sector público griego es su disfuncionalidad, más que su
dimensión mostrenca: su tamaño está por debajo de la media europea, según
estadísticas de 2011 del Banco Central Europeo: frente al 38% que supone en
Bélgica o el 31% en Francia, en Grecia el sector público representa sólo el 29% de la fuerza laboral del país
(algo más de cinco millones). Así las cosas, y mientras la crisis siga acuciando, aquel
mensaje del trabajo para toda la vida que los padres inoculaban en los hijos resulta
inapropiado (y falso), aquí y en Salónica. Ya no hay trabajos para toda la vida; porque ahora
la vida, y los trabajos, se conforman con ser remiendos de ratos.