La iglesia de San Basilio y la torre Spasskaya desde la plaza Roja.
Si eres mujer, vives en Rusia y no has recibido flores a principios de marzo, bien puedes sentirte frustada. Porque aquí el Día Internacional de la Mujer no solo equivale a San Valentín, sino que se alarga durante varias jornadas de flores, más flores y flores por doquier (ni idea de dónde salen, suponemos que no de debajo de la nieve). Además, el 8 de marzo se eleva a la categoría de fiesta nacional y de símbolo de la lucha por los derechos de las mujeres. En Rusia, un país donde el feminismo es considerado por el poder como un elemento subversivo.
Llegamos a Moscú el 8 mapta, viernes, y nos recibe una ciudad abarrotada de gente aprovechando el puente, de ramos de rosas y tulipanes y de banderas jalonando cada esquina. Se respira ambiente festivo en la Plaza Roja, con las famosas cúpulas de la iglesia de San Basilio recortadas contra un cielo azul. Pero unas calles más allá, en Pushkinkaya, una manifestación a favor de la igualdad de la mujer se disuelve a la hora y media y termina con 17 detenidos. Esa misma mañana, frente a la sede moscovita de los cuarteles del Servicio Federal de Prisiones, una marcha pacífica por la libertad condicional de María y Nadezhda, las dos Pussy Riot que siguen encarceladas, termina con otra ola de detenciones. Todo esto lo leemos al día siguiente en un ejemplar del Moscow Times que nuestro compañero de habitación, Constantin, nos regala como para recordarnos que hay que mirar más allá.
Pétalos de rosa y anuncios incitando a regalar un abrigo de pieles, de esos que nunca pasan de moda, pero en Rusia mueren cada año 14.000 mujeres al año por violencia doméstica. Que se sepa. Y después de un primer día en Moscú vemos la ciudad con otros ojos. Cierto es que al llegar nos maravilla la bulliciosa Plaza Roja, la imponente Catedral de Cristo el Salvador, el majestuoso Kremlin, las montañas de nieve impoluta, las aceras sin charcos y una temperatura más llevadera de entre -10 °C y -2 °C; un clima más amable que el de San Petersburgo, de donde llegamos tras siete horas de tren. Moscú tiene fama de ser más cosmopolita que su hermana pequeña del norte, y lo confirmamos después de tres días recorriéndola.
La fachada de la capital rusa está muy occidentalizada: cientos de cadenas de restaurantes de comida rápida, centros comerciales de lujo cada varias manzanas (en la imagen, venta de flores en el Gum de la Plaza Roja) y una vibrante vida nocturna. Aunque para más de uno que hace eses por los subterráneos de la ciudad la juerga comience bastante antes. Los metros son viejas carcasas grises que parecen a punto de desmoronarse al entrar velozmente en las estaciones; pero funcionan de maravilla: frecuencias cada dos minutos o menos y un precio por viaje de unos 70 céntimos de euro que además da derecho a unas clases de historia en forma de murales y mosaicos en cada estación.
Además del periódico, Constantin nos ha dado otro punto de vista. Es ruso y es negro. Un negro nacido en un país blanco. Y también es un emprendedor nato, o al menos, un emprendedor. Quizá aún no le ha salido bien, pero es que el camino para llegar a hacerse la cama en una litera desvencijada de una habitación compartida donde lleva dos semanas esperando su oportunidad –un congreso de turismo que se celebra este mes en Moscú y donde pretende hacerse un hueco- no ha debido de ser fácil. “No voy a usar la palabra racismo porque no me gusta”, y continúa: “Pero noto ciertas sensibilidades hacia mi color de piel. Y más en Moscú que en San Petersburgo”, anota, pese a todo su “cosmopolitismo” de escaparate. Constantin reconoce que hay una gran brecha entre las generaciones pasadas y los jóvenes, y que Rusia, poco a poco, está cambiando. “Proliferan los fast-food y los smartphone, pero las formas y la mentalidad aún tienen un poso soviético. Las cosas cambiarán también para los negros, aunque a un ritmo todavía más lento del que lleva el país en general”.