El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Del frío siberiano al calor tropical, devorando meridianos rumbo a las Antípodas. Porque se puede viajar de Europa a Australia sin coger un avión. Este blog pretende relatar lo vivido en una ruta en la que se cruzan personas, curiosidades, tradiciones y consejos. Cabe de todo, menos los atajos.

Sobre los autores

Leyre Pejenaute y Javier Galán

"Si te pusieses a cavar un agujero en el suelo, y cavases sin parar, acabarías llegando a Australia". La pequeña Leyre Pejenaute lo intentó con su pala de plástico, pero solo llegó a meter un pie. Sin embargo, la fascinación por esa idea nunca le abandonó. Quizás por eso se le quedó pequeña la carrera de Derecho, los periplos de ida y vuelta por Europa y América, las temporadas en Italia y Reino Unido y los diversos trabajos rutinarios frente a un ordenador. De lo que nunca se cansó fue de contar historias. Ahora se ha dado cuenta de que es más práctica una mochila que una pala. Y aunque tenga que dar un buen rodeo en lugar de ponerse a cavar, va a volver a intentarlo.

Si se acepta que los continentes son cinco, a Javier Galán solo le queda por respirar el aire de Oceanía. Ha dejado de planear los viajes en casa, porque sabe que un vistazo a una guía o una conversación en un hostal pueden darle un giro de miles de kilómetros a la ruta inicial. Le ha pasado en Europa, al sur de Sudamérica, en India y Estados Unidos. Estudió Derecho y Periodismo pensando que las hojas de papel se parecen tanto que se olvidan, mientras que lo que ocurre en tránsito se queda marcado. Ahora actualiza y alarga un viejo proyecto porque ha encontrado a una compañera; si lo llega a hacer solo se habría olvidado de hablar.

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24 mar 2013

Moscú, el comienzo del Transiberiano

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Detalle Plaza Roja
La iglesia de San Basilio y la torre Spasskaya desde la plaza Roja.

Si eres mujer, vives en Rusia y no has recibido flores a principios de marzo, bien puedes sentirte frustada. Porque aquí el Día Internacional de la Mujer no solo equivale a San Valentín, sino que se alarga durante varias jornadas de flores, más flores y flores por doquier (ni idea de dónde salen, suponemos que no de debajo de la nieve). Además, el 8 de marzo se eleva a la categoría de fiesta nacional y de símbolo de la lucha por los derechos de las mujeres. En Rusia, un país donde el feminismo es considerado por el poder como un elemento subversivo.

Llegamos a Moscú el 8 mapta, viernes, y nos recibe una ciudad abarrotada de gente aprovechando el puente, de ramos de rosas y tulipanes y de banderas jalonando cada esquina. Se respira ambiente festivo en la Plaza Roja, con las famosas cúpulas de la iglesia de San Basilio recortadas contra un cielo azul. Pero unas calles más allá, en Pushkinkaya, una manifestación a favor de la igualdad de la mujer se disuelve a la hora y media y termina con 17 detenidos. Esa misma mañana, frente a la sede moscovita de los cuarteles del Servicio Federal de Prisiones, una marcha pacífica por la libertad condicional de María y Nadezhda, las dos Pussy Riot que siguen encarceladas, termina con otra ola de detenciones. Todo esto lo leemos al día siguiente en un ejemplar del Moscow Times que nuestro compañero de habitación, Constantin, nos regala como para recordarnos que hay que mirar más allá.

Centro comercial de Moscó en el 8 de MarzoPétalos de rosa y anuncios incitando a regalar un abrigo de pieles, de esos que nunca pasan de moda, pero en Rusia mueren cada año 14.000 mujeres al año por violencia doméstica. Que se sepa. Y después de un primer día en Moscú vemos la ciudad con otros ojos. Cierto es que al llegar nos maravilla la bulliciosa Plaza Roja, la imponente Catedral de Cristo el Salvador, el majestuoso Kremlin, las montañas de nieve impoluta, las aceras sin charcos y una temperatura más llevadera de entre -10 °C y -2 °C; un clima más amable que el de San Petersburgo, de donde llegamos tras siete horas de tren. Moscú tiene fama de ser más cosmopolita que su hermana pequeña del norte, y lo confirmamos después de tres días recorriéndola.

La fachada de la capital rusa está muy occidentalizada: cientos de cadenas de restaurantes de comida rápida, centros comerciales de lujo cada varias manzanas (en la imagen, venta de flores en el Gum de la Plaza Roja) y una vibrante vida nocturna. Aunque para más de uno que hace eses por los subterráneos de la ciudad la juerga comience bastante antes. Los metros son viejas carcasas grises que parecen a punto de desmoronarse al entrar velozmente en las estaciones; pero funcionan de maravilla: frecuencias cada dos minutos o menos y un precio por viaje de unos 70 céntimos de euro que además da derecho a unas clases de historia en forma de murales y mosaicos en cada estación.

Además del periódico, Constantin nos ha dado otro punto de vista. Es ruso y es negro. Un negro nacido en un país blanco. Y también es un emprendedor nato, o al menos, un emprendedor. Quizá aún no le ha salido bien, pero es que el camino para llegar a hacerse la cama en una litera desvencijada de una habitación compartida donde lleva dos semanas esperando su oportunidad –un congreso de turismo que se celebra este mes en Moscú y donde pretende hacerse un hueco- no ha debido de ser fácil. “No voy a usar la palabra racismo porque no me gusta”, y continúa: “Pero noto ciertas sensibilidades hacia mi color de piel. Y más en Moscú que en San Petersburgo”, anota, pese a todo su “cosmopolitismo” de escaparate. Constantin reconoce que hay una gran brecha entre las generaciones pasadas y los jóvenes, y que Rusia, poco a poco, está cambiando. “Proliferan los fast-food y los smartphone, pero las formas y la mentalidad aún tienen un poso soviético. Las cosas cambiarán también para los negros, aunque a un ritmo todavía más lento del que lleva el país en general”.

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20 mar 2013

Romper el hielo en San Petersburgo

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Interior de la Iglesia de la Sangre Derramada, en San Petersburgo
¿Por qué hay tantas imágenes de algo tan fugaz como la caída de un meteorito sobre Yekaterinburgo, capital de los Urales? Pues porque es una ciudad rusa, y en ellas muchos conductores instalan cámaras en sus coches para grabar sus trayectos. ¿Y por qué lo hacen? Para evitar multas injustas y sobre todo, porque tienen enemigos: hay peatones rusos que parecen tener un deseo oculto de morir contra un capó; o más bien de sobrevivir para cobrar una indemnización por atropello, como se ve en estos vídeos. 2.500 kilómetros al noroeste de los Urales, en San Petersburgo, las cámaras de los salpicaderos se limitan a grabar, la mayoría del tiempo, el maletero del vehículo de delante. Los atascos son interminables en esta ciudad joven (fue fundada en 1703 por el emperador “Peter” el Grande) pero revestida de una solemnidad imperial que le echa siglos encima. A nuestra primera parada del viaje hemos llegado volando, tras desestimar un autobús, que era más caro y tardaba algún que otro día de más por países ya conocidos. En San Petersburgo nos hemos aclimatado a la intensidad del frío ruso y a la supuesta gelidez del carácter de sus gentes.

Fiarse de la primera impresión es errar. En cuanto al clima, llegas al aeropuerto y te reciben enormes estampas de una ciudad verde y floreada; sales de la terminal y el hielo ya no se despega de tus suelas. Te recibe una noche gélida de -15°C que se mofa de las prendas occidentales porque no incorporan pieles de ningún animal, tan comunes aquí. Sobre el carácter ruso, y obviando la antipatía inherente a los agentes de aduanas, sorprende cómo se tratan entre ellos. No se saludan, si les sonríes no te devuelven la sonrisa, y al chocarse con alguien en la calle ni siquiera miran.

Pero hay algo que parece mellar su coraza, un destello de curiosidad que suaviza su férrea expresión. Es nuestra esperanza después de unos días aquí. Solo hay que romper el hielo esforzándose por farfullar alguna expresión en su idioma. Al oírlo se vuelven receptivos, pacientes, pedagógicos con la pronunciación. Se ríen, pero no sientes que sea a tu costa. Lo hemos comprobado en restaurantes y cafeterías, donde conviene entrar cada cierto tiempo para evitar congelarse.

Niños jugando en un parque de San Petersburgo (Rusia)Claudio, un brasileño de Río de Janeiro que se nos acerca en el albergue, nos cuenta que se ha hecho con un gorro y unos guantes de pelo de reno, al más puro estilo ruso, por unos 30 euros al cambio. Lástima que nada más estrenarlos un hombre le haya robado uno en el metro. “Sentí un empujón y al salir ya no tenía guante, ¡con tanta ropa no tengo sensibilidad!”. Claudio coincide en que, en cuanto te sales del patrón por el que los rusos entienden que hay que hacer las cosas, se quedan mirándote y pierden su seriedad.

Uno de los lugares donde no se pasa desapercibido es la Oficina Central de venta de billetes de tren. Implica dar muchos datos y aunque nos lo preparamos en ruso, una chica que habla inglés termina por ofrecerse a ayudarnos. Con los indescifrables billetes de tercera clase para Moscú en el bolsillo, salimos frente a la iglesia de Kazan, esa rodeada de césped y turistas en manga corta en las postales, y que ahora tiene una capa de nieve que supera la rodilla.

Porque la imagen de San Petersburgo que se promociona es la de julio, la de las noches blancas, cuando el sol apenas se pone. Pero su verdadera cara es la de un crudo invierno que durante ocho meses al año marca el compás y el aspecto de la ciudad. El hielo sucio se convierte en un segundo asfalto. Luego llega la nevada diaria y repentina. Un ciclo en que la nieve se posa, se compacta y se deshiela en cuanto sale el sol. Las aceras se pueblan de charcos y barro. De los canalones y tuberías penden témpanos de hielo. La polución de los coches, la sal que evita que las avenidas se hielen y el barro omnipresente se unen para darle a las calles un aspecto descuidado. Las matrículas de muchos coches no se ven por la capa de suciedad que los cubre. Algunos limpian diligentemente el contorno de los números, que no el resto.

Pero que no engañe esta estampa poco halagüeña. La ciudad tiene un encanto del que carecen las fotografías turísticas de cielos azules, por mucho que no sepas cuándo paseas por la playa que hay en la zona norte del río Neva y cuándo caminas por el río. El estuario sobre el que se asientan los 365 puentes que cruzan los canales de esta Venecia del norte está cubierto por una gruesa capa de hielo. La superficie donde inverna el agua está surcada de pisadas. Grupos de pescadores pasan la mañana sentados junto a sus taladros manuales. Lo hacen a la sombra del Hermitage, uno de los museos más grandes del mundo, con más de tres millones de obras. No se tarda menos de cinco horas en recorrer sus casi cuatrocientas salas dedicadas a artistas como Picasso, Rubens, Rodin, Matisse o Delacroix. Cómo es posible caldear semejante edificio se nos escapa. 

Será por la práctica: son expertos en abstraerse del clima invernal. Los escaparates solo muestran ropa de verano de la que presumir en los interiores. Cualquier lugar cerrado está lleno de radiadores y abrigos bajo el brazo: el metro, las galerías comerciales de cientos de metros de largo, los baños públicos. La calefacción no se suele poder regular en los alojamientos: desde la ventana de nuestro albergue veíamos cómo la gente en sus casas iba en bikini y pantalón corto.

Iglesia de la Sangre DerramadaFuera quedan los parques, con niños que juegan con cubos y palas que creíamos de uso exclusivo en la arena. Si son bebés, el pasatiempo de los abuelos es darles interminables paseos en carrito hasta encontrar una rampa de nieve donde caiga alguno de los escasos rayos de sol. Si ya son niños, tratan de perseguirles para agarrarles de la capucha y evitar resbalones.

En el exterior de la Iglesia de la Sangre Derramada, que tardó 24 años en construirse y casi 30 en restaurarse, los resbalones no son lo único que llama la atención. Las amigas de una novia le ponen sobre los hombros un plumífero blanco para hacerle fotos frente a las cúpulas de colores chillones que desentonan con la austera arquitectura de San Petersburgo. A su alrededor merodea la familia, contentos por el enlace y porque parece haber barra libre de cierta bebida espumosa roja.

Se sigue una vida alejada del turismo veraniego. En cuatro días no hemos escuchado una palabra de castellano. Veremos si es igual en Moscú, hacia donde nos dirigimos. Iliana, una trabajadora del metro a la que preguntamos de qué estación salen los trenes a Moscú nos advierte de que la capital es más cara y malhumorada; pero también de que “San Petersburgo es la cabeza de Rusia y Moscú, el corazón”.

El País

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