Corea del Sur no es el país más conocido de su región, ni tampoco el más popular entre los turistas. A la hora de plantearse un viaje a un único destino, la competencia a su alrededor es feroz. Desde occidente le engulle el gigante chino; al este se encuentra ese Japón que, siempre presto a la conquista, tantos problemas le ha dado históricamente; al norte sobrevuelan la inmensidad rusa y, a dos pasos de casa, las hostilidades recurrentes de Kim Jong-un: un conflicto latente que desde fuera oscurece lo demás. Nos ocurrió a nosotros, que llegamos sabiendo poco sobre ellos más allá de las constantes tensiones con sus vecinos del norte. Pero nos hemos topado con motivos para darlo a conocer, de esos no mencionados en las guías turísticas, que te asaltan en sus calles, entre sus gentes. La monstruosa Seúl, superpoblada, frenética capital, es un escaparate donde golpea el choque cultural. Aquí van 10 de esos detalles que nos dejaron boquiabiertos. Y podrían haber sido más.
1. La vida a través de una pantalla. Hay quien no se separa de los móviles ni dentro de las
aguas termales de los baños públicos ni en las barquitas a pedales de un lago. Hacerlos
resistentes al agua arrasaría en este mercado, porque aquí los teléfonos
móviles de última generación más que implantados están enraizados. Los aparatos,
monopolizados por la marca nacional por excelencia, son enormes; sobrepasan la
capacidad de una mano y crean una ilusión de prótesis futurista. Siempre están:
se llevan fuera de bolsos y bolsillos, enfundados en plásticos que recrean a
personajes animados. En el metro no falla: más de tres cuartas partes del vagón
marcha ensimismada con las pantallas, algunas de las cuales llevan acopladas
pequeñas antenas como las de las antiguas radios portátiles, para aumentar la
cobertura con que no perderse un minuto del programa de la tele.
2. Turismo gastronómico. Roza lo imposible encontrar una sola calle en toda la ciudad en
que no se pueda adquirir comida, cocinada o empaquetada. No importa la hora que
sea o la especialidad culinaria del restaurante en cuestión: nunca estará
vacio. Esto también es aplicable a los puestos callejeros. De hecho, no tenemos
claro si almuerzan, comen, pican algo, meriendan, cenan o recenan. La variedad
de comida es apabullante y los precios son irrisorios: por 5 euros puedes comer bien,
por 10 tener que dejarte cosas – es lo que se espera que hagas -, y por 15
atiborrarte de exquisiteces. Creemos que venir a este país por puro turismo
gastronómico es más que respetable. No hay que irse de Seúl sin probar, al
menos, el bibimbap (vegetales, huevo
y arroz), el bulgogi (carne de vaca a
la parrilla) y los restaurantes barbacoa del háztelo tú mismo. Y por supuesto,
probar fortuna en los puestos callejeros, con una oferta digna de los sobres
sorpresa de los tenderetes.
3. Tapa de kimchi. En cuanto el cliente se sienta a la mesa de un restaurante
aparece una botella de agua y un número indeterminado de cuencos que llamaremos
tapas. No esperan que te los comas todos, son una mera guarnición, pero si lo
haces se irán rellenando al instante. Entre trocitos de carne, setas,
pececillos y toda clase de vegetales, sobresale el kimchi (en la imagen, lo rojo del cuenco blanco); la omnipresente comida nacional. Verdura en una amplia
extensión de la palabra, pues es desde col a lechuga, desde soja a pepinillos,
hojas o trozos fermentados con pimienta roja para que puedan ser almacenados
durante mucho tiempo. La tradición proviene de acumular comida sana para los
largos inviernos, y las familias mantienen en secreto sus propias formas de
elaborarlo. No hay dos kimchis
iguales y las variedades oficiales superan los cientos. Gracias al kimchi aprendimos la norma básica de la
cocina coreana: si es rojo, pica.
4. No es rojo, pero también pica. Por algo lo llaman “agua de fuego”. Es el soju, la bebida alcohólica más extendida en Corea del Sur, una garantía de efervescencia instantánea y de jaqueca al día siguiente. Transparente y barata, insípida y entumecedora, no supera los 20 grados y viene en botellines verdes que cuestan entre dos y cinco euros. Se bebe a chupitos en las cenas con gran desenvoltura. Como el resto de bebidas, se espera que te lo sirva tu acompañante. Lo de servirse en tu propio vaso muestra ansiedad y mala educación.
5. Perros que pasean en brazos. “Hemos pasado de que la generación de nuestros abuelos se
comiese a los perros a tratarlos como a personas… o mejor”, nos comentó June, una
joven profesora de primaria. Aquí los perros que triunfan son del tamaño más
pequeño necesario para que puedan llamarse así, y no caminan fuera de casa. Por
la calle marchan en el regazo de sus dueños o en carritos. En algunos se
comprende, porque llevan atuendos que complican seriamente la movilidad de los
cuartos traseros. Las mechas fosforitas no molestan, pero llaman la atención.
Aunque para quien esté interesado, en Seúl sobreviven varios locales orgullosos
de su sopa de perro, y parece que pese a la brecha generacional no les faltan
clientes.
6. La primera impresión es esencial. La reverencia da la bienvenida a una relación de
cordialidad. En un país que cuida tanto el trato de cara al público es
esencial, por lo tanto, encargar a alguien que la haga en las entradas de los
negocios. Si el acceso al centro comercial se hace por el aparcamiento, el empleado encargado de dirigir el tráfico también debe inclinarse ante cada
nuevo coche, aunque esté lloviendo a jarros. Si en la puerta a una tienda de
cosméticos en una avenida de feroz competencia hay que coger una cestita para
los productos, serán chicas uniformadas las que las entreguen reverencialmente.
Y si el presupuesto no da para contratar a alguien que solo se dedique a
inclinarse ante potenciales clientes, la opción es instalar un maniquí
robotizado que haga reverencias sobresaltando a los transeúntes.
7. Mi luz es tu atención. En cualquier ciudad surcoreana se pueden localizar las
iglesias porque el símbolo de la cristiandad se ilumina en lo más alto de estos
edificios por las noches. Cruces de llamativo rojo penetrante despuntan en la
capital de un país donde casi uno de cada tres habitantes es católico. Pero
este punto no va de religión, sino de iluminación. Lo de las iglesias es solo
la consecuencia lógica de la capacidad que tiene la luz para captar la atención
humana. Todo negocio – y hay muchos – muestra su cartel luminoso en la puerta.
Y como algunos tienen que conformarse con una segunda, tercera, o séptima
planta, pues más grandes deben instalarlos para ser vistos desde la calle. La
consecuencia son bosques de luces nocturnas que le dan un tono a la ciudad con
el que su cara gris aluminio de despertar diurno no puede competir.
8. Las falsificaciones están a la orden del día. Pero el concepto no es el de burdas imitaciones que se
venden clandestinamente sobre una manta. Aquí se eleva a la categoría de
homenaje, de inspiración. A cualquier marca le salen primos, y con locales
propios más grandes incluso que las de las marcas originales. Si en una calle
hay un The Body Shop, en los
alrededores habrá un The Face Shop y
un The Beauty Shop con los mismos
caracteres. Conocidas cadenas de café, comida rápida y productos de belleza tienen sus calcos
descarados, y lo mismo las marcas de ropa de montaña: a los de The North Face les salen réplicas
maquilladas como The Red Face, The Black
Face o The Noble Face. Todas con sus campañas publicitarias y con el año en
que se fundaron bien presente.
9. Complementos sin vergüenza. La piel femenina huye del sol, sobre todo en la mediana
edad. Aun a riesgo de aventurarnos demasiado, podemos crear una teoría: si en
un grupo de turistas que se pasea por tu ciudad las mujeres llevan unas viseras
versión extragrande, son surcoreanas. “No les gusta nada el sol, se protegen
con lo que sea; algunas incluso llevan mascarilla porque las viseras no siempre
cubren la zona de la barbilla”, nos explicó Jim, guía turístico en uno de los
grandes palacios de Seúl . A este complemento habría que añadirle los baberos tamaño
delantal que proporcionan en los restaurantes y los tan comunes guantes que
interponen una barrera aséptica entre las manos y el resto del mundo. Es fácil
cruzarse con personas a las que no se les ve ni un centímetro de piel.
10. Vestir igual que tu pareja es molón. Sirve para proclamar tu amor al
mundo. No simplemente el mismo color de sudadera, sino la misma sudadera en diferentes tallas. Y pantalones, y abrigo, y
camiseta, y zapatillas, y complementos como el chubasquero o el cinturón. “Queremos
demostrar que estamos en completa sintonía con el otro”, nos explicó una de
estas parejas cuando no pudimos contener la curiosidad. Deducimos que se les
pasa con la edad, pero entre jovenzuelos la moda hace furor. Ideal para estrechar
lazos yendo juntos de compras o quedando, a través del móvil, sobre qué conjunto
es el que toca hoy.
Os animamos a compartir otros detalles que os hayan llamado la atención en vuestras visitas a este sorprendente país. Veamos si coinciden con los que nos hemos dejado.