El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Del frío siberiano al calor tropical, devorando meridianos rumbo a las Antípodas. Porque se puede viajar de Europa a Australia sin coger un avión. Este blog pretende relatar lo vivido en una ruta en la que se cruzan personas, curiosidades, tradiciones y consejos. Cabe de todo, menos los atajos.

Sobre los autores

Leyre Pejenaute y Javier Galán

"Si te pusieses a cavar un agujero en el suelo, y cavases sin parar, acabarías llegando a Australia". La pequeña Leyre Pejenaute lo intentó con su pala de plástico, pero solo llegó a meter un pie. Sin embargo, la fascinación por esa idea nunca le abandonó. Quizás por eso se le quedó pequeña la carrera de Derecho, los periplos de ida y vuelta por Europa y América, las temporadas en Italia y Reino Unido y los diversos trabajos rutinarios frente a un ordenador. De lo que nunca se cansó fue de contar historias. Ahora se ha dado cuenta de que es más práctica una mochila que una pala. Y aunque tenga que dar un buen rodeo en lugar de ponerse a cavar, va a volver a intentarlo.

Si se acepta que los continentes son cinco, a Javier Galán solo le queda por respirar el aire de Oceanía. Ha dejado de planear los viajes en casa, porque sabe que un vistazo a una guía o una conversación en un hostal pueden darle un giro de miles de kilómetros a la ruta inicial. Le ha pasado en Europa, al sur de Sudamérica, en India y Estados Unidos. Estudió Derecho y Periodismo pensando que las hojas de papel se parecen tanto que se olvidan, mientras que lo que ocurre en tránsito se queda marcado. Ahora actualiza y alarga un viejo proyecto porque ha encontrado a una compañera; si lo llega a hacer solo se habría olvidado de hablar.

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25 abr 2013

Seúl en 10 vistazos

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Corea del Sur no es el país más conocido de su región, ni tampoco el más popular entre los turistas. A la hora de plantearse un viaje a un único destino, la competencia a su alrededor es feroz. Desde occidente le engulle el gigante chino; al este se encuentra ese Japón que, siempre presto a la conquista, tantos problemas le ha dado históricamente; al norte sobrevuelan la inmensidad rusa y, a dos pasos de casa, las hostilidades recurrentes de Kim Jong-un: un conflicto latente que desde fuera oscurece lo demás. Nos ocurrió a nosotros, que llegamos sabiendo poco sobre ellos más allá de las constantes tensiones con sus vecinos del norte. Pero nos hemos topado con motivos para darlo a conocer, de esos no mencionados en las guías turísticas, que te asaltan en sus calles, entre sus gentes. La monstruosa Seúl, superpoblada, frenética capital, es un escaparate donde golpea el choque cultural. Aquí van 10 de esos detalles que nos dejaron boquiabiertos. Y podrían haber sido más.

Móviles en el metro1. La vida a través de una pantalla. Hay quien no se separa de los móviles ni dentro de las aguas termales de los baños públicos ni en las barquitas a pedales de un lago. Hacerlos resistentes al agua arrasaría en este mercado, porque aquí los teléfonos móviles de última generación más que implantados están enraizados. Los aparatos, monopolizados por la marca nacional por excelencia, son enormes; sobrepasan la capacidad de una mano y crean una ilusión de prótesis futurista. Siempre están: se llevan fuera de bolsos y bolsillos, enfundados en plásticos que recrean a personajes animados. En el metro no falla: más de tres cuartas partes del vagón marcha ensimismada con las pantallas, algunas de las cuales llevan acopladas pequeñas antenas como las de las antiguas radios portátiles, para aumentar la cobertura con que no perderse un minuto del programa de la tele.

Mercado callejero2. Turismo gastronómico. Roza lo imposible encontrar una sola calle en toda la ciudad en que no se pueda adquirir comida, cocinada o empaquetada. No importa la hora que sea o la especialidad culinaria del restaurante en cuestión: nunca estará vacio. Esto también es aplicable a los puestos callejeros. De hecho, no tenemos claro si almuerzan, comen, pican algo, meriendan, cenan o recenan. La variedad de comida es apabullante y los precios son irrisorios: por 5 euros puedes comer bien, por 10 tener que dejarte cosas – es lo que se espera que hagas -, y por 15 atiborrarte de exquisiteces. Creemos que venir a este país por puro turismo gastronómico es más que respetable. No hay que irse de Seúl sin probar, al menos, el bibimbap (vegetales, huevo y arroz), el bulgogi (carne de vaca a la parrilla) y los restaurantes barbacoa del háztelo tú mismo. Y por supuesto, probar fortuna en los puestos callejeros, con una oferta digna de los sobres sorpresa de los tenderetes.

Kimchi rojo3. Tapa de kimchi. En cuanto el cliente se sienta a la mesa de un restaurante aparece una botella de agua y un número indeterminado de cuencos que llamaremos tapas. No esperan que te los comas todos, son una mera guarnición, pero si lo haces se irán rellenando al instante. Entre trocitos de carne, setas, pececillos y toda clase de vegetales, sobresale el kimchi (en la imagen, lo rojo del cuenco blanco); la omnipresente comida nacional. Verdura en una amplia extensión de la palabra, pues es desde col a lechuga, desde soja a pepinillos, hojas o trozos fermentados con pimienta roja para que puedan ser almacenados durante mucho tiempo. La tradición proviene de acumular comida sana para los largos inviernos, y las familias mantienen en secreto sus propias formas de elaborarlo. No hay dos kimchis iguales y las variedades oficiales superan los cientos. Gracias al kimchi aprendimos la norma básica de la cocina coreana: si es rojo, pica.

4. No es rojo, pero también pica. Por algo lo llaman “agua de fuego”. Es el soju, la bebida alcohólica más extendida en Corea del Sur, una garantía de efervescencia instantánea y de jaqueca al día siguiente. Transparente y barata, insípida y entumecedora, no supera los 20 grados y viene en botellines verdes que cuestan entre dos y cinco euros. Se bebe a chupitos en las cenas con gran desenvoltura. Como el resto de bebidas, se espera que te lo sirva tu acompañante. Lo de servirse en tu propio vaso muestra ansiedad y mala educación.

Perro en brazos5. Perros que pasean en brazos. “Hemos pasado de que la generación de nuestros abuelos se comiese a los perros a tratarlos como a personas… o mejor”, nos comentó June, una joven profesora de primaria. Aquí los perros que triunfan son del tamaño más pequeño necesario para que puedan llamarse así, y no caminan fuera de casa. Por la calle marchan en el regazo de sus dueños o en carritos. En algunos se comprende, porque llevan atuendos que complican seriamente la movilidad de los cuartos traseros. Las mechas fosforitas no molestan, pero llaman la atención. Aunque para quien esté interesado, en Seúl sobreviven varios locales orgullosos de su sopa de perro, y parece que pese a la brecha generacional no les faltan clientes.

Maniquí reverencial6. La primera impresión es esencial. La reverencia da la bienvenida a una relación de cordialidad. En un país que cuida tanto el trato de cara al público es esencial, por lo tanto, encargar a alguien que la haga en las entradas de los negocios. Si el acceso al centro comercial se hace por el aparcamiento, el empleado encargado de dirigir el tráfico también debe inclinarse ante cada nuevo coche, aunque esté lloviendo a jarros. Si en la puerta a una tienda de cosméticos en una avenida de feroz competencia hay que coger una cestita para los productos, serán chicas uniformadas las que las entreguen reverencialmente. Y si el presupuesto no da para contratar a alguien que solo se dedique a inclinarse ante potenciales clientes, la opción es instalar un maniquí robotizado que haga reverencias sobresaltando a los transeúntes.

Bosque lumínico7. Mi luz es tu atención. En cualquier ciudad surcoreana se pueden localizar las iglesias porque el símbolo de la cristiandad se ilumina en lo más alto de estos edificios por las noches. Cruces de llamativo rojo penetrante despuntan en la capital de un país donde casi uno de cada tres habitantes es católico. Pero este punto no va de religión, sino de iluminación. Lo de las iglesias es solo la consecuencia lógica de la capacidad que tiene la luz para captar la atención humana. Todo negocio – y hay muchos – muestra su cartel luminoso en la puerta. Y como algunos tienen que conformarse con una segunda, tercera, o séptima planta, pues más grandes deben instalarlos para ser vistos desde la calle. La consecuencia son bosques de luces nocturnas que le dan un tono a la ciudad con el que su cara gris aluminio de despertar diurno no puede competir.

Homenaje pollo8. Las falsificaciones están a la orden del día. Pero el concepto no es el de burdas imitaciones que se venden clandestinamente sobre una manta. Aquí se eleva a la categoría de homenaje, de inspiración. A cualquier marca le salen primos, y con locales propios más grandes incluso que las de las marcas originales. Si en una calle hay un The Body Shop, en los alrededores habrá un The Face Shop y un The Beauty Shop con los mismos caracteres. Conocidas cadenas de café, comida rápida y productos de belleza tienen sus calcos descarados, y lo mismo las marcas de ropa de montaña: a los de The North Face les salen réplicas maquilladas como The Red Face, The Black Face o The Noble Face. Todas con sus campañas publicitarias y con el año en que se fundaron bien presente.

Visera9. Complementos sin vergüenza. La piel femenina huye del sol, sobre todo en la mediana edad. Aun a riesgo de aventurarnos demasiado, podemos crear una teoría: si en un grupo de turistas que se pasea por tu ciudad las mujeres llevan unas viseras versión extragrande, son surcoreanas. “No les gusta nada el sol, se protegen con lo que sea; algunas incluso llevan mascarilla porque las viseras no siempre cubren la zona de la barbilla”, nos explicó Jim, guía turístico en uno de los grandes palacios de Seúl . A este complemento habría que añadirle los baberos tamaño delantal que proporcionan en los restaurantes y los tan comunes guantes que interponen una barrera aséptica entre las manos y el resto del mundo. Es fácil cruzarse con personas a las que no se les ve ni un centímetro de piel.

Chubasquero10. Vestir igual que tu pareja es molón. Sirve para proclamar tu amor al mundo. No simplemente el mismo color de sudadera, sino la misma sudadera en diferentes tallas. Y pantalones, y abrigo, y camiseta, y zapatillas, y complementos como el chubasquero o el cinturón. “Queremos demostrar que estamos en completa sintonía con el otro”, nos explicó una de estas parejas cuando no pudimos contener la curiosidad. Deducimos que se les pasa con la edad, pero entre jovenzuelos la moda hace furor. Ideal para estrechar lazos yendo juntos de compras o quedando, a través del móvil, sobre qué conjunto es el que toca hoy.

Os animamos a compartir otros detalles que os hayan llamado la atención en vuestras visitas a este sorprendente país. Veamos si coinciden con los que nos hemos dejado.

16 abr 2013

Montañas domesticadas en Corea del Sur

Por: L. Pejenaute / J. Galán

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Escaleras en una montaña de Seoraksan.

Pocos sacrificios hay tan satisfactorios como alcanzar una cumbre tras dejarse el aliento en la subida. Pero alguien dijo que la cima es solo medio camino, cita que cobra significado pleno si la ruta está además salpicada con estatuillas milenarias y demás reliquias budistas. De eso saben en Corea del Sur, un país apasionado por el montañismo amateur que parece hecho a medida de un tipo de viajero que disfruta del senderismo pero no cuenta con la pericia de un escalador profesional, porque montañas en realidad hay muchas, pero no muy altas. Con una densidad de población que quintuplica a la de España, no es de extrañar que haya gente de todas las edades buscando su espacio en el monte. Caminos marcados con listones de madera, señales que indican los kilómetros que restan hasta la cima y escaleras recubiertas de caucho se mezclan con senderos libres que hacen aflorar el espíritu explorador en busca del siguiente santuario.

Estatua de Buda en Seoraksan (Corea del Sur)El primer ejemplo lo intuimos desde la cubierta del barco que nos trae de Rusia. Una imponente cadena montañosa enmarca el perfil de la primera ciudad en la que pisamos suelo surcoreano: Sokcho, un pueblo arropado por el Mar del Este y el Parque Nacional de la montaña de Seoraksan, uno de los más populares de entre la veintena surcoreana. Además del tercer pico más alto del país, que da nombre al parque, Seoraksan cuenta con cascadas, termas, un funicular y rutas de senderismo de diversa dificultad que persiguen hitos históricos. Una estatua de Buda de bronce de 19 metros de alto, a quien llaman Tongil Daebul, da la bienvenida. Y a un puente de distancia se alza el templo Shinheungsa, que ofrece la posibilidad de alojarse con los monjes y participar en sus rutinas de meditación. Desde aquí parte una de las rutas más duras, la que lleva al pico Geumgangsan. Una ascensión de 876 metros de gran pendiente donde el camino motejado de piedras desaparece para convertirse en una empinadísima escalera de metal que lleva hasta la roca sagrada de Ulsanbawi. Por el camino nos cruzamos con ancianos que suben aunque tengan que detenerse a tomar aliento cada 10 escalones.

La edad de quien sube da una idea de la afición por las montañas, pero no es la única. Basta con pasearse por cualquier calle comercial de cualquier asentamiento urbano para entenderlo. Todas las marcas outdoor imaginables están aquí, rodeadas por todas las imitaciones imaginables, que tienen tiendas incluso más grandes que las marcas originales. ¿Y a dónde va toda esta ropa? A romper la armonía verde de los bosques. Si algo gusta en Corea del Sur son los colores estridentes para caminar, cuanto más chillón sea el tono, mejor. Y lo mismo ocurre con la equipación. Que no falten mochila, bastones, pantalones, abrigos y botas como si acabasen de salir de una tienda.  

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08 abr 2013

La Perla helada de Asia

Por: L. Pejenaute / J. Galán

 

Es domingo por la tarde. En la orilla del lago los niños vuelan cometas y los padres hacen barbacoas mientras unos metros más allá la juventud se dedica a derrapar con bicicletas, motos y quads. Una estampa que encajaría en cualquier lago de recreo, solo que este es el Baikal, el más profundo del mundo y el segundo más grande; el 20 por ciento del agua dulce del planeta se concentra aquí, lo que le convierte en la mayor reserva y en una de las más puras. Eso sí, cubierta durante al menos cinco meses al año por una capa de hielo de un metro de espesor. Sobre ella derrapan todo tipo de vehículos ante el estupor de quien llega por primera vez. Nada indica el camino seguro y los primeros pasos son vacilantes, por lo resbaladizo del terreno y por el temor a que el hielo se abra bajo tus pies. Porque es tan transparente que ves las grietas perderse en sus profundidades y no, como que no te acaba de dar confianza. Pero ver todoterrenos acelerando en la lejanía confirma que el hielo aguanta tu peso y mucho más. 

La forma más común de alcanzar este lago para los extranjeros es meterse en el Transiberiano y parar en Irkutsk. La ciudad es una popular parada porque parte el recorrido entre Moscú y Vladivostok en el punto medio, y aunque sus únicos alicientes son media docena de prescindibles museos regionales, resulta un buen campamento base para explorar el Baikal. Desde Irkutsk parten muchas furgonetas que en una hora te dejan en Listvyanka, un pueblo que saca partido a su ubicación en la orilla suroeste del lago tanto en verano como en invierno. Sobre todo en invierno, aunque sea a fuerza de explotar la forma más original de deslizarse sobre el hielo. Ahí van los que hemos visto: trineos tirados por perros, rutas a caballo, alquiler de bicicletas, motos de nieve y quad, paseo con raquetas, con esquís, paseo en coche, en todoterreno, aerodeslizador, construcción de esculturas de hielo y excursiones hacia el centro del lago.

Patinaje sobre la superficie helada del lago Baikal, en Siberia (Rusia). Foto: Olivier Renck                   Furgoneta sobre el Baikal helado

Una pareja de finlandeses que conocimos nos comentó que era el hielo más transparente que habían visto, y de eso algo conocen. Al internarse un poco en el lago, tras apartar la nieve aposentada en la superficie, casi esperas ver omules, los peces autóctonos, toda una exquisitez ahumados. O, si no estuviesen a más de 1.500 metros de profundidad, los restos un tren que, como el Titanic, padeció un exceso de confianza en sí mismo y se hundió. Y es que en la guerra ruso-japonesa de 1904, las prisas por transportar tropas al este llevaron a los rusos a instalar unas vías provisionales sobre el helado Baikal. Las vías aguantaron, pero no el hielo.  

Hacia la mitad del lago en la orilla oeste está la isla de Olkhon, un espacio de 72 kilómetros de largo casi deshabitado que conjuga rocas chamánicas con cuevas excavadas en el hielo y naturaleza casi virgen. Y hacia el este, siguiendo el trazado ferroviario que bordea el sur del lago, está Ulan Ude; parada obligatoria para quienes no siguen la ruta transmongoliana pero quieran sentir algo de la cultura de ese país. En la orilla occidental del Baikal se asienta uno de los grupos étnicos minoritarios más grande de Siberia: los buryat. Comparten ascendencia y costumbres con sus vecinos de Mongolia, y esa mezcla étnica salta a la vista en Ulan Ude. Eso sí, alrededor de la cabeza de Lenin más grande del mundo, con casi ocho metros de alto y fabricada en bronce. Un foco de imágenes trucadas al estilo de las de la torre de Pisa, todo sea dicho.

IMG_9205                   La cabeza de Lenin más grande del mundo

Una vez Ulan Ude queda atrás se encaran los últimos 3.648 kilómetros de travesía, con tres noches de por medio y todo el agua hirviendo para té y noodles baratos que se desee. En nuestro vagón de platskart, la tercera clase a la que le hemos cogido el gusto, viajan hastiados desde hace tres, seis y hasta siete días un montón de ciudadanos provenientes de Kirguizistán, Tayikistán y Kazajstán. Se dirigen al lejano este ruso con la esperanza de encontrar un trabajo, casi siempre en el entorno de la construcción. Llevan una semana jugando a los mismos juegos de cartas contra los mismos contrincantes, sorbiendo ruidosamente las siempre parecidas sopas de sobre, masticando las mismas galletas saturadas de azúcar y mojadas en el mismo té.


IMG_9225Nunca dejas de ser el turista con el que enumerar jugadores de fútbol, el que no entiende lo que le dicen, el que capta la atención de los aburridos viajeros con cada cosa que hace. Y menos en un platskart. Tú también te fijas en ellos, pero sus ojos te arrasan en número. De incómodo blanco de miradas pasas a ser el indiferente centro de atención. Tu viaje en tren depende del vagón en el que caigas. El nuestro, reconozcámoslo, producía claustrofobia y aprensión antes incluso de que el tren partiese de Ulan Ude. Pero obviando la incomodidad, la litera sarcófago y el envolvente aroma de nuestro vagón, esta última etapa nos ha permitido conocer a gente de multitud de nacionalidades, arrancarles unos (pocos) aplausos con unos malabares improvisados con naranjas, arropar a una niña que se duerme en tus brazos mientras escucha música española compartiendo contigo los auriculares. Recibir muchas sonrisas y también, advertir más de una mofa.

Y así hasta alcanzar la estación de Vladivostok, donde cogemos una bocanada de aire del Pacífico a 9.288 kilómetros de Moscú.  Le llaman el San Francisco de Rusia, y no andan muy desencaminados. Las calles empinadas y los tranvías renqueantes en las cuestas producen un ligero deja-vu, y lo mismo sus puentes colgantes de cemento, que no tienen el encanto del Golden Gate por mucho que la bahía en la que se asienta se llame del Cuerno de Oro, en honor a su parecido con la de Estambul. Pero hay una atmósfera portuaria que la aleja de la típica ciudad rusa, más abierta, más cálida. Nuestro sensibilizado termostato corporal nos hace notar con alivio que está entre las más meridionales del país. Una despedida amable de nuestro tránsito por este país. Porque de Vladivostok se pueden coger varios barcos. Nosotros hemos elegido el que va a Corea del Sur.

04 abr 2013

El Transiberiano, un juego de niños

Por: L. Pejenaute / J. Galán

  Detalle estación de Yekaterinburgo
    Estación de trenes de Yekaterinburgo.

Sasha tiene cinco años y unas ganas atroces de correr. Pero ha dejado atrás su pueblo natal, Snezhinsk, y durante más de dos días y tres noches solo puede desfogarse en un vagón de 29 pasos adultos de largo. Para un niño corriendo serán el doble, o quizás más. Sasha no tiene idea de qué es el Transiberiano ni le importa. Solo sabe que este tren en el que viaja le lleva desde Yekaterinburgo hasta Irkutsk, y nosotros matizamos que está a 70 kilómetros del lago Baikal y a 5.185 de Moscú. A Sasha le basta con entender que por ahora es su casa y patio de juegos.

Y como tal lo vive. Apenas mira por las ventanas, que al fin y al cabo muestran un escenario bastante monótono: miles de kilómetros de taiga salpicados por pueblecitos de casas de madera y chapa con sus colores camuflados bajo la nieve y el resplandor del fuego recortándose en las ventanas; trenes que hacen el trayecto contrario cargados con hasta setenta vagones de carbón o arrastrando otros platskart de 54 camas, como el suyo; ríos helados descomunales que se sabe que son tal porque el tren los atraviesa rechinando por férreos puentes.

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    Desde la derecha, Sasha, Daria, y su madre.

Porque lo que le importa a Sasha está dentro. Sus cuadernos de colorear y sus rotuladores. La camiseta roja de manga corta que lleva siempre que la provodnitsa dispara la calefacción para compensar las temperaturas bajo cero que golpean fuera de las sucias ventanas. O la sudadera que se pone cuando la apaga y hace frío. Está su hermana pequeña Daria, de apenas un año, a la que escolta vagón arriba y abajo vigilando sus vacilantes pasos. Y está su madre, que le deja a su aire hasta que la hiperactividad le lleva a trepar demasiado alto por las literas superiores, en su mayoría vacías, o hasta que su talante extrovertido le hace pasarse demasiado tiempo junto a la cama de alguien. Entonces avanza entre los paneles de madera barnizada y con mal genio arrastra a la criatura hacia su litera. Pero él no para quieto mucho tiempo. 

 

Dentro va también su amiga de viaje, Kristina. Casi le dobla en edad y parece más formal, menos terremoto, pero los dos se entienden. Juntos se pasean por entre los compartimentos abiertos de los viajeros, deteniéndose más o menos tiempo dependiendo de la confianza que hayan ganado. En el último, justo antes del baño y del espacio entre vagones que sirve como sala de fumadores, apenas se paran. Sus ocupantes se pasan las horas dormitando tumbados bajo las mantas negras a cuadros blancos. Pero en el siguiente están los extranjeros, y con esos sí se habla, aunque importe poco no entenderse apenas entre el ruso, el español y el inglés. Agarrarles de los pies o tirarse eructos suele funcionar para reírse, cuando no posar para una foto o animarse a hacer una elaborada trenza a la chica. Además, les regalan unos caramelos con palito.

Junto a ellos hay una señora mayor que baja a comprar pescado ahumado o sopas instantáneas de sobre cada vez que el tren hace una parada larga y el andén se puebla de vendedores ambulantes. Esto ocurre cada tres o cuatro horas, en ciudades grandes como Novosibirsk o Krasnoyarsk, o menos importantes pero estratégicas para el mantenimiento de la monstruosa veintena de vagones. Más allá están el rudo fumador compulsivo con pantalones pesqueros, que aprovecha los lapsos de entre 10 y 50 minutos para bajar a saborear su pitillo en chanclas, el solitario que juega horas y horas a las carreras de coches con su móvil, los padres de Kristina, con ella sempiterna acurrucada contra la ventana, la joven que lleva un cargamento de revistas del corazón y la pareja con rasgos mongoles a la que le cuesta conciliar el sueño.

IMG_8928Una comunidad de vecinos horizontal y temporal que sabe de sus contiguos al cruzar el pasillo para ir al baño o al ir a por agua hirviendo al samovar, una especie de caldera. Un grupo efímero de desconocidos  resignados a compartir la orientación espacial, que baila, y la reclusión, que aturde. En un día se dilapidan dos horas al atravesar husos horarios, lo que adelanta la hora de dormir. La provodnitsa apaga antes las luces para ayudar a la sugestión colectiva, pero como no siempre funciona, la alternativa es mirar por la ventana. Infinidad de puntitos luminosos se esparcen en la distancia nevada barriendo el mito de una Siberia inhabitada, con repentinas industrias mastodónticas y fantasmales estaciones de por medio. Las noches en que el cielo no está encapotado se cuaja de estrellas que se ven titilar, sobre todo desde la ventana del baño, la única que se abre tanto como para dejar sacar la cabeza al gélido aire nocturno.

Para Sasha el largo viaje debe ser una forma de aprender, porque lo ha hecho entre semana, saltándose días de cole. Está claro que su energía le hace adaptarse bien. Corre sin cesar, se balancea en los hierros y lo mismo te reta a una guerra de almohadas que te cuenta su vida parloteando sin parar, sobre todo si le animas con curiosos “¿da?” o incrédulos “¡niet!”.  Va al baño cada hora, a poner sus chanclas sobre el inodoro de metal helado y acuclillarse para, con un movimiento de pie, carcajearse al lanzar sus deposiciones a las vías siberianas. Al llegar la noche, y para escapar de la luz de emergencia que pende del techo, Sasha se arropa la cabeza para dormir junto a su hermanita y su madre. Esta, a su vez, ata una sábana a la litera superior para construir una deforme pirámide con la que crear una ilusión de intimidad que no existe.

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    Paisaje desde el tren.

El País

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