Dos chicas se mueven en bici por el barrio de Akihabara.
Produce escalofríos moverse por Tokio y pensar que podrías ser uno más de los trece millones de personas que viven solo en el centro urbano, en una batidora de gente y luces induce-consumo que resulta en un caos tan organizado como indefinible. La capital nipona (ellos dicen Toookyooo) se asimila a una diva del pop comercial que, aun habiendo alcanzado el éxito, sigue obsesionada por reinventarse. Quienes la habitan no la consideran un solo ente, sino varias ciudades conectadas por el metro. Cada barrio es fácilmente diferenciable, ya que se concentra en una actividad, como si mimase su propio hobby hasta rozar lo obsesivo (algo muy japonés, por cierto). Aquí va una radiografía superficial de la distribución de las almas en esta ciudad sin alma que satura los sentidos.
Para ir al mercado de pescado más grande del mundo hay que madrugar a lo bestia o solo un poco. A lo bestia implica plantarse allí antes de las cinco de la mañana, cuando se subastan los sublimes atunes rojos y otras capturas de la jornada; madrugar un poco menos significa estar allí a las nueve de la mañana, cuando se abre a los visitantes la zona de los intermediarios. Puedes ir antes e intentar colarte, pero es probable que un amable hombrecillo con gorra aparezca de entre los pescados para enseñarte un cartel con un reloj e indicarte que no deberías estar ahí. Lo hace por tu bien: corres el riesgo de ser atropellado por los carros y carretillas que cruzan endiablados por entre la gente, intentando hacerse con las mejores piezas para vendérselas después a los distintos restaurantes.
La competencia es voraz, tanto como insaciable es el hambre que Tokio tiene por el sashimi. Los aficionados a la cocina japonesa sabrán que la variedad más apreciada para comer en crudo es el atún rojo, del que en Tsukiji hay más de 10 clases. Es un espectáculo ver cortar los atunes, algunos tan altos como un niño de 12 años. También son codiciados los peces de temporada, como el yellow tail. Después de deambular por entre los frenéticos puestos que se afanan en vender todo el género antes de las 11 de la mañana, cuando lo empiezan a congelar puedes probar allí mismo el sashimi más fresco que puedes comer sin hacerlo en la cubierta de un barco. Eso sí, prepara decenas de euros, no es nada barato.
Shinjuku, un barrio rojo japonés
La regla de oro que guía la conducta japonesa en público y que se advierte en los avisos de las estaciones de tren (literalmente: “lo más doloroso de hacer algo mal es la mirada del prójimo”) se difumina en la zona este de Shinjuku, en Kabuki-chõ, el particular barrio rojo de Tokio. Aquí las miradas no juzgan; se quedan en los billetes de 10.000 yenes. Porque en esta zona cabe cualquier tipo de lascivia que estés dispuesto a pagar. Si puedes imaginarlo, está aquí.
Todos caben y ninguno encaja. Como los tres viejos despedidos a la salida de un local con cortesía monetaria por cuatro escotadas jovenzuelas; los turistas atolondrados que desean tanto ser llevados de la mano por los relaciones públicas que les acaban persiguiendo a los sótanos más turbios; los porteros de estética yakuza, que miran entre el desafío y la indiferencia con cara de pocos amigos; los negros, prácticamente invisibles en el resto de la ciudad pero que aquí se concentran; la gente que te dice que beber y ver ropa interior contoneándose sobre pieles complacientes es gratis si pagas la desorbitada entrada.
Unir los puntos del skyline de Tokyo.
En este distrito está el mítico New York Bar (piso 54 del hotel Park Hyatt Tokyo), inconfundible escenario de la película Lost in Translation. Callejeando entre love motels es fácil desorientarse y entrar a la zona de Ni-chõme, el barrio gay, donde fotos de muchachitos tan maquillados como enigmáticos cuelgan de las fachadas de los edificios en grandes murales publicitarios. Los japoneses tendrán muchos tabúes, pero desde luego el sexo no es uno de ellos.
La densidad del tráfico humano en Shibuya.
Puede que una tercera parte de la gente que atraviesa el famoso cruce diagonal de Shibuya sean turistas que, además, llevan unas cuantas tandas. Y es que crea adicción esperar al verde que durante un minuto te permite pertenecer a una bandada de pájaros ciegos desbocados o ser un samurai al que nadie roza. Aguantar en una de las aceras es como esperar el sonido del cuerno que lleva a la batalla o el disparo que marca el comienzo de la carrera. Y como no tienes muy claro a dónde vas, no importa demasiado a dónde llegues.
El avispero humano del cruce de Shibuya.
Quedarse a observar el rumor de las 100.000 personas que cada hora se estima que pasan por aquí da vértigo. Miles de escenas se desarrollan en estos metros cuadrados simultáneamente. Pero Shibuya es mucho más que su cruce, aunque este es un aperitivo de lo que aguarda al que se interna en sus calles. El vecindario es el epicentro de adolescentes y veinteañeros en Tokio y, como tal, está plagado de tiendas y más tiendas que inducen a comprar el último grito. Da igual que se trate de ropa, complementos o electrónica; la variedad es apabullante, hecha a medida de la demanda de individualismo, siempre al alza en Japón. Abundan los restaurantes y bares cuidados hasta el último detalle, con happy hours muy recomendables, y un poco más allá, varias manzanas repletas de love motels más ajustados al bolsillo adolescente que los de Shinjuku.
Darse un paseo por Ginza te hace sentir un pobretón. El equivalente japonés de la Quinta Avenida de Nueva York o de la londinense Oxford Street es un cántico a las marcas de lujo, que se alinean en bloques dedicados a una sola, con entre cinco y hasta 10 plantas. Cada edificio está diseñado a su libre albedrío, en armonía con el estilo de la marca que contiene y con total indiferencia hacia los que tiene al lado. El resultado es una saneada avenida surcada por mareas de personas ávidas de compras que se dejan la mirada en los minimalistas escaparates.
Akihabara; Ciudad del manga y la electrónica
En los bajos abiertos de los enormes edificios de la zona de Akihabara se encuentran las tiendas de aparatos eléctricos. La conocida como Ciudad Electrónica se gestó en los años que siguieron a la II Guerra Mundial y ahora aquí cada uno se dedica a lo que sabe. ¿Que eres un enamorado de las luces? Tienda con infinidad de linternas. ¿Que sabes más que nadie de cámaras de seguridad? Puesto desde el que apuntar al cliente con un centenar de ellas. ¿Que en un estudio de mercado descubriste que tenía futuro vender objetivos de cámaras desfasadas? Un nuevo experto mundial. ¿Que lo tuyo es el fetichismo de esas lentejitas que van dentro de los mandos a distancia? Dedícate a vender solo esas, pero de todos los colores.
Una jovencita en el universo anime de las calles de Akiba.
Este es también el lugar al que venir si lo que buscas es sumergirte en el mundo del anime y el manga japonés, aunque entonces tendrás que preguntar por Akiba. Entre enormes rascacielos de Sega pululan las muchachitas de estética cosplay (juego de disfraces) y los aficionados al universo otaku (seguidores del manga y el anime) en general. Aquí las tiendas dedicadas al hentai, ese vicio del cómic erótico en el que los japoneses son los amos, tienen cuatro, cinco y seis pisos. Aunque para hojear una de estas revistas (en este país el papel no ha muerto; al contrario, le auguramos un próspero futuro) basta con ir a cualquier tienda 24 horas y sumarse a los cuatro o cinco señores de traje que gorronean tranquilamente en la sección de revistas.
Isla de Odaiba.
Por aquí tuvo que pasar uno de Bilbao; de lo contrario no se entiende que en esta isla gigantesca al sur de Tokio les diera por plantar réplicas de la Estatua de la Libertad de Nueva York, el Golden Gate de San Francisco o los canales de Venecia. Solo nos mosqueó no ver un Guggenheim. Porque además la isla es completamente artificial. Si Legolandia y Segalandia no te dan suficientes pistas, las innumerables marcas de ropa y calzado y la saturación de centros comerciales te dejan claro de qué va la cosa: esta es una isla levantada por y para el consumo con vistas al skyline tokiota. Además, las opciones para llegar merecen la pena: o ir caminando por el puente del arcoíris, o montarse en el monorraíl que va al aeropuerto de Haneda por entre los edificios a lo Futurama, gratis para usuarios del Japan Rail Pass, y de ahí subirse al metro (una parada).
El Golden Gate desde la isla de Odaiba
Concentración de arte en el parque de Ueno.
En la Edad Media, los mercaderes y artesanos de las clases trabajadoras se concentraban en los callejones de Ueno, entonces conocido como Shitamachi. Una parte de este barrio todavía mantiene esa
atmósfera, que choca cuando llegas de otras partes de Tokio. Pero lo que realmente atrae de esta zona, por la que el viajero pasará tarde o temprano (tiene una de las dos principales estaciones de tren de la capital y conecta con los destinos norteños), es su concentración de museos y galerías de arte.
Nada más salir de la estación hay un enorme parque de césped inmaculado, el primero que se hizo público en Japón, que alberga cinco centros artísticos: el Museo Nacional de Tokio, el de Arte Metropolitano de Tokio, el de Historia Natural, el de Ciencia y el de Arte Occidental. El único imprescindible es el primero, al que llaman pomposamente el Louvre japonés. Si no se está de humor para museos, el parque de Ueno sigue siendo un buen sitio para desconectar del barullo de la gran ciudad.
Estos son solo algunos de los barrios que nos hemos encontrado dando vueltas en la línea circular Yamanote, que envuelve el cogollo urbano. Nunca sobra aquí el tiempo, pero desde luego no se puede considerar perderlo el sentarse en un vagón y no apearse. Simplemente dar vueltas al centro de la ciudad, viendo la fauna que entra y sale de los vagones y los paisajes urbanos futuristas que desfilan por las ventanillas.