El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Del frío siberiano al calor tropical, devorando meridianos rumbo a las Antípodas. Porque se puede viajar de Europa a Australia sin coger un avión. Este blog pretende relatar lo vivido en una ruta en la que se cruzan personas, curiosidades, tradiciones y consejos. Cabe de todo, menos los atajos.

Sobre los autores

Leyre Pejenaute y Javier Galán

"Si te pusieses a cavar un agujero en el suelo, y cavases sin parar, acabarías llegando a Australia". La pequeña Leyre Pejenaute lo intentó con su pala de plástico, pero solo llegó a meter un pie. Sin embargo, la fascinación por esa idea nunca le abandonó. Quizás por eso se le quedó pequeña la carrera de Derecho, los periplos de ida y vuelta por Europa y América, las temporadas en Italia y Reino Unido y los diversos trabajos rutinarios frente a un ordenador. De lo que nunca se cansó fue de contar historias. Ahora se ha dado cuenta de que es más práctica una mochila que una pala. Y aunque tenga que dar un buen rodeo en lugar de ponerse a cavar, va a volver a intentarlo.

Si se acepta que los continentes son cinco, a Javier Galán solo le queda por respirar el aire de Oceanía. Ha dejado de planear los viajes en casa, porque sabe que un vistazo a una guía o una conversación en un hostal pueden darle un giro de miles de kilómetros a la ruta inicial. Le ha pasado en Europa, al sur de Sudamérica, en India y Estados Unidos. Estudió Derecho y Periodismo pensando que las hojas de papel se parecen tanto que se olvidan, mientras que lo que ocurre en tránsito se queda marcado. Ahora actualiza y alarga un viejo proyecto porque ha encontrado a una compañera; si lo llega a hacer solo se habría olvidado de hablar.

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22 may 2013

Las ciudades de Tokio

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Chicas comparten bici por una gran avenida de Tokyo.
Dos chicas se mueven en bici por el barrio de Akihabara.

Produce escalofríos moverse por Tokio y pensar que podrías ser uno más de los trece millones de personas que viven solo en el centro urbano, en una batidora de gente y luces induce-consumo que resulta en un caos tan organizado como indefinible. La capital nipona (ellos dicen Toookyooo) se asimila a una diva del pop comercial que, aun habiendo alcanzado el éxito, sigue obsesionada por reinventarse. Quienes la habitan no la consideran un solo ente, sino varias ciudades conectadas por el metro. Cada barrio es fácilmente diferenciable, ya que se concentra en una actividad, como si mimase su propio hobby hasta rozar lo obsesivo (algo muy japonés, por cierto). Aquí va una radiografía superficial de la distribución de las almas en esta ciudad sin alma que satura los sentidos.

Limpiando pescado en TsukijiMercado de pescado de Tsukiji

Para ir al mercado de pescado más grande del mundo hay que madrugar a lo bestia o solo un poco. A lo bestia implica plantarse allí antes de las cinco de la mañana, cuando se subastan los sublimes atunes rojos y otras capturas de la jornada; madrugar un poco menos significa estar allí a las nueve de la mañana, cuando se abre a los visitantes la zona de los intermediarios. Puedes ir antes e intentar colarte, pero es probable que un amable hombrecillo con gorra aparezca de entre los pescados para enseñarte un cartel con un reloj e indicarte que no deberías estar ahí. Lo hace por tu bien: corres el riesgo de ser atropellado por los carros y carretillas que cruzan endiablados por entre la gente, intentando hacerse con las mejores piezas para vendérselas después a los distintos restaurantes.

La competencia es voraz, tanto como insaciable es el hambre que Tokio tiene por el sashimi. Los aficionados a la cocina japonesa sabrán que la variedad más apreciada para comer en crudo es el atún rojo, del que en Tsukiji hay más de 10 clases. Es un espectáculo ver cortar los atunes, algunos tan altos como un niño de 12 años. También son codiciados los peces de temporada, como el yellow tail. Después de deambular por entre los frenéticos puestos que se afanan en vender todo el género antes de las 11 de la mañana, cuando lo empiezan a congelar puedes probar allí mismo el sashimi más fresco que puedes comer sin hacerlo en la cubierta de un barco. Eso sí, prepara decenas de euros, no es nada barato.

 

Shinjuku, un barrio rojo japonés

La regla de oro que guía la conducta japonesa en público y que se advierte en los avisos de las estaciones de tren (literalmente: “lo más doloroso de hacer algo mal es la mirada del prójimo”) se difumina en la zona este de Shinjuku, en Kabuki-chõ, el particular barrio rojo de Tokio. Aquí las miradas no juzgan; se quedan en los billetes de 10.000 yenes. Porque en esta zona cabe cualquier tipo de lascivia que estés dispuesto a pagar. Si puedes imaginarlo, está aquí. 

Todos caben y ninguno encaja. Como los tres viejos despedidos a la salida de un local con cortesía monetaria por cuatro escotadas jovenzuelas; los turistas atolondrados que desean tanto ser llevados de la mano por los relaciones públicas que les acaban persiguiendo a los sótanos más turbios; los porteros de estética yakuza, que miran entre el desafío y la indiferencia con cara de pocos amigos; los negros, prácticamente invisibles en el resto de la ciudad pero que aquí se concentran; la gente que te dice que beber y ver ropa interior contoneándose sobre pieles complacientes es gratis si pagas la desorbitada entrada.

Unir los puntos
Unir los puntos del skyline de Tokyo.

En este distrito está el mítico New York Bar (piso 54 del hotel Park Hyatt Tokyo), inconfundible escenario de la película Lost in Translation. Callejeando entre love motels es fácil desorientarse y entrar a la zona de Ni-chõme, el barrio gay, donde fotos de muchachitos tan maquillados como enigmáticos cuelgan de las fachadas de los edificios en grandes murales publicitarios. Los japoneses tendrán muchos tabúes, pero desde luego el sexo no es uno de ellos.

La densidad del tráfico humano en Shibuya.

Puede que una tercera parte de la gente que atraviesa el famoso cruce diagonal de Shibuya sean turistas que, además, llevan unas cuantas tandas. Y es que crea adicción esperar al verde que durante un minuto te permite pertenecer a una bandada de pájaros ciegos desbocados o ser un samurai al que nadie roza. Aguantar en una de las aceras es como esperar el sonido del cuerno que lleva a la batalla o el disparo que marca el comienzo de la carrera. Y como no tienes muy claro a dónde vas, no importa demasiado a dónde llegues.

Cruce avispero.
El avispero humano del cruce de Shibuya.

Quedarse a observar el rumor de las 100.000 personas que cada hora se estima que pasan por aquí da vértigo. Miles de escenas se desarrollan en estos metros cuadrados simultáneamente. Pero Shibuya es mucho más que su cruce, aunque este es un aperitivo de lo que aguarda al que se interna en sus calles. El vecindario es el epicentro de adolescentes y veinteañeros en Tokio y, como tal, está plagado de tiendas y más tiendas que inducen a comprar el último grito. Da igual que se trate de ropa, complementos o electrónica; la variedad es apabullante, hecha a medida de la demanda de individualismo, siempre al alza en Japón. Abundan los restaurantes y bares cuidados hasta el último detalle, con happy hours muy recomendables, y un poco más allá, varias manzanas repletas de love motels más ajustados al bolsillo adolescente que los de Shinjuku.

Quién lo tiene más grandeLujo por bloques en Ginza

Darse un paseo por Ginza te hace sentir un pobretón. El equivalente japonés de la Quinta Avenida de Nueva York o de la londinense Oxford Street es un cántico a las marcas de lujo, que se alinean en bloques dedicados a una sola, con entre cinco y hasta 10 plantas. Cada edificio está diseñado a su libre albedrío, en armonía con el estilo de la marca que contiene y con total indiferencia hacia los que tiene al lado. El resultado es una saneada avenida surcada por mareas de personas ávidas de compras que se dejan la mirada en los minimalistas escaparates.

Akihabara; Ciudad del manga y la electrónica

En los bajos abiertos de los enormes edificios de la zona de Akihabara se encuentran las tiendas de aparatos eléctricos. La conocida como Ciudad Electrónica se gestó en los años que siguieron a la II Guerra Mundial y ahora aquí cada uno se dedica a lo que sabe. ¿Que eres un enamorado de las luces? Tienda con infinidad de linternas. ¿Que sabes más que nadie de cámaras de seguridad? Puesto desde el que apuntar al cliente con un centenar de ellas. ¿Que en un estudio de mercado descubriste que tenía futuro vender objetivos de cámaras desfasadas? Un nuevo experto mundial. ¿Que lo tuyo es el fetichismo de esas lentejitas que van dentro de los mandos a distancia? Dedícate a vender solo esas, pero de todos los colores.

Calles de Akiba
Una jovencita en el universo anime de las calles de Akiba.

Este es también el lugar al que venir si lo que buscas es sumergirte en el mundo del anime y el manga japonés, aunque entonces tendrás que preguntar por Akiba. Entre enormes rascacielos de Sega pululan las muchachitas de estética cosplay (juego de disfraces) y los aficionados al universo otaku (seguidores del manga y el anime) en general. Aquí las tiendas dedicadas al hentai, ese vicio del cómic erótico en el que los japoneses son los amos, tienen cuatro, cinco y seis pisos. Aunque para hojear una de estas revistas (en este país el papel  no ha muerto; al contrario, le auguramos un próspero futuro) basta con ir a cualquier tienda 24 horas y sumarse a los cuatro o cinco señores de traje que gorronean tranquilamente en la sección de revistas.

Isla de Odaiba.

Por aquí tuvo que pasar uno de Bilbao; de lo contrario no se entiende que en esta isla gigantesca al sur de Tokio les diera por plantar réplicas de la Estatua de la Libertad de Nueva York, el Golden Gate de San Francisco o los canales de Venecia. Solo nos mosqueó no ver un Guggenheim. Porque además la isla es completamente artificial. Si Legolandia y Segalandia no te dan suficientes pistas, las innumerables marcas de ropa y calzado y la saturación de centros comerciales te dejan claro de qué va la cosa: esta es una isla levantada por y para el consumo con vistas al skyline tokiota. Además, las opciones para llegar merecen la pena: o ir caminando por el puente del arcoíris, o montarse en el monorraíl que va al aeropuerto de Haneda por entre los edificios a lo Futurama, gratis para usuarios del Japan Rail Pass, y de ahí subirse al metro (una parada).

No, no es San Francisco
El Golden Gate desde la isla de Odaiba

Concentración de arte en el parque de Ueno.

En la Edad Media, los mercaderes y artesanos de las clases trabajadoras se concentraban en los callejones de Ueno, entonces conocido como Shitamachi. Una parte de este barrio todavía mantiene esa Parque ueno atmósfera, que choca cuando llegas de otras partes de Tokio. Pero lo que realmente atrae de esta zona, por la que el viajero pasará tarde o temprano (tiene una de las dos principales estaciones de tren de la capital y conecta con los destinos norteños), es su concentración de museos y galerías de arte.

Nada más salir de la estación hay un enorme parque de césped inmaculado, el primero que se hizo público en Japón, que alberga cinco centros artísticos: el Museo Nacional de Tokio, el de Arte Metropolitano de Tokio, el de Historia Natural, el de Ciencia y el de Arte Occidental. El único imprescindible es el primero, al que llaman pomposamente el Louvre japonés. Si no se está de humor para museos, el parque de Ueno sigue siendo un buen sitio para desconectar del barullo de la gran ciudad.

Estos son solo algunos de los barrios que nos hemos encontrado dando vueltas en la línea circular Yamanote, que envuelve el cogollo urbano. Nunca sobra aquí el tiempo, pero desde luego no se puede considerar perderlo el sentarse en un vagón y no apearse. Simplemente dar vueltas al centro de la ciudad, viendo la fauna que entra y sale de los vagones y los paisajes urbanos futuristas que desfilan por las ventanillas.

15 may 2013

Ocho islas, siete puentes, una bicicleta

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Rutas ciclistas hay tantas como caminos, pero no muchas tan peculiares como para poner por delante de tus ruedas ocho islas conectadas por siete puentes por los que atravesar Seto Naikai, el Mar Interior japonés. Más de 70 kilómetros entre pueblos pesqueros y frutales, cruzando portentos de ingeniería en un carril-bici más cuidado que los pinos de un minimalista jardín nipón. Es la Shimanami Kaido, donde el Japón de provincias te machaca el trasero.

   

La culpa es del sillín de la bicicleta que se alquila por cuatro euros al día. Lo normal es encaramarse a una en cualquiera de las dos orillas: desde Onomichi, en la isla central y más grande de Japón; o desde Imabari, una ciudad de Shikoku, la isla del peregrinaje de los 88 templos. Aquí comenzamos nosotros, guiados hasta el inicio de la ruta por el endiablado pedaleo de la abuela que nos alquiló las bicicletas, pero no los cascos.

Siguiendo la franja azul que marca el camino por el carril de la izquierda, por donde conducen en Japón, se llega al primer puente. Que en realidad son tres puentes colgantes unidos formando una plataforma que supera los cuatro kilómetros. Desde arriba divisas islotes con playas que desconciertan con sus aguas turquesas, más propias del trópico. Para llegar a estos puentes subes por unas rampas de escalextric que son mucho más entretenidas de bajar, aunque entre la velocidad se deban ir sorteando packs de tours organizados formados por familias y jubilados que invaden el carril bici para pasear.

IMG_0680El Shimanami Kaido es un agradable paseo no especialmente esforzado, aunque sí lo suficiente como para dividirlo en dos y para que los músculos te lo recuerden otro par de días después. El puerto más duro del recorrido está en la isla de Õshima, después del primer puente. La gran cantidad de desvíos profusamente señalizados permite crear rutas individuales dependiendo del interés: por la zona montañosa o la costera, pero también por la de las extravagancias tan japonesas: museos dispersos sobre caligrafía, piratas japoneses o escultura y pintura.

Y así se va pasando isla tras isla, puente tras puente, todos similares, aunque en la sucesión resulta curioso buscar la diferencia. Cada puente es de un estilo, y cada isla cuida sus peculiaridades, entre ellas la mascota propia: en Ikuchijima, una isla dedicada al cultivo de naranjas, es el dibujo de una naranja con gorro de policía el que te informa de a qué número llamar si se tiene una emergencia. Aunque de esas ocurren pocas en un país tan milimétricamente predecible como Japón. Y menos en un lugar tan apartado como esta sucesión de pueblos pesqueros relajados y adormecidos.

La ruta en ocasiones marcha por el interior, dando paso a lugares menos panorámicos y más industriales; un Japón extravagantemente estático. Salvo por los enormes cuervos, hay tramos en que no te cruzas con nadie. En que eres la única persona que admira la sucesión de jardines perfectos, con pinos de las formas más enrevesadas que puede criar la armonía. Las dispersas estatuas de piedra que desafían al oleaje en islotes perdidos, los archipiélagos desparramados a contraluz y los remolinos bajo los puentes son etapas de esta sencilla carrera.

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El primer puente de la ruta desde Imabara.

Es un entretenimiento deportivo y barato en Japón, país donde viajar con el perfil del bajo coste es complicado. Al precio del alquiler hay que sumarle los peajes para bicicletas de los puentes. “Solo un japonés lo pagaría” nos comentó un extranjero que vive en Japón desde hace años. “Lo único que hay en las entradas a los puentes es una cesta en la que poner el dinero y un detector de movimiento que hace saltar una grabación en la que te agradece haber cruzado ese puente”.

Es en este Japón alejado donde uno toma conciencia de que es el diferente, el que capta más miradas. IMG_0881 La plaga de turistas extranjeros que asolan la región de Kansai, al noreste, no suele acercarse por aquí. El tiempo limitado suele condicionar la visita, cercándola a la obligatoria y saturada Kyoto, quizás a Hiroshima.

Pasando por alto esta zona, enclave predilecto de los japoneses donde en temporada baja tienes que preguntar de puerta en puerta para encontrar cobijo. Y donde puedes asomarte a la experiencia del alojamiento tradicional japonés, el ryokan, más barato que en las ciudades. En estos hoteles integrados en casas particulares la cama es el tatami y un futón. El baño presenta dos opciones: sentarse sobre un barreño de plástico para tirarse cubos de agua por la cabeza, o meterse en un rudimentario jacuzzi.

Es buena idea hacer noche a mitad del recorrido en algún lugar donde retomar fuerzas antes de la siguiente jornada de pedaleo. Aunque "mañana" sea reversible en cada isla. Siempre se puede cortar en alguno de los innumerables puertos por los que se pasa, subir a bordo de un ferry con la bicicleta al hombro y volver al punto de partida. 

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07 may 2013

Un Camino de Santiago japonés

Por: L. Pejenaute / J. Galán

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Henro -peregrino- entrando al templo Ishiteji, el número 51 de la ruta.

Las capillas se cambian por pagodas y las flechas amarillas por muñecos rojos. Tallas budistas a cambio de cruces y un gorro susenaga que portar en lugar de una vieira. Pero la filosofía es la misma: en torno a Shikoku, una isla semidesconocida al sur de Japón, discurre un Camino de Santiago. Peculiarmente circular, el peregrinaje de los 88 templos sagrados de Shikoku sigue el perímetro de la isla a lo largo de 1.400 kilómetros.

“Los templos solo marcan el peregrinaje, no son el peregrinaje”, es una frase que escuchamos varias veces en la isla. Una famosa cita del libro Peregrinaje japonés, que a pesar de ser cierta se puede poner en duda al entrar en algunos de los 88 templos budistas. Un ejemplo: cojamos el número 51, Ishiteji, uno de los más conocidos. Algo que no extraña cuando lo ves. Pongamos que estás en Dōgo Onsen, un famoso balneario del siglo XIX. Y que para llegar al templo sabes que hay que seguir una carretera hasta encontrar una cueva oculta excavada en roca. Supongamos que la encuentras -no a la primera-, y que recuerdas lo que te han dicho sobre que es una alegoría del camino hacia la iluminación budista. Por eso te internas en las tinieblas que cubren un pasillo de cientos de metros, dividido a lo largo en dos por una cuerda, atada a su vez a decenas de estatuillas de piedra con gorros y baberos rojos. Que sonríen tan en paz como perturban.

 

Debatiéndote entre mirar o no a los pequeños, comienzas a caminar tanteando las paredes húmedas, en las que cada pocos pasos hay débiles bombillas que en vez de luchar contra la oscuridad le dan fuerza. De vez en cuando el pasillo de roca se ensancha en estancias más amplias en las que reina esa clase de silencio que intenta crear alguien que no quiere hacer ruido. El flash de la cámara abre brechas en la penumbra; siniestros fogonazos que revelan que solo hay altas estatuas de madera pintada de colores. Menos mal. Aun así aligeras el paso hasta que por fin, al fondo, se ve la iluminación del día. Y eso que solo era una de las cuevas de entrada a Ishiteji, el número 51.

Estatuillas protegidas con baberos en el templo de IshitejiUn templo encerrado en un tupido bosque en el que las ofrendas van por montones. Hay pilas de grullas de papel de colores, de guijarros manuscritos o de palillos de incienso a punto de colapsar. Monedas de un yen, zumos, tablillas, cascabeles de latón, estatuillas de cuarzo y muñecos de peluche también se amontonan ante las deidades. Pero es que no hay un solo objeto que se pueda sentir solo: velas por encender, flores silvestres cortadas que beben de vasos de plástico o un ejército de estatuillas protegidas con baberos y más gorritos de lana, los llamados protectores de los viajeros y los niños. Por entre todo esto deambulan varios peregrinos recitando oraciones y frotando su rosario entre las manos. Ishiteji es suficientemente grande como para pasar horas de exploración bajo la mirada de la estatua gigante de Kūkai que domina la misma montaña que atraviesa la perturbadora cueva.         

Es por este santo budista japonés por quien se hace todo el recorrido. Se dice que el también llamado Kōbō Daishi, una referencia en el budismo japonés más importante que el mismo Buda, entrenó en estos templos a lo largo de su vida, allá por el siglo IX. Entre otras muchas cosas, a Kūkai se le atribuye la fundación de la Escuela Shingon de budismo esotérico. Intrigantes muestras de esta rama, en la que Japón ha sido y es un referente fuera de la India  y el Tíbet, se esparcen por el itinerario.

También desperdigados, los peregrinos, conocidos como henro, siguen las huellas del santo en una de las RECURSO 3 poquísimas peregrinaciones cíclicas del mundo. Es más duro que el Camino de Santiago, que muchos toman como referencia, aunque las diferencias igualan a las semejanzas. Hay quien lo completa en coche o autobús, y no ha sido reconocido como patrimonio de la humanidad, como ocurre con el Camino y el peregrinaje de la península Kii, también en Japón. Pero debería: series de jornadas montañosas por el lluvioso sur se suceden con etapas en las que se bordean acantilados y otras en que los templos se alcanzan en cadena, llegando a cuatro o cinco en un día. Pero también hay tramos en los que los peregrinos solo ven asfalto y coches que zumban a su lado por la falta de aceras o andenes. 

Uno de ellos es Takeda, 58 años, profesor de Física en una universidad de Hokkaido, al norte de Japón. Está a punto de concluir dos tercios del camino por los que ha andado solo en un mes unos 30 kilómetros diarios. Cuenta que lo más complicado se lo encontró al sur, en la montaña Ishizuchi, la que, de querer seguir la tradición, hay que escalar trepando por unas cadenas clavadas en la roca. Se acaban sus vacaciones y el resto del peregrinaje se lo reserva. Volverá para hacer el ritual en los 37 templos sagrados que le quedan: reverencia en la entrada, lavativa de manos y boca, toque de campana, copiar un Sutra (una especie de oración) e introducirlo con un donativo en una caja, encender incienso y vela, unir las manos y rezar, pagar por recibir el sello del templo y despedirse con otra reverencia. Takeda lo acompañaba de otro ritual también muy nipón: hacerse una foto a sí mismo con un trípode.

RECURSO 2Los motivos para emprender este peregrinaje, también conocido como Shikoku-O, son tan variados como los del que termina en Galicia. Ni el profesor universitario ni Tomoaki, un estudiante que lo hace por etapas cada fin de semana, caminaban por un motivo religioso. Sí es este el que guia a muchos ancianos que se acercan a cada santuario en coche ataviados con el gorro susegana y las vestiduras blancas. Se acercan a los templos apoyados en un bastón, otro elemento simbólico que alude a la profunda conexión con Kūkai y con los peregrinos muertos en esta ruta referenciada ya en el siglo XII. Creencias individuales aparte, uno no puede evitar impregnarse de la espiritualidad que emana; otro punto en común con la ruta jacobea.

En Matsuyama nos encontramos al tejano Matthew, que personifica esta conexión al declararse un RECURSO 1 enamorado de ambas peregrinaciones. Hizo el Camino hace unos años, donde se encontró con un japonés que le habló del Shikoku-O y de las oportunidades que su patria le ofrecía como profesor de inglés. Al final se decidió por probar los 88 templos, y dando esta vuelta de 1.400 kilómetros conoció a la que hoy es su mujer. Han abierto un albergue en la ruta, y en verano volverán a España para recorrer juntos el Camino. Matthew corrobora que la peregrinación japonesa requiere más esfuerzo que la de Santiago, pero que en cuanto a placeres mundanos, “se disfruta mucho menos… ¡cada etapa española acaba con una comida exquisita y vino!”. El estadounidense añade que es habitual hacer este peregrinaje en soledad: “Tiene un punto más espiritual, menos social que el Camino, aunque con matices, porque entre templo y templo está muy arraigada la cultura del osettai (dar sin recibir nada a cambio)”. Cuenta que los propios locales entregan regalos a los henro porque se cree que así obsequian al propio Kūkai, quien supuestamente nació en el templo número 75.

Aunque lo de numerar cada templo solo nace de la organización obsesiva de los japoneses. No hace falta empezar por el número uno, ni hacerlo en sentido horario; aunque al revés es más difícil porque las indicaciones son más difíciles de encontrar. La regla es que el primer templo que visites marca el fin del camino. Aunque lo normal es que sea Ōkuboji, el número 88, donde los henro dejan lo que se ha transportado, como en Finisterre. Pero este número redondo no representa todos los que son. Centenares de lugares sagrados jalonan la ruta a modo de bonus inesperados.

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Cueva de entrada a Ishiteji, con sus estatuillas arropadas por gorros y baberos.

Con uno de ellos nos topamos en el camino. Su forma de nave espacial se adivina entre las copas de los arboles desde la carretera que lleva a la cueva de la que hablábamos. El lugar está sumido en un sopor tétrico, como si los tiempos modernos tuviesen vetada la entrada y tú mismo no debieras estar ahí. La única puerta la pone la maleza salvaje que crece espoleada por años de abandono, y que se puede cruzar ignorando un profano presentimiento (¿o es un escalofrío?) que sacude por dentro. Hace rato que no se ve a nadie en los alrededores.

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Detalle de las pequeñas tallas de madera que reposan en la mandala de Matsuyama. 

Unas manos gigantes de piedra que forman un cuenco rebosan de canicas de cristal y marcan la entrada. A un costado y en posición de loto, un buda anoréxico, ejemplo de cómo el ascetismo extremo es un comportamiento incorrecto, le pone un toque más inquietante. Las bolitas de cristal, ofrendas que los peregrinos van dejando caer de sus rosarios, adoquinan la hierba. Entramos. Lienzos y tallas de madera de distintas figuras hinduistas y budistas. Un aperitivo de lo que espera arriba. Porque lo que parecía una nave espacial contiene un mandala budista, ejemplo del esoterismo más caótico e incomprensible. Apareces en medio de un círculo cuyas paredes encierran un diagrama que se utiliza como guía de la meditación. Pero no solo estás en el centro. Eres el centro de atención.

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Tallas de madera y butacas de terciopelo predican el Budismo Esoterico en Matsuyama.

Doscientas tallas de madera te miran fijamente, porque no tienen a nadie más a quien mirar. Te sientes culpable y no sabes por qué. Las hay bonachonas y entrañables, maléficas y desfiguradas. Desde los dos palmos de alto a los dos metros. Algunas, con una expresión de insoportable dolor y otras, de profunda paz. No hay dos iguales, porque cada una está tallada por una persona diferente. El polvo y la dejadez de este lugar repleto de tesoros contrastan con un aparato de sonido que ocupa el centro de la estancia. Varias butacas de terciopelo rojo, como traídas de un viejo cine sobre la espalda de David Lynch, descansan entre las estatuas invitándote a tomar asiento y, tal vez, convertirte en una de ellas. Una pequeña valla y una aprensión irracional te disuaden de intentarlo.

 

El País

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