El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Del frío siberiano al calor tropical, devorando meridianos rumbo a las Antípodas. Porque se puede viajar de Europa a Australia sin coger un avión. Este blog pretende relatar lo vivido en una ruta en la que se cruzan personas, curiosidades, tradiciones y consejos. Cabe de todo, menos los atajos.

Sobre los autores

Leyre Pejenaute y Javier Galán

"Si te pusieses a cavar un agujero en el suelo, y cavases sin parar, acabarías llegando a Australia". La pequeña Leyre Pejenaute lo intentó con su pala de plástico, pero solo llegó a meter un pie. Sin embargo, la fascinación por esa idea nunca le abandonó. Quizás por eso se le quedó pequeña la carrera de Derecho, los periplos de ida y vuelta por Europa y América, las temporadas en Italia y Reino Unido y los diversos trabajos rutinarios frente a un ordenador. De lo que nunca se cansó fue de contar historias. Ahora se ha dado cuenta de que es más práctica una mochila que una pala. Y aunque tenga que dar un buen rodeo en lugar de ponerse a cavar, va a volver a intentarlo.

Si se acepta que los continentes son cinco, a Javier Galán solo le queda por respirar el aire de Oceanía. Ha dejado de planear los viajes en casa, porque sabe que un vistazo a una guía o una conversación en un hostal pueden darle un giro de miles de kilómetros a la ruta inicial. Le ha pasado en Europa, al sur de Sudamérica, en India y Estados Unidos. Estudió Derecho y Periodismo pensando que las hojas de papel se parecen tanto que se olvidan, mientras que lo que ocurre en tránsito se queda marcado. Ahora actualiza y alarga un viejo proyecto porque ha encontrado a una compañera; si lo llega a hacer solo se habría olvidado de hablar.

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17 jun 2013

La Gran Muralla sin maquillaje

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Sección de la Gran Muralla conocida como Jiankou, cerca de Pekín. / GETTY

Rondan los 30 grados en Xizhazi. Brilla el sol en un nítido cielo azul que ha dejado a algo más de 100 kilómetros la boina de contaminación y polvo del Gobi que Pekín no logra sacudirse. Esa que cubre con una pátina marrón los recovecos de sus hutongs (barriadas) y disipa las azoteas de los edificios. En este pueblo todo está más limpio; se nota incluso en la luz, en el aire. Un anciano fibroso y tostado por el sol deambula por las cuatro calles de Xizhazi  trasladando leña en una carretilla; otra anciana, encorvada por la revancha de una vida en los arrozales, ara un campo pedregoso; de un gallinero salta un chaval tocado con un gorro vaquero y armado con una vara, sus ocho años desafiando a los visitantes que apenas ven a nadie, pero se sienten observados por decenas de ojos. No en vano son la atracción de este poblado cristalizado en el tiempo, formado por una veintena de casas de adobe, chapa y piedra, enormes bloques de piedra. Si uno alza la vista a las montañas que rodean Xizhazi descubre de dónde se ha sacado. La Gran Muralla vigila desde lo alto, en la sección conocida como Jiankou, que rodea este valle por los cuatro costados desde hace miles de años.

IMG_1845Esta sección de la Gran Muralla presume de su grandeza pese a no haber sido restaurada nunca. O precisamente por eso. Se mantiene sin maquillaje, al contrario que las partes restauradas que suelen visitar los turistas en una excursión de un día desde Pekín: la saturada Badaling o la zona de la caminata de Jinshanling. En Jiankou, salvo para hurtar algunas piedras con las que construir, nadie ha vuelto a tocar este portento de ingeniería medio en ruinas y con el encanto de una cara lavada, sin adulterar. Visitar el remoto pueblo de Xizhazi no es factible sin pasar allí una noche: desde Pekín es necesario tomar un autobús hasta Huairou (12 yuanes, un euro y medio), desde donde se pelearán por llevarte a Mutianyu nada más poner un pie en la estación. Cuando escuchen que no quieres ir a esa zona de la Gran Muralla, convertida en un parque recreativo con toboganes incluidos, muchos se lo pensarán mejor.

Nosotros conseguimos que nos llevase una señora que hacía algo inédito en China: usar los intermitentes. Pensábamos que pagarle 200 yuanes (unos 25 euros) por llevarnos a los dos era un precio muy inflado, pero tras más de una hora cauta en coche por montañas escarpadas, y sabiendo que ella aún tenía que volver, nos pareció justo.

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En el camino se van vislumbrando pequeños trazos de muralla semiderruidos, coronando las cimas o serpenteando por las laderas.  Hipnotizados con la emoción de divisar tan cerca algo que siempre has querido conocer nos sobresalta una mujercilla enjuta sentada en un taburete, que aborda el coche salida de ninguna parte para exigirnos 20 yuanes por entrar a los dominios de Jiankou. Lo hace junto a un enorme y azul cartel que avisa en chino y en inglés de que esa sección de la Muralla está clausurada y que no se puede visitar porque desean protegerla.

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Nosotros, pobres domingueros aventureros, llegamos al mediodía sin una gota de agua. Menos mal que entre los lugareños curiosos enseguida nos aborda Chung, que se ofrece a darnos cobijo y cena en su casa esa noche, además de botellas de agua helada, por 3 euros al cambio.

IMG_1856Solucionado esto gracias al universal lenguaje de señas, hay que caminar montaña arriba. Varios senderos conducen a distintas secciones de la Gran Muralla entre campos de maíz y frondosa vegetación primaveral. Tres cuartos de hora después, ya en la cima y solos, nos quedamos boquiabiertos ante las vistas. Y piensas que fueron humanos quienes hace dos mil años comenzaron a construir piedra a piedra esta majestuosa espina dorsal de roca que remarca milimétricamente la cima de los montes. A las órdenes de humanos que creyeron que un muro los defendería para siempre de las amenazas bárbaras, que no intuyeron que llegaría Gengis Kan, la artillería pesada o el aeroplano, que confiaron en que el hombre puede controlar el terreno.

Estamos solos. Solos para explorar, deambular con tiento sobre rocas que parecen a punto de derrumbarse por el viento, levantar a pulso las almenas sueltas, rozar con veneración las piedras perforadas por raíces y árboles que se mofan en su crecimiento imparable del orgullo del hombre. Los puestos de guardia, diseminados en las cumbres, refugian restos de hogueras errantes. Dan ganas de pasar la noche aquí. Caminamos siguiendo el curso de la Gran Muralla, parando a cada trecho para hincharnos el pecho con las vistas panorámicas, llenos los ojos de naturaleza quebrada por la mano del hombre y no por eso carente de armonía.

Trepamos hasta que el sentido común aconseja parar ante el presentimiento de un colapso IMG_1892 inminente. La muralla mide apenas un metro de ancho en las mayores pendientes, de repente se interrumpe devorada por la vegetación y aparece poco más allá, en esa que llaman la torre de los nueve ojos, como queriendo expresar sigo aquí, y aquí seguiré, testigo mudo del devenir del mundo, de la ambición imparable, del afán del hombre por protegerse de amenazas intangibles aunque sea a costa de sus esclavos.

Con la quietud de esta zona nos sentimos conocedores de la Muralla auténtica, la no explotada. Aunque las decenas de botellas de plástico que apuntalan el camino de vuelta nos extrañan. Más y más botellas sin origen conocido. Es viernes y volvemos al pueblo a cenar en casa de Chung. Una cena sencilla para terminar la semana laboral y recibir al fin de semana. Y con él, a los visitantes chinos que llegan a Xizhazi. Los primeros de los cientos que visitarán la sección de Jiankou durante los próximos dos días se alojan al lado; dos docenas llegados de Shenyang, casi en la frontera con Rusia, que nunca antes habían hablado con un español. Las patas de pollo, los huevos verdes, los picos de pato, las cervezas y los chupitos de licor de arroz a los que nos invitan tienen una contrapartida; las cientos de fotografías que nos harían esa noche. Hasta que se van a dormir unas pocas horas para madrugar para trepar por la Gran Muralla que construyeron sus antepasados. Con resaca y a las cinco de la mañana.

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05 jun 2013

Templos recónditos de Japón

Por: L. Pejenaute / J. Galán

Jardín de musgo en el templo de Saihoji, en Kyoto (Japón).
Cuando Japón quiere cerrarse a los visitantes, se crean los trámites. Si no, cómo explicar que para entrar en Saihōji, comúnmente conocido como Kokedera o templo del musgo, sea necesario avisar con hasta dos semanas de antelación para recibir una invitación. El plazo se debe, más que nada, al servicio de correos nipón. Porque para solicitar una de las limitadas plazas diarias hay que enviar una postal al templo informando del nombre, edad, profesión, y fecha de quien desee visitarles. Y no en una postal cualquiera, sino en una doble que, de cumplir los requisitos, será devuelta a una dirección postal japonesa con una invitación pegada que se debe entregar el día de la visita. Por si la antelación y la necesidad de que el alojamiento guarde y entregue la postal no son suficientes, hay que pagar 3.000 yenes (24 euros) por entrar.

IMG_1349Los trámites y el dinero tampoco bastan para entrar en este recinto patrimonio de la humanidad. Sus habitantes exigen, además, que se copie una oración, un sutra interminable de tamaño A3 que espera a los  visitantes enmarcado en la pared. Cientos y cientos de caracteres japoneses dispuestos a ser transcritos con pincel y tinta. Aunque incluso para los visitantes nacionales resulta tedioso, el significado se encuentra al completar esta tarea. Porque, además de la oración, se debe escribir un deseo. Un solo deseo, remarcan los monjes. Tú, papel, tinta y un pincel que caracolea en tu cabeza durante una hora larga hasta atrapar lo que más anhelas, lo que realmente quieres; una reflexión a fondo convertida en un ejercicio de meditación sentada en el suelo. Y después de la prueba, el musgo. Un paseo a través del templo en el que te acabas preguntando si, a pesar de la trascendente reflexión del principio, Kokedera no se ha rodeado de misterio para subir su caché en Kyoto, una ciudad tan plagada de templos como de visitantes.

Porque las dificultades para acceder al templo del musgo son culpa de sus moradores, ya que llegar no deja de ser fácil en un autobús IMG_1359urbano desde el centro de Kyoto. En cambio, lo arduo de alcanzar el monte Kōyasan (monte Kōya) no se le puede recriminar – aún – a nadie. Porque quien comenzó a levantar edificios en esta llanura elevada sobre una montaña lleva muerto desde el año 835. Kōbō-Daishi, el santo budista que al parecer será el único que sepa traducir para los humanos el mensaje del Buda Miroku cuando este regrese a la Tierra, sigue meditando allí –y decimos “meditando”, no enterrado-. Y para no perderse el sermón, todo budista japonés que se precie se ha reservado un trozo de subsuelo guardando una parte de sí, por lo menos un mechón de pelo. ¿El resultado? Un cementerio, el de Oku-no-in, que se alarga más de dos kilómetros cruzado por la mitad por caminos en los que es imposible no desviarse atraído por las tumbas que se internan en el bosque.

IMG_1455Pero las peripecias para llegar a este paseo, tan inquietante como placentero, son en sí mismas un descubrimiento. Desde Nara, la hermana pequeña de Kyoto, y sin coche propio, el acceso se las trae. Hay que coger dos líneas de tren, la última de las cuales comienza a arañar las montañas bordeando vertiginosos precipicios. Cuando la pendiente es demasiada para un vagón, hay que cambiarlo por un funicular que culebrea por la falda de una de las ocho montañas que rodean la planicie de Kōyasan. Y al llegar a la estación, montarse en un autobús por una carretera que, de no conocerse el conductor, te llevaría rápidamente al inicio… pendiente abajo. Más de cuatro horas de viaje para llegar a retroceder a un tiempo que cuelga de tumbas tan antiguas que han llegado a ver cómo cedros centenarios les caían encima y las derruían.

Como en otros lugares sagrados japoneses, la variedad atesora el encanto. Aquí predomina el color gris-piedra-lápida y el verde-liquen-impregnado. No faltan, claro, las ofrendas en forma de latas de cerveza abiertas ni los montones de cantos, solo que en este lugar se trata también de diferenciarse incluso en algo tan ecuánime como la muerte. No se puede hablar del cementerio sin mencionar lo más estrambótico: la tumba-cohete espacial o los IMG_1392sepulcros patrocinados por marcas de electrodomésticos de mármol reluciente. Pero el Kōyasan con el que te quedas es el de los infinitos detalles: miles de lápidas que solo se diferencian por lo picada que está la piedra, de pedestales en los que meter velas, de pequeños recintos cerrados que ocupan linajes, de nichos donde la maleza borró los nombres de sus ocupantes hace mucho, mucho tiempo. Todo esto en las faldas de una montaña, en el lugar y la orientación que el terreno permitía, sin importar que al lado haya una montaña de figurillas de varios metros o un tronco hueco cuyas raíces destrozan en su avance todo lo que encuentren. Un zapping ilimitado en versión tan lúgubre como armoniosa.

Para quien es ajeno a las creencias budistas cobra más fuerza la masa de gente anónima indistinguible que el propio lugar donde reposa el santo budista. Al final del cementerio varios edificios majestuosos dejan claro que estás penetrando en uno de los lugares más sagrados de Japón. Una vez sopesado IMG_1388 el peso de una piedra que, se dice, es más ligera cuanto más pura es el alma de quien la eleva (tenemos que reconocer que el pedrusco pesaba lo suyo) se llega a Gobyo. Aquí es donde Kōbō-Daishi entró en un estado de eterna meditación hace 1.200 años, y se supone que aquí sigue. Los concienzudos monjes enceran el suelo hasta ir resbalándose ellos mismos cuando pasan en pos de su ruidosa aspiradora. Ni una mota de polvo se les escapa, y es difícil, teniendo en cuenta que en el mausoleo subterráneo donde reposa el santo hay miles y miles de figurillas alineadas en las paredes.

IMG_1400El complejo monástico de Kōyasan es mucho más que este cementerio. Más de un centenar de templos se ocupan, desde lo alto de estas montañas, de ser dignos cuarteles de la Escuela Shingon de Budismo Esotérico. De entre ellos, el más fotografiado es Dai-tō, en la imagen de la izquierda, con su gigantesco Buda dorado rodeado de cuatro guardianes. Se dice que esta gigantesca pagoda es el centro de la flor de loto formada por los ocho picos que rodean Koya-san.

Aunque para nosotros, Oku-no-in por sí solo compensaría las dificultades de acceso. Como ir y volver en el día es una paliza, es normal que la pereza de retornar al ciclo de autobús, funicular y trenes lleve a alojarse en alguna de la multitud de opciones tradicionales que ofrecen los monjes. De esta manera se puede incluso volver de noche al cementerio, cuando la niebla lo envuelve, si uno se atreve. Hay dos kilómetros nocturnos en los que aterrarse. 

 

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