Si decimos Qingdao, ¿te suena de algo? Probablemente no.
Pues a grandes rasgos es una ciudad portuaria china donde viven más de siete
millones de personas; fue sede de las pruebas de vela de los Juegos Olímpicos
de Pekín; es el centro de producción de la cerveza Tsingtao, una de las más
vendidas del mundo, y hace poco ha empezado a construir un metro desde cero. En Qingdao se palpa la China urbana actual,
loca por el consumo aunque indiferente a las falsificaciones que colapsan unos
mercadillos callejeros que apenas dejan espacio libre en las calles del centro
de la ciudad. En las afueras, la universidad actúa como otra población en sí
misma, con sus restaurantes, sus tiendas, sus residencias. Es allí donde
compramos un billete con destino a Xi’an con el que empezar nuestro periplo en
tren por la China interior. Una travesía que da mucho que pensar sobre la
vertiginosa transformación que está experimentando la segunda potencia mundial
y el talante con el que sus gentes se están adaptando a los cambios.
A partir de ahora, megalópolis perdidas en el mapa de las que nunca has oído hablar se alternarán con pueblecitos encajados entre gargantas rocosas; a las construcciones mastodónticas de torres de apartamentos en serie les seguirán los interminables arrozales. Todo ello condimentado con muchos, muchos chinos que cruzan a diario el país, de las zonas rurales a los núcleos urbanos y viceversa. Como ya nos ocurrió en Rusia, un vagón de tren resulta un observatorio privilegiado para asomarse a la verdadera esencia de un país.
Xi’an, hogar de los archiconocidos guerreros de terracota, es además un frenético nudo ferroviario que hace que la explanada frente a la estación se asemeje a un campo de refugiados. Hordas de turistas comparten el atestado espacio de autobuses de dos plantas con adolescentes chinos vestidos a la última moda y ancianos que cargan fardos de su propio peso. Las murallas de la ciudad, perfectamente conservadas e ideales para recorrer en bicicleta, encierran un barrio musulmán rodeado de estrechos callejones donde todo lo imaginable es susceptible de regateo. Visitar a la armada de terracota es como pasar la mañana en un parque temático tan del siglo XXI que es inevitable que el portento arqueológico pierda encanto.
En cuanto nos alejamos del triángulo turístico al uso
(Shanghai, Pekín y Xi’an), si algún viajero lleva una cámara en tu vagón, tarde
o temprano te obligará con empellones a hacerte una foto sonriente con él. Podríamos
rellenar más de un álbum de fotos nuestras con chinos que hace poco estrenaron
su cámara de alta gama y están aprendiendo cómo utilizarla.
Las instantáneas comienzan ya en la misma cola de acceso a cualquier tren. Es normal que siempre haya alguno al que le resultes curioso, entre los miles de chinos que se agolpan sin concierto para pasar de a uno por las estrechas rejas de acero, cargando enormes bolsas de rafia con a saber qué. Bastante preocupación es no perderse en la turba ni ser arrollado por algún fardo cargado a la espalda. Una vez pasado el control, sin embargo, todo se vuelve bastante más cómodo.
Pero dejando el interior de un tren para más adelante, vamos a bajarnos en una ciudad china elegida al azar en el mapa. Otro nombre antes desconocido que resulta ser Chongqing, centro de un municipio que se eleva entre los acantilados que dan al río Yangzi y, al parecer, cuenta con más de 30 millones de habitantes. Una simple escala en una megalópolis que escenifica lo que está ocurriendo en China en los últimos tiempos: comprimir décadas de consumo y construcción en meses: en esta ciudad constantemente cubierta de niebla llegamos a ver cinco puentes superpuestos para coches y trenes. Y a la distancia de un paseo, a un alegre dentista que extraía muelas en plena calle junto a una vendedora de pescados que esperaban coleando en unas bañeras su turno para convertirse en mercancía.
Chongqing presume con orgullo de
sus calderos de comida picante o huoguo; guisos hechos exclusivamente para
abrasarte el aparato digestivo, aunque el ingenuo occidental, entre foto y foto
de los comensales de alrededor (que ni siquiera sudan) lo pida “solo un poco
picante”. En el centro de la mesa va el caldero, nada más que agua hirviendo
con pasta
de chili y guindillas de la zona. El resto de ingredientes se pide aparte,
y se sirven al gusto en platitos tofu, vegetales, carne, intestinos de vaca,
tocinos, cabezas de pato, hígados, huevos verdes y decenas más de exquisiteces
crudas que no fuimos capaces de entender. Todas esas delicias se dejan en el
caldero cualquiera que sea su sabor para recubrirse de escozor.