Carreteras mal asfaltadas que serpentean por una selva frondosa, diluvios intermitentes, una motillo y un depósito que se vacía como si lo hubiesen agujereado. Nuestra primera aventura en Laos consiste en recorrer los 60 kilómetros que separan Luam Nam Tha de Muang Sing, al norte del país. Internarnos en la jungla Nam Ha, un espacio protegido donde dicen que habitan tigres, se ocultan las tribus más esquivas del país y los lugareños ofrecen a partes iguales piñas, sonrisas y opio.
Si uno cruza a Laos desde China es casi seguro que acabe aquí.
Al puesto fronterizo se llega en un autobús que sale temprano
desde Jinghong, ciudad a caballo entre China y Tailandia, después de unas siete horas de trayecto. Tramitado el
visado bajo una lluvia monzónica que no respeta ni a los monjes, aún faltan
horas para llegar. Con mejores infraestructuras se tardaría mucho menos, pero
sería a costa de cortar en rebanadas selva y montañas. En Laos hay que
acostumbrarse a invertir unas tres horas por cada cien kilómetros. Al menos hasta
que los chinos cumplan su promesa: una autopista que una Kunming con la
capital, Vientiane, prevista para 2014. Salvaje.
Pero volviendo a Luam Nam Tha, poco tiempo querrá uno quedarse en el pueblo teniendo tan cerca una reserva natural conocida en Laos por su gestión sostenible. Las rutas de senderismo guiadas por locales, machete en mano, cumplen lo que prometen: las sanguijuelas se cuelan en los calcetines, la comida se sirve en hojas de palmera y se duerme en campamentos tribales. Es imposible quitarse del todo la sensación de parque temático, pero también se siente que se apoya a personas con pocas opciones económicas.
Las rutas se adaptan a todos los niveles: desde pequeños paseos por asentamientos cercanos a jornadas intensivas con decenas de kilómetros de cuestas. Con baños en ríos, cenas en las que el arroz y el pollo se vislumbran gracias a las velas, prácticas de artesanía, cabras que embisten y muchas sonrisas. Porque en Laos se cumple esa máxima que dice que, cuanto más se aleja uno, más encantadoras son las gentes que se encuentra.
Si no se desea caminar por la jungla, queda la opción de la
motocicleta, el medio de transporte más común en el sudeste asiático. Es raro
ver una moto con menos de tres ocupantes, y si llevas casco se sabe que eres
extranjero. Estamos en el corazón del llamado Triángulo de oro, una zona
inaccesible entre Tailandia, Birmania, Laos y China. Aquí se concentraba en los años 50 la producción de opio con la
complicidad de Estados Unidos, y las tribus acabaron siendo las mayores
perjudicadas. No era un secreto para nadie que la heroína que viajaba a China y
Tailandia provenía de las refinerías de las fronteras. Hoy la actividad ha
disminuido mucho, dicen, por las leyes, las inundaciones y las sequías. Pero
ofrecer opio a los extranjeros con ojillos conspiradores sigue siendo muy habitual, sobre todo cuando uno marcha solo.
Internarse en la jungla a lo loco es temerario, pero no tanto cuando se sigue una carretera. Esta opción permite detenerse al antojo, no donde indique el guía. Nosotros paramos en varios poblados, donde hay gente que pide cualquier cosa que les puedas dar o que te invita a sentarte en cabañas sostenidas sobre pivotes mientras ves a chavales jugar con las gallinas. Suele haber construcciones aledañas más pequeñas de bambú; pisitos de soltero para los hijos varones hasta que se casan. Al detenernos vemos sobre todo ancianos y niños que juegan pícaros mientras sus padres recogen arroz o cuidan del ganado.
Muchos de los poblados que se atraviesan en esta ruta no disponen
de electricidad. Y conforme
nos internamos en la selva nos cruzamos con menos
vehículos y más árboles tan altos como edificios de 12 plantas. A medio camino
comprobamos que estamos en reserva y nos quedan más de 30 kilómetros. A partir
de ese momento, cada pivote que rebasamos indicando los que restan para llegar a Muang Sing es un triunfo.
No podemos hacer más que mantener la velocidad baja y
constante, aprovechando la inercia. Al dejarnos caer por las cuestas,
resbaladizas por los chaparrones, sin ruido de motor, nos integramos con los
lugareños que también fluyen por la montaña para ahorrar. De las paredes verdes que delimitan
la carretera escapa un estruendo, un concierto sin
melodía que resuena como un
martillo neumático. Sin idea de cuántos seres vivos hacen falta para crear
semejante barullo, cada vez nos queda más claro que la naturaleza es de todo
menos silenciosa.
Disfrutando, empapados y quemados por el sol, viendo a gente dormir a la sombra de su camión averiado, jabalíes que no quieren que te detengas y siendo adelantados por motos con cuatro jóvenes a bordo, llegamos a Muang Sing. Echamos gasolina como para hacer el mismo camino dos veces y celebramos que no ha habido que empujar la moto, tomando una Beerlao, la cerveza monopolizada del país, frente a unos arrozales.
De regreso, ya por la tarde, cotilleamos en los mercados montados en la cuneta por los padres de esos niños que no estaban en la escuela por la mañana. Venden sabrosas hortalizas y frutas recogidas ese mismo día. La gente se baña en el río al atardecer y los mosquitos saturan el faro de la moto y se estrellan en la cara. Con cada uno que desincrustamos nos preguntamos qué impacto habremos tenido en esta jungla.