No es fácil mirar a Ryan a los ojos a las dos de la mañana, porque a unos metros hay dos niños pegándose puñetazos en medio de la calle. Tampoco es fácil entenderle, por lo alto que suena La Macarena sobre cientos de cuerpos empapados de lluvia, alcohol y música. Pero sí escuchamos a este guineano afirmar, rotundo, que “todo es posible en Bangkok”. Él llegó hace ocho años y en este tiempo ha hecho de todo: “Hasta traficar con crías de elefante”, deja caer una vez apalabrado algún negocio turbio vía móvil. Estamos en Khao San, la calle más excéntrica de entre todas las frecuentadas por turistas al anochecer; no es el Bangkok real, pero también es capaz de serlo. La capital tailandesa engancha, y 72 horas allí son suficientes para darle la razón a Ryan.
Llamar a la suerte con budas o monjes tallados en piedras del tamaño de una uña es una llamativa creencia tailandesa. El comercio más accesible para el visitante se concentra en un mercado callejero cercano al palacio Wat Pho. Aunque más que concentrarse se despliega: multitud de mesas con montañas de estas diminutas esculturas se extienden en los bajos de los edificios. Es un curioso paseo para cualquier novato tratar de entender por qué algunos amuletos están bien protegidos por cristales y otros simplemente apilados por miles, y cómo los diferencian los compradores que se pasan horas escudriñándolos, monóculo en ojo, buscando una ganga.
Un restaurante a 63 alturas
Cenar, o simplemente tomar una copa, en un piso 63 con vistas a Bangkok, sabiendo el barullo que hay abajo, es lo que se paga en Sirocco.
Las vistas y el ambiente exclusivo, claro. El restaurante al aire libre más alto del mundo, como no se cansa de anunciar, maneja unos precios accesibles que permiten cenar o beber sobre el rugido amortiguado de la ciudad. Pese a las pintas de los actores de Resacón en Las Vegas II, la realidad exige etiqueta.
El centro de Bangkok está rodeado de canales. Con los atascos que la colapsan y el tiempo que se pierde parando a una media de cinco taxis hasta que alguno acepta usar el taxímetro, atajar por el agua parece una buena solución. Aunque el color haga pensar que, de caerte, el último de tus problemas sería haberte mojado. Pero la sucesión de templos que compiten con sus tejados dorados en las orillas hace olvidar la contaminación, especialmente por la noche, cuando la iluminación es hipnótica.
Un buda de 15 por 40 metros no se ve todos los días; uno recostado cual Maja de Goya chapada en oro, menos. El templo Wat Pho es el hogar de semejante deidad, la más fotografiada de entre un centenar de estupas y miles de estatuas budistas. Hay tantas en este recinto que no todas tienen reservado un lugar, y se apilan en pasillos o esquinas, algunas con una pátina de polvo de años. Las que han sido restauradas brillan como el oro; las que no, siguen luciendo el negro bajo sus atuendos naranjas.
Fila de estatuas en el templo Wat Pho.
La música tradicional que suena en cada asalto embota la cabeza, y los golpes que se intercambian luchadores de todos pesos y tallas hacen apartar la vista, pero el muay thai es un arte marcial casi sagrado en Tailandia. En el estadio Lumpini, por unos 50 euros, se puede asistir a 10 combates seguidos en un recinto de chapa que tiembla como una hoja bajo el aguacero de la tarde. Hay tanto movimiento dentro del ring como fuera, gracias a los tailandeses que apuestan a gritos en la grada tras cada rodillazo.
El Sirocco es curioso, pero la auténtica experiencia culinaria tailandesa empieza y acaba en la calle. En los laberintos entoldados que florecen al atardecer entre bombillas y vapores de cilantro. En las atestadas calles en torno a los canales, alternándose con los adornos florales del mercado de las flores. En la oferta de los vendedores ambulantes que cocinan en hornillos portátiles a cualquier hora de la noche.
Música en directo
Más allá de las melodías comerciales que bombean las aceras de la calle Khao San, en Bangkok hay locales de música en directo de gran calidad. Ad here the 13 es una parada indispensable si lo que te va es el blues y arreglar el mundo. Para lo primero está el dueño del local, guitarrista excepcional, el mejor de Tailandia, que toca con su banda, Banglunpoo, varias noches por semana. Para lo segundo te arropa la parroquia de habituales: desarraigados bohemios del mundo atrincherados temporalmente en Bangkok que filosofan sobre consumismo, futuro y piedras, entre ellos y contigo, frente a botellines helados de cerveza Koh Chang.
Todos los caminos
llevan a Khao San
Cualquier turista que pase por Bangkok acabará aquí, aunque trate de evitarlo. Una visita a la estridente zona mochilera es imprescindible, esa manzana donde la fiesta va dos pasos por delante y una desea haber venido a Tailandia con lo puesto para comprarse el resto. Callejones con restaurantes, bares de cócteles, masaje tailandés, hostales para todos los bolsillos, enjambres de tuc tucs, luces de fantasía y ratas que corretean en las sombras. Provista de todas las cadenas de comida rápida que infunden al occidental esa falsa sensación de seguridad. Sin obviar el rincón negro, donde las bebidas cuestan un tercio porque salen de neveras portátiles, donde los bailes espontáneos ponen la calle patas arriba y donde Ryan afirma con ardor: “No cambiaría Bangkok por ninguna otra ciudad del mundo”.