Solo asfalto y barandillas. Y aun así, el puente es el lugar más transitado de Nong Khiaw, un pequeño asentamiento en la zona norte de Laos. Dividida por el río Nam Ou, al este de la población quedan los alojamientos turísticos; al oeste, los de los lugareños. Una clasificación hecha por y para humanos que, por mucho que se crucen en el puente conscientes de cuál es su sitio, se queda en nada al contemplar lo que hay más allá. Porque lo que marca al viajero que pasa por Nong Khiaw son los dientes kársticos que salen de la tierra, cerros escarpados que parecen haber quedado una tarde de lunes para tomar algo en la orilla del río.
Y hay que patearlos. Se ofrecen tantas actividades por las calles de Nong Khiaw que elegir es obligatorio. Escalada, senderismo a las cumbres, remar por el río en busca de una recóndita cascada, un vistazo tribal o una expedición a una cueva. Nosotros nos decidimos por enlazar algo de las diferentes posibilidades.
Dejando atrás a los niños que se bañan en el río y a los que lanzan cosas desde el puente nos montamos en una barca alargada, de poco calado y con el motor a ras del agua , diseñada para moverse por las plantaciones de arroz.
Río arriba nos cruzamos con búfalos que se quitan el calor a
remojo. Muchos son albinos, que
en Laos
significa ser rosa. Algunas mujeres alzan la vista de la ropa que lavan en la orilla para curiosear mientras el bote
maniobra esquivando canoas de pescadores, fumadores taciturnos, y botellas que
flotan inmóviles en el agua. Cuantas más ves, más cerca estás de un
poblado, pues señalan las redes de pesca.
Nos detenemos en uno de ellos, Don Khoun. El guía nos cuenta que a este remoto poblado, ni siquiera conectado al mundo por caminos de tierra, llegó la electricidad hace menos de un mes “y todavía no saben qué hacer con ella”. Los contadores a cero plantados en un poste le ratifican.
Un grupo de hombres a la sombra se afana en dar forma al
hierro candente a martillazos. La estampa de herrería tradicional
no desentona. No se ve instalación eléctrica, bombillas, ni ningún
tipo de aparato moderno; salvo un proyecto de antena panorámica equilibrada con palos.
Sus habitantes, que no llegan a la treintena, observan a los visitantes sin hostilidad, pero desde lo lejos. Las sonrisas parecen impostadas, pero la curiosidad en sus ojos es sincera.
De vuelta de una cascada que cae a una hora de camino del poblado, en esta época nada del otro mundo (quizá por los árboles derribados por una riada que cortan su curso) toca refugiarse bajo una cabaña; porque lo que cae del cielo sí que parece una cascada. Acompañados por una pareja que fabrica cestas de palma pasamos el chaparrón, para luego bajar el río en canoa.
Más relajados que en la subida, fluyendo, con más tiempo para acercarse a los bueyes, bañarse, recoger frutos de los árboles y juguetear con los niños. Y más tensos, esforzándonos por trazar los rápidos o no chocar con los troncos. Hasta volver al porche de nuestra cabaña con vistas al río y a los dientes rocosos, para relajarnos con una baratísima botella de cerveza de más de medio litro. En un alojamiento, como el plato de arroz con carne que hay de cena, tan simple que no satisfará a quien busca lujos. Aquí se prestan las comodidades de la naturaleza. Bueno, y si lo anuncia una pizarra, también wifi.
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