El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Del frío siberiano al calor tropical, devorando meridianos rumbo a las Antípodas. Porque se puede viajar de Europa a Australia sin coger un avión. Este blog pretende relatar lo vivido en una ruta en la que se cruzan personas, curiosidades, tradiciones y consejos. Cabe de todo, menos los atajos.

Sobre los autores

Leyre Pejenaute y Javier Galán

"Si te pusieses a cavar un agujero en el suelo, y cavases sin parar, acabarías llegando a Australia". La pequeña Leyre Pejenaute lo intentó con su pala de plástico, pero solo llegó a meter un pie. Sin embargo, la fascinación por esa idea nunca le abandonó. Quizás por eso se le quedó pequeña la carrera de Derecho, los periplos de ida y vuelta por Europa y América, las temporadas en Italia y Reino Unido y los diversos trabajos rutinarios frente a un ordenador. De lo que nunca se cansó fue de contar historias. Ahora se ha dado cuenta de que es más práctica una mochila que una pala. Y aunque tenga que dar un buen rodeo en lugar de ponerse a cavar, va a volver a intentarlo.

Si se acepta que los continentes son cinco, a Javier Galán solo le queda por respirar el aire de Oceanía. Ha dejado de planear los viajes en casa, porque sabe que un vistazo a una guía o una conversación en un hostal pueden darle un giro de miles de kilómetros a la ruta inicial. Le ha pasado en Europa, al sur de Sudamérica, en India y Estados Unidos. Estudió Derecho y Periodismo pensando que las hojas de papel se parecen tanto que se olvidan, mientras que lo que ocurre en tránsito se queda marcado. Ahora actualiza y alarga un viejo proyecto porque ha encontrado a una compañera; si lo llega a hacer solo se habría olvidado de hablar.

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28 oct 2013

Los vecinos de Angkor Wat

Por: L. Pejenaute / J. Galán

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Vigilantes a la entrada de Pre Rup

Para colocar los primeros ladrillos del día, Fin usa una linterna. Aún no ha amanecido, pero es importante empezar pronto; el calor será aplastante después. Por la carretera contigua zumban tuc tucs cargados de turistas somnolientos. Madrugan para inmortalizar con sus cámaras cómo los rayos de sol tiñen de rosa Angkor Wat al amanecer. Fin sigue levantando su muro sin prestar atención. Lo ha visto miles de veces, no en vano lleva viviendo en el recinto de Angkor toda su vida. Es uno de los cientos de camboyanos que residen casi pared con pared con los templos milenarios de la dinastía Jemer. Y no solo viven allí, sino que en los últimos meses se han lanzado a ampliar sus viviendas.

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Angkor Wat.

Nos llamó la atención tanto movimiento, así que interrogamos a Pai, el conductor del tuc tuc que nos conducía por los templos camboyanos: “¿No es raro que vivan y construyan casas tan cerca de Angkor Wat?”. Al insistir, nos contó que desde su nombramiento como patrimonio de la humanidad, las construcciones de madera, ladrillo o chapa dentro del recinto ni siquiera podían ampliarse. “Pero antes de las elecciones el Gobierno mira para otro lado. Los antiguos propietarios se precipitan a ampliar, y los nuevos, que solo contaban con el terreno, se lanzan a construir”. Ahora, tiempo después, nos encontramos esta información en The Cambodia Daily que confirma que el chanchullo era generalizado. Unas cuantas casas más no importan; unos cuantos votos, sí.

Como cuenta el artículo, “docenas” de propietarios llevaron a cabo estas prácticas sin autorización, “al interpretar que la inacción de la autoridad gubernamental a cargo de la gestión de Angkor se lo permitía”. Meses antes de las elecciones, celebradas el pasado julio, la gente comenzó a construir, cuenta uno de los residentes, “cuando antes ni siquiera nos dejaban levantar un gallinero”. Normalmente se necesita, mínimo, un estudio de impacto ambiental y un informe arqueológico.

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Un hombre y un niño levantando un muro junto a Angkor Wat.

Claro, no es fácil conseguir una autorización para edificar en los alrededores de la construcción religiosa, hinduista y budista, más grande del mundo y sus templos aledaños, con miles y miles de turistas que los visitan sin prestar mucha atención a quienes llaman a aquello su hogar. Esos que, como Fin, viven de vender chucherías y de trabajar los arrozales que crecen a lo largo de los dos circuitos de templos, uno corto de casi veinte kilómetros y otro largo, de treinta. Las entradas a Angkor pueden adquirirse para uno, tres o cinco días, por 20, 40 o 60 dólares estadounidenses, moneda oficiosa del país. Si entras una hora antes del atardecer, hacia las cuatro de la tarde, la entrada es gratuita.

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Entrada sobre el foso de Angkor Wat.

Ambos circuitos pasan por la mayor atracción: Angkor Wat, ese templo rodeado por un inmenso foso y erigido por el rey jemer más recordado, Suryavarman II, que se creía la reencarnación del dios Visnú. A las cinco de la mañana el recinto rebosa de visitantes prestos a tomar la mejor fotografía del amanecer

IMG_3452en el emblema nacional de Camboya. Las cinco torres con forma de flor de loto se reflejan en una charca mientras desde una treintena de puestecillos llegan los adolescentes tratando de captar clientes para el desayuno: “Le espero en el número 3 señor, recuerdo su camisa blanca”.

Y lo cierto es que Angkor Wat no decepciona; su foso, sus bajorrelieves, sus empinadas escaleras, sus filas de estatuas. No es de extrañar que el esfuerzo económico que lo construyó, allá por el siglo XII, contribuyese al declive de la dinastía jemer.

“Ahora que es pronto, ¿por qué no vamos a templos más alejados?”, nos aconseja Pai. A no ser que se decida recorrer los templos en bicicleta, algo que no nos decidimos a hacer por las constantes lluvias, uno acabará haciéndose amigo del conductor de su tuc tuc. El nuestro paga a plazos su vehículo. Cuando lo amortice quiere ahorrar para montar un restaurante o un hostal, sueños dorados de tantos en Siem Reap, la ciudad adyacente. Normalmente se alquila un tuc tuc por mañanas y el precio varía en función de los kilómetros. Es importante fijarlo de inicio para evitar sorpresas. Suelen ir de los 10 a los 25 dólares. Hay quien pensará que por qué no alquilamos una moto como en Laos o Tailandia... pues porque está prohibido; el lobby de los tuc tuc se deja notar.

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Un descanso en el vehículo a la espera de los clientes.

Dejamos a los turistas en Angkor Wat y el espectacular Bayón, famoso por las misteriosas caras sonrientes que decoran sus 54 torres. Por el camino nos cruzamos con niños en bicicleta con uniforme escolar y motos que cargan tres veces su peso en fardos de hojas de palma. Llegamos a Ta Prohm. Cierto, estamos solos. Y se nos entrecorta la respiración. ¡Se ve tan claro cómo la naturaleza se impone sobre las obras humanas!

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Ta Prohm.

En cada esquina brotan ceibas, árboles descomunales que crecen y abrazan murales, torres y puertas. Una lluvia torrencial nos obliga a refugiarnos bajo cornisas milenarias fundidas con raíces que les van a
IMG_3681la zaga. Pero cuando amaina el monzón aparecen los vendedores. Porque aunque muchos no se resignen a abandonar su parcela de arroz, el turismo es el motor de quienes viven en Angkor.

Son una constante, claro, porque viven allí. Aparecen en cualquier parte. En las cinco torres del templo-montaña de Pre Rup, explicándote quién es el buda de turno y aguardando la correspondiente propina; en la vereda encharcada que lleva al templo del Mebon Oriental, construido en el centro de lo que fue un gran estanque que irrigaba los arrozales de la época; en el camino a Phnom Bakheng, injustamente famoso por sus vistas del atardecer.

Pero otros muchos viven al margen. Y basta con internarse por los caminos que parten de la carretera para tratarlos. Son el reflejo de la Camboya que fue y la que es, la que lucha por librarse de un pasado sangriento y de un presente de escasez. En sus miradas sobrevive el orgullo jemer, aunque te estén vendiendo una pulsera o simplemente pidiéndote “one dollar”. Igual que en sus templos quedan los restos de la ambición de quienes los construyeron y se arruinaron en el intento. Ellos, ampliando sus hogares, siguen la tradición.

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Trabajos en el recinto de los templos de Angkor.

03 oct 2013

La Tailandia oculta en la 'Isla Elefante'

Por: L. Pejenaute / J. Galán

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Lo llaman paraíso mochilero, pero de día apenas se ve a ninguno. Las playas, tan paradisíacas como se espera de una imagen de catálogo, están desiertas. Hay tanto espacio en Koh Chang, la isla elefante de la costa este de Tailandia, que quien la visita tiende a alejarse de los demás para deleitarse con este tesoro marginado de la explotación turística, a diferencia de sus saturadas primas Koh, al sur de Bangkok. Aquí hay de todo: precios irrisorios, elefantes y monos que invaden la sinuosa carretera, cascadas, coloridos pueblos pesqueros, actividades de aventura y comida gourmet de primera clase. Al caer la noche y la lluvia, gente de todo el mundo se despereza, recargados para otra noche demencial y alucinógena.

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Tal es el plan de quien recae en Koh Chang en temporada baja: llegamos para un par de días y nos atrapó por varias semanas. Y conocimos a más de uno que se bajaba del mundo en uno de sus bungalows durante meses. Difiere tanto la noche del día que expondremos una jornada tipo, en la que, con un presupuesto no mayor de 15 euros, el sentimiento de paraíso terrenal cobra sentido.

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Día. Un despertar plácido envuelto en una mosquitera te recuerda que puedes encontrar bichos alrededor, pero también que el alojamiento en primera línea en Lonely Beach te ha costado dos euros. Un pequeño paseo por la playa que cumple las expectativas de su nombre te lleva a desayunar fruta recién exprimida, y no hace falta ir lejos para encontrarse solo tomando el sol.

Con una moto alquilada se llega a distintas cascadas del frondoso interior por carreteras que desafían la gravedad, o a las playas aún más desiertas del este de la isla. La isla es tan grande que, para no tener que ir a las únicas dos gasolineras que hay, en las tiendas se venden botellas de whisky rellenas de gasolina. Desde la moto juegas a buscar, como quien busca a Wally, a los monigotes de cierto grafitero que ha tomado todas las esquinas de la isla con un estilo muy característico. El arte urbano y los tatuajes también tienen su sitio en Koh Chang.

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Al sur, el pueblo pesquero de Bangbao merece un día entero y las baterías de la cámara bien cargadas. En un muelle larguísimo que se adentra en el mar se alternan restaurantes de marisco recién pescado y tiendas de artesanía sin público, para mirar joyas y maderas talladas a mano durante horas. Y al final, los coloridos barquitos de pesca escoltan el camino hasta un faro de postal.

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Al ponerse el sol, una cena de ibéricos y patés en un restaurante con asientos tan cómodos como singulares redondea un día de placeres turísticos y relajados.

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Noche. Las lluvias, más presentes en la oscuridad, crean al anochecer un horizonte iluminado por rayos que abaten el mar. Las gotas, que caen con furia propia del monzón, no hacen sino exaltar el desmadre fiestero. La población de la isla no cierra en temporada baja, y la música en directo no se detiene. En fin de semana, gente de Bangkok llena el ferry en busca de los excesos que ni siquiera una ciudad tan extrema como la capital puede satisfacer.

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Y los bares se llenan. El sistema está calculado para que cada día de la semana la fiesta se organice en un garito. Un desmadre en el que saciarse de alcohol, controlando hasta que uno decida, pero estimulado por todos los occidentales y asiáticos que sin pudor se permiten actitudes prohibidas en sus hogares. Los tailandeses lo favorecen, con sus barras en llamas al pedir chupitos, sus animadores juguetones y sus danzas de fuego. No hay límite horario; mientras haya quien baile y gaste, habrá música.

Sustancias alucinógenas, como los hongos licuados en batido, se sirven con naturalidad en lugares que todo el mundo conoce y recomienda. En un resort en medio de la selva, donde los colores se mezclan al romper las olas y nada es lo que parece, aparecen búfalos y monos de la nada. Los cocos tienen vida propia y las ranas, que montan conciertos en inmensas charcas creadas por el monzón, impiden escuchar a quien tienes al lado. Aquí se recibe al nuevo día escuchando los timbales en la playa, y los rezagados dan el relevo a quien se despierta a ver cómo los relámpagos se diluyen con los primeros rayos de sol. Amanece en Koh Chang, y uno se pregunta: con semejante paraíso, ¿quién necesita ir a Koh Samui, Koh Pha Ngan o Koh Phi Phi? 

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