Vigilantes a la entrada de Pre Rup
Para colocar los primeros ladrillos del día, Fin usa una linterna. Aún no ha amanecido, pero es importante empezar pronto; el calor será aplastante después. Por la carretera contigua zumban tuc tucs cargados de turistas somnolientos. Madrugan para inmortalizar con sus cámaras cómo los rayos de sol tiñen de rosa Angkor Wat al amanecer. Fin sigue levantando su muro sin prestar atención. Lo ha visto miles de veces, no en vano lleva viviendo en el recinto de Angkor toda su vida. Es uno de los cientos de camboyanos que residen casi pared con pared con los templos milenarios de la dinastía Jemer. Y no solo viven allí, sino que en los últimos meses se han lanzado a ampliar sus viviendas.
Nos llamó la atención tanto movimiento, así que interrogamos a Pai, el conductor del tuc tuc que nos conducía por los templos camboyanos: “¿No es raro que vivan y construyan casas tan cerca de Angkor Wat?”. Al insistir, nos contó que desde su nombramiento como patrimonio de la humanidad, las construcciones de madera, ladrillo o chapa dentro del recinto ni siquiera podían ampliarse. “Pero antes de las elecciones el Gobierno mira para otro lado. Los antiguos propietarios se precipitan a ampliar, y los nuevos, que solo contaban con el terreno, se lanzan a construir”. Ahora, tiempo después, nos encontramos esta información en The Cambodia Daily que confirma que el chanchullo era generalizado. Unas cuantas casas más no importan; unos cuantos votos, sí.
Como cuenta el artículo, “docenas” de propietarios llevaron a cabo estas prácticas sin autorización, “al interpretar que la inacción de la autoridad gubernamental a cargo de la gestión de Angkor se lo permitía”. Meses antes de las elecciones, celebradas el pasado julio, la gente comenzó a construir, cuenta uno de los residentes, “cuando antes ni siquiera nos dejaban levantar un gallinero”. Normalmente se necesita, mínimo, un estudio de impacto ambiental y un informe arqueológico.
Un hombre y un niño levantando un muro junto a Angkor Wat.
Claro, no es fácil conseguir una autorización para edificar en los alrededores de la construcción religiosa, hinduista y budista, más grande del mundo y sus templos aledaños, con miles y miles de turistas que los visitan sin prestar mucha atención a quienes llaman a aquello su hogar. Esos que, como Fin, viven de vender chucherías y de trabajar los arrozales que crecen a lo largo de los dos circuitos de templos, uno corto de casi veinte kilómetros y otro largo, de treinta. Las entradas a Angkor pueden adquirirse para uno, tres o cinco días, por 20, 40 o 60 dólares estadounidenses, moneda oficiosa del país. Si entras una hora antes del atardecer, hacia las cuatro de la tarde, la entrada es gratuita.
Entrada sobre el foso de Angkor Wat.
Ambos circuitos pasan por la mayor atracción: Angkor Wat, ese templo rodeado por un inmenso foso y erigido por el rey jemer más recordado, Suryavarman II, que se creía la reencarnación del dios Visnú. A las cinco de la mañana el recinto rebosa de visitantes prestos a tomar la mejor fotografía del amanecer
en el emblema nacional de Camboya. Las cinco torres con forma de flor
de loto se reflejan en una charca mientras desde una treintena de puestecillos
llegan los adolescentes tratando de captar clientes para el desayuno: “Le
espero en el número 3 señor, recuerdo su camisa blanca”.
Y lo cierto es que Angkor Wat no decepciona; su foso, sus bajorrelieves, sus empinadas escaleras, sus filas de estatuas. No es de extrañar que el esfuerzo económico que lo construyó, allá por el siglo XII, contribuyese al declive de la dinastía jemer.
“Ahora que es pronto, ¿por qué no vamos a templos más alejados?”, nos aconseja Pai. A no ser que se decida recorrer los templos en bicicleta, algo que no nos decidimos a hacer por las constantes lluvias, uno acabará haciéndose amigo del conductor de su tuc tuc. El nuestro paga a plazos su vehículo. Cuando lo amortice quiere ahorrar para montar un restaurante o un hostal, sueños dorados de tantos en Siem Reap, la ciudad adyacente. Normalmente se alquila un tuc tuc por mañanas y el precio varía en función de los kilómetros. Es importante fijarlo de inicio para evitar sorpresas. Suelen ir de los 10 a los 25 dólares. Hay quien pensará que por qué no alquilamos una moto como en Laos o Tailandia... pues porque está prohibido; el lobby de los tuc tuc se deja notar.
Un descanso en el vehículo a la espera de los clientes.
Dejamos a los turistas en Angkor Wat y el espectacular Bayón, famoso por las misteriosas caras sonrientes que decoran sus 54 torres. Por el camino nos cruzamos con niños en bicicleta con uniforme escolar y motos que cargan tres veces su peso en fardos de hojas de palma. Llegamos a Ta Prohm. Cierto, estamos solos. Y se nos entrecorta la respiración. ¡Se ve tan claro cómo la naturaleza se impone sobre las obras humanas!
En cada esquina brotan ceibas, árboles descomunales que crecen
y abrazan murales, torres y puertas. Una lluvia torrencial nos obliga a
refugiarnos bajo cornisas milenarias fundidas con raíces que les van a
la zaga.
Pero cuando amaina el monzón aparecen los vendedores. Porque aunque muchos no
se resignen a abandonar su parcela de arroz, el turismo es el motor de quienes
viven en Angkor.
Son una constante, claro, porque viven allí. Aparecen en cualquier parte. En las cinco torres del templo-montaña de Pre Rup, explicándote quién es el buda de turno y aguardando la correspondiente propina; en la vereda encharcada que lleva al templo del Mebon Oriental, construido en el centro de lo que fue un gran estanque que irrigaba los arrozales de la época; en el camino a Phnom Bakheng, injustamente famoso por sus vistas del atardecer.
Pero otros muchos viven al margen. Y basta con internarse por los caminos que parten de la carretera para tratarlos. Son el reflejo de la Camboya que fue y la que es, la que lucha por librarse de un pasado sangriento y de un presente de escasez. En sus miradas sobrevive el orgullo jemer, aunque te estén vendiendo una pulsera o simplemente pidiéndote “one dollar”. Igual que en sus templos quedan los restos de la ambición de quienes los construyeron y se arruinaron en el intento. Ellos, ampliando sus hogares, siguen la tradición.