El Viajero: Guía de Viajes de EL PAÍS

Sobre el blog

Del frío siberiano al calor tropical, devorando meridianos rumbo a las Antípodas. Porque se puede viajar de Europa a Australia sin coger un avión. Este blog pretende relatar lo vivido en una ruta en la que se cruzan personas, curiosidades, tradiciones y consejos. Cabe de todo, menos los atajos.

Sobre los autores

Leyre Pejenaute y Javier Galán

"Si te pusieses a cavar un agujero en el suelo, y cavases sin parar, acabarías llegando a Australia". La pequeña Leyre Pejenaute lo intentó con su pala de plástico, pero solo llegó a meter un pie. Sin embargo, la fascinación por esa idea nunca le abandonó. Quizás por eso se le quedó pequeña la carrera de Derecho, los periplos de ida y vuelta por Europa y América, las temporadas en Italia y Reino Unido y los diversos trabajos rutinarios frente a un ordenador. De lo que nunca se cansó fue de contar historias. Ahora se ha dado cuenta de que es más práctica una mochila que una pala. Y aunque tenga que dar un buen rodeo en lugar de ponerse a cavar, va a volver a intentarlo.

Si se acepta que los continentes son cinco, a Javier Galán solo le queda por respirar el aire de Oceanía. Ha dejado de planear los viajes en casa, porque sabe que un vistazo a una guía o una conversación en un hostal pueden darle un giro de miles de kilómetros a la ruta inicial. Le ha pasado en Europa, al sur de Sudamérica, en India y Estados Unidos. Estudió Derecho y Periodismo pensando que las hojas de papel se parecen tanto que se olvidan, mientras que lo que ocurre en tránsito se queda marcado. Ahora actualiza y alarga un viejo proyecto porque ha encontrado a una compañera; si lo llega a hacer solo se habría olvidado de hablar.

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27 feb 2014

Navegar por el paraíso

Por: L. Pejenaute / J. Galán

VIsta de White Haven beach, islas Whitsunday (Australia) / Luca Tettoni

Australia será gigantesca, pero lo bueno está en la costa. Por eso desde la Gran Barrera la bordeamos hacia el sur, acostumbrándonos al volante a la derecha entre plantaciones de caña de azúcar y camiones arrollacanguros. Al pasar junto un pueblo llamado Bowen alguien grita “¡esto me suena!” en la parte trasera de la furgoneta. Por aquí se rodó la película Australia, con Nicole Kidman y Hugh Jackman. Entre el dato cinéfilo y un cielo empedrado que distrae de la conducción, casi nos pasamos la salida al parque nacional de las Whitsundays. Pero nos ponemos serios: no podemos pasarnos una de las playas más impresionantes que existen (no lo decimos nosotros solos, también los usuarios de Tripadvisor).

DSC_0443Llegamos a Airlie Beach, un pueblecito de 3.000 habitantes que alza orgulloso su mentón al saberse depositario de las llaves para entrar a las islas Whitsundays, aunque eso conlleve que rebose de caravanas, furgonetas y coches convertidos en camas rodantes. Las barbacoas y los baños públicos relucen de puro limpio, y somos conscientes de la regla no escrita en Australia: que nunca falte un lugar donde freír una hamburguesa ni otro donde plantar un pino. 

Tierra adentro se abre un parque nacional que cubre las montañas que cobijan Airlie y un archipiélago de 74 islas. En el origen todo era una misma cordillera costera, pero el nivel del mar subió tras la última glaciación y los picos más altos quedaron como islas separadas del continente.

image from http://aviary.blob.core.windows.net/k-mr6i2hifk4wxt1dp-14022617/0af4be9c-9d02-4d45-a2f6-29ce69230823.pngY solo siete de ellas tienen algún resort. El resto está despoblado. Por eso el negocio son los cruceros a las Whitsundays. Solo hay que sentarse en una terraza del pueblo: en menos de una cerveza las ofertas te encuentran. Nosotros nos decantamos por abordar el Siska, y soltamos amarras muy temprano con el objetivo de relajarnos, pero también de visitar Whitehaven.

Menuda maravilla. Encerrada entre islas vírgenes aguarda esta inmensa playa que parece reservada a piratas y aventureros. Con su blanquísima  arena de sílice fino, sus aguas turquesas cristalinas y su entorno inalterado, esta playa cumple con todos los requisitos para ser un paraíso en la Tierra. Y más si te quedas cerca para pasar la noche en un barco, cuando quienes van a pasar el día se marchan.

En ella paseas por la orilla, el agua caliente a la altura de la rodilla, y junto a tus pies pasa raudo un pequeño tiburón. Apenas te repones del sobresalto y la arena se agita desempolvando a una raya que dormitaba en el lecho marino. Ambos son blanquecinos, adaptados a su entorno de arena blanca y aguas transparentes. 

IMG_4706Hasta aquí nos ha traído un barco turístico peculiar. Porque los tres tripulantes se divierten tanto como nosotros, pero además cobran: el capitán o “il capitano, please”, un joven más joven que nosotros, rubio surfero, curtido por el salitre y con ronquera de vividor que comenzó a dirigir este velero con 19 años; un grumete de ojos claros, trabajador lento pero firme, apacible excepto cuando se enfada al ver a alguien volver con un trocito de coral como souvenir; y una joven inglesa a cargo de preparar ensalada de pasta para un regimiento y lanzar lonchas de jamón a las rapaces.  

La temperatura, tropical, permite relajarse durante el trayecto menos cuando a alguno le toca trastear con los aparejos. Queda lejos, pero nos recuerdan que el capitán James Cook navegó por estas mismas aguas el 1 de junio de 1770. Coincidía con el Pentecostés de aquel año, el llamado Whit Sunday en Reino Unido, y aunque era lunes, aquel corredor de islas se quedó con el nombre de las Whitsundays.

Durante los dos días de travesía no faltan los lugares donde hacer snorkel, y el coral no decepciona. Parte de la Gran Barrera de Coral penetra en las aguas del parque nacional haciendo que el buceo sea otra de las actividades estrella. Hace una década, las Whitsundays eran uno de los puntos más populares para visitar la Gran Barrera, llegando a poner en peligro la supervivencia del coral vivo. Hoy en día los controles se han intensificado y solo se permite que salgan rumbo a Whitsundays un número limitado de barcos. Tampoco son pocos, pero están limitados.

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Pero aparte del buceo, la actividad con más adeptos sigue siendo la de tirarse a la bartola en la cubierta del barco y empaparse del sol de Queensland. Pega fuerte, pero se soluciona con chapuzones intermitentes con entretenimiento a cargo de varios peces tan aplanados como curiosos.

18 feb 2014

Buceo en la Gran Barrera de Coral

Por: L. Pejenaute / J. Galán

'Nautilus pompilius'. / Reinhard Dirscherl

FOTOGALERÍA: Australia submarina

Cuando el cangrejo Sebastián cantaba las bondades de la vida bajo el mar a la sirenita no andaba desencaminado. El mundo terrestre parece aburrido después de dar vueltas por la Gran Barrera de Coral; el mayor arrecife de coral del mundo, visible desde el espacio. Aquí reina una calma que depende de tus aletas y de lo acompasado de tu respiración. Bueno, también de las miles de especies marinas que viven por y para esta abismal formación viva. Verlo era uno de los objetivos claros de nuestro viaje.

¿Se puede decir que la conoces? Ni en toda una vida. En una visita podrás rastrear solo algunas decenas de metros de coral de sus más de 2.300 kilómetros de largo. Y, sin embargo, será suficiente para toparte con más especies de las que puedas imaginar conviviendo en armonía: 1.700 tipos de peces, 3.000 variedades de moluscos, más de un centenar de especies de tiburón y rayas, 600 tipos de coral o una decena de animales en peligro de extinción, como la tortuga verde o el dugongo. Un tentador vecindario para cualquier amante de la naturaleza. Cómo resistirse entonces, cuando estás en el puerto australiano de Cairns, a la historia de los peces imposibles acariciándote con sus aletas.

El pez payaso y la anémona. / Getty

Lo cierto es que cuando luego llegas allí nada te acaricia, porque en realidad nada te hace caso a menos que molestes. Por molestar, podrías molestar a tortugas marinas, anémonas, almejas más grandes que tú, serpientes marinas o peces payasos... todas ellas especies que nosotros vimos en una sola mañana. Aunque claro, de hacerlo no merecerías estar en la Gran Barrera de Coral. No se va a eso.

Llegar es fácil, una abrumadora cantidad de agencias de viajes se ofrecen a llevarte en barcos tan rápidos como mareantes, en excursiones que duran una mañana o una semana. Su negocio se basa en exprimir la vida útil de los materiales o en hacer el paripé dándote un cacho de pan para los peces que hasta podrá ser mejor comida que el catering ofrecido a bordo. Pero también es cierto que la mayoría son profesionales preocupados por la conservación de ese mundo submarino de violetas, rojos, verdes hierba, ocres patata o azules celestes dignos de un viaje alucinógeno. El impacto del turismo (y de la industria minera) innegablemente afecta, pero la conciencia ecológica australiana lo limita.

La Gran Barrera desde el aire. / Don Fuchs

Las opciones para llegar son tan diversas como los corales; Cairns vive para la Gran Barrera. Se puede sobrevolar en helicóptero (para ver, por ejemplo, el arrecife corazón), alojarse en alguna de las islas del arrecife o viajar en barcos con suelo de cristal. No zambullirse es dejar la sorpresa en la línea del horizonte. Se distinguen tres niveles, partiendo de la regla de que los baratos van a los lugares más explotados:

Para quien no quiera bucear, el snorkel. La biodiversidad a medio metro de la superficie no tiene nada que envidiar a la de las profundidades, con el añadido de que, al haber más luz, se distinguen mejor los colores. En mar abierto, cada pequeña corriente te aleja del barco, y los atentos socorristas no cesan de llamar la atención a los tubos que investigan despistados a ras de las olas.

Para quien nunca ha buceado, pero quiere probar, un bautismo. La profundidad que se alcanza no pasa de la decena de metros. Pese a que la novedad del medio, la sensación y la inquietante posibilidad de que tus tímpanos revienten puede poner nervioso a más de uno, es inevitable disfrutar del ecosistema submarino una vez se controla la técnica básica.

Para quien ya tiene experiencia como buceador. Los distintos barrios de la Gran Barrera están salpicados de puntos de inmersión. Desde expediciones con decenas de turistas a grupos reducidos, inmersiones nocturnas, de gran profundidad, atravesando cuevas submarinas, entre tiburones, mantas... y si tienes mucha suerte, hasta una tortuga marina gigante.

Para disfrutar como un submarinista, visita la FOTOGALERÍA.

 

05 feb 2014

Cairns, la Australia domesticada

Por: L. Pejenaute / J. Galán

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La decisión era complicada, pero estaba clara. El objetivo era llegar a las Antípodas sin avión. Pero surgió un road trip por Australia. Y sopesamos nuestras opciones en Malasia para encontrar dos: embarcarnos en un carguero, que te lleva de Singapur a Australia en 18 días por 1.600 euros, o subirnos a un avión de una aerolínea de bajo coste asiática, donde dimos con una oferta por 100 euros.

Renunciamos a un objetivo por dinero, y supimos que la forma de viajar romántica del explorador solitario quedó atrás. Que si el capitán James Cook, descubridor oficial de esta parte del mundo, hubiese podido aparecer en Australia en unas horas y por cuatro duros lo habría agradecido.

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A la izquierda la piscina y a la derecha el mar.

Así es como, con el arroz asiático todavía en el estómago, llegamos a Australia, un ¿país?, ¿isla?, ¿continente? Nos quedaremos con la primera, pero podría ser cualquiera. Es el sexto país más extenso del mundo, mayor por ejemplo que la Unión Europea, pero en él viven veintipocos millones de personas, casi todos concentrados en la costa. Eso lo convierte en el estado con la menor densidad de población del mundo, unos tres aussies por kilómetro cuadrado.

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Gente disfrutando de una tarde de piscina en Cairns.

En esos planes improvisados que sazonan los viajes caímos en la costa más poblada, la oriental, para recorrerla en furgoneta. Vamos a empezar por Cairns, una de las ciudades del noreste australiano. Aquí el clima tropical calienta todo el año, y la mayoría puede disfrutarlo porque el salario mínimo está fijado en 2.488,8 dólares australianos al mes, unos 1.600 euros.   

DSC_0476Con semejante calidad de vida, Australia supone un constante foco de inmigración para sus vecinos del norte; tanto da que provengan de archipiélagos como Indonesia, Tonga o Filipinas, o de países como China. Pero en los últimos meses, la política de extranjería y los intentos por frenar la llegada de barcos de inmigrantes ilegales (una travesía de cientos o incluso miles de kilómetros) han llevado a la desaparición de líneas comerciales marítimas asequibles que permitan llegar a Australia por mar.

Este es un país de poblaciones recientes (muchas de ellas apenas cuentan con un siglo de historia y la más antigua, con poco más de dos) en las que los australianos tienen claro lo que les gusta: sol, playa, barbacoas, surf y monopatines. Fundada en 1876, Cairns rebosa de lugares públicos donde disfrutar de todas esas aficiones. Y eso se extiende a cualquier población de la costa este, o incluso tierra adentro, hacia el outback; cualquier pueblo tiene un parque que hace de lugar de reunión, como las plazas de los pueblos europeos, donde hay instalaciones de skate, juegos para niños y un par de relucientes barbacoas de uso público. De las olas, el mar y la arena no hay que preocuparse, porque hay infinidad de lugares...

Excepto en Cairns. Sí, aquí hay mar, pero no hay primera línea de playa; eso es territorio de los cocodrilos. Este es un lugar chic de vacaciones por su clima de perenne manga corta y su posición privilegiada junto a la Gran Barrera de Coral, pero la ciudad está emplazada en la frontera de la Australia salvaje, esa cuyas aguas están infestadas de tiburones y cocodrilos. De ahí que Cairns no sea un destino adecuado para los bañistas. ¿Solución? Una piscina pública y gratuita a pie de costa que se convierte en el centro de la ciudad, donde se va a lucir palmito, a ver puestas de sol de colores estratosféricos y hacer maratones de baños y barbacoas. Y también, a protegerse de la radiación solar, un problema de salud pública en este lado del mundo que tiene al agujero de la capa de ozono de sombrero.

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Grupo por el paseo marítimo.

Uno se aclimata en un pispás a este ambiente pisciplayero urbanita. Desde aquí se ven esquivos cocodrilos; un sinfín de turistas y locales, viejos y jóvenes, descendientes de los aborígenes que poblaban el país antes de los conquistadores, cocinar en las barbacoas; a gente corriendo, en bicicleta o patines por el paseo marítimo. Después, un poco tierra adentro, se llega a una de las atracciones cercanas, el Australian Butterfly Sanctuary, una reserva de mariposas a las que visitas en su jaula, un edificio enorme con miles de velas de colorines que te aletean para posarse en ti.

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En Cairns la noche es el principio del colorido. 

Aquí los conceptos se mezclan. No solo el desenfado estadounidense con la flema británica, también los paraísos artificiales con los naturales. Lo recuerdan, por ejemplo, los cientos de murciélagos que salen al caer la noche para moverse en bandadas coordinadas al milímetro sobre los aparcamientos. Una vez quisimos iniciar una de estas desbandadas tirando hacia la copa de un árbol las llaves de la furgoneta recién alquilada. Recibimos una cagada defensiva de un murciélago cabreado como respuesta. Con relativa buena puntería. "Welcome mate!"

Después de tantos kilómetros de tierra asiática y unas horas de transporte aéreo hemos llegado a Australia. Es salvaje, es enorme y vamos a recorrerla.

El País

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