Australia será gigantesca, pero lo bueno está en la costa. Por eso desde la Gran Barrera la bordeamos hacia el sur, acostumbrándonos al volante a la derecha entre plantaciones de caña de azúcar y camiones arrollacanguros. Al pasar junto un pueblo llamado Bowen alguien grita “¡esto me suena!” en la parte trasera de la furgoneta. Por aquí se rodó la película Australia, con Nicole Kidman y Hugh Jackman. Entre el dato cinéfilo y un cielo empedrado que distrae de la conducción, casi nos pasamos la salida al parque nacional de las Whitsundays. Pero nos ponemos serios: no podemos pasarnos una de las playas más impresionantes que existen (no lo decimos nosotros solos, también los usuarios de Tripadvisor).
Llegamos a Airlie Beach, un pueblecito de 3.000 habitantes que alza orgulloso su mentón al saberse depositario de las llaves para entrar a las islas Whitsundays, aunque eso conlleve que rebose de caravanas, furgonetas y coches convertidos en camas rodantes. Las barbacoas y los baños públicos relucen de puro limpio, y somos conscientes de la regla no escrita en Australia: que nunca falte un lugar donde freír una hamburguesa ni otro donde plantar un pino.
Tierra adentro se abre un parque nacional que cubre las montañas que cobijan Airlie y un archipiélago de 74 islas. En el origen todo era una misma cordillera costera, pero el nivel del mar subió tras la última glaciación y los picos más altos quedaron como islas separadas del continente.
Y solo siete de ellas tienen algún resort. El resto está despoblado. Por eso el negocio son los cruceros a las Whitsundays. Solo hay que sentarse en una terraza del pueblo: en menos de una cerveza las ofertas te encuentran. Nosotros nos decantamos por abordar el Siska, y soltamos amarras muy temprano con el objetivo de relajarnos, pero también de visitar Whitehaven.
Menuda maravilla. Encerrada entre islas vírgenes aguarda esta inmensa playa que parece reservada a piratas y aventureros. Con su blanquísima arena de sílice fino, sus aguas turquesas cristalinas y su entorno inalterado, esta playa cumple con todos los requisitos para ser un paraíso en la Tierra. Y más si te quedas cerca para pasar la noche en un barco, cuando quienes van a pasar el día se marchan.
En ella paseas por la orilla, el agua caliente a la altura de la rodilla, y junto a tus pies pasa raudo un pequeño tiburón. Apenas te repones del sobresalto y la arena se agita desempolvando a una raya que dormitaba en el lecho marino. Ambos son blanquecinos, adaptados a su entorno de arena blanca y aguas transparentes.
Hasta aquí nos ha traído un barco turístico peculiar. Porque los tres tripulantes se divierten tanto como nosotros, pero además cobran: el capitán o “il capitano, please”, un joven más joven que nosotros, rubio surfero, curtido por el salitre y con ronquera de vividor que comenzó a dirigir este velero con 19 años; un grumete de ojos claros, trabajador lento pero firme, apacible excepto cuando se enfada al ver a alguien volver con un trocito de coral como souvenir; y una joven inglesa a cargo de preparar ensalada de pasta para un regimiento y lanzar lonchas de jamón a las rapaces.
La temperatura, tropical, permite relajarse durante el trayecto menos cuando a alguno le toca trastear con los aparejos. Queda lejos, pero nos recuerdan que el capitán James Cook navegó por estas mismas aguas el 1 de junio de 1770. Coincidía con el Pentecostés de aquel año, el llamado Whit Sunday en Reino Unido, y aunque era lunes, aquel corredor de islas se quedó con el nombre de las Whitsundays.
Durante los dos días de travesía no faltan los lugares donde hacer snorkel, y el coral no decepciona. Parte de la Gran Barrera de Coral penetra en las aguas del parque nacional haciendo que el buceo sea otra de las actividades estrella. Hace una década, las Whitsundays eran uno de los puntos más populares para visitar la Gran Barrera, llegando a poner en peligro la supervivencia del coral vivo. Hoy en día los controles se han intensificado y solo se permite que salgan rumbo a Whitsundays un número limitado de barcos. Tampoco son pocos, pero están limitados.
Pero aparte del buceo, la actividad con más adeptos sigue siendo la de tirarse a la bartola en la cubierta del barco y empaparse del sol de Queensland. Pega fuerte, pero se soluciona con chapuzones intermitentes con entretenimiento a cargo de varios peces tan aplanados como curiosos.