Desde hace décadas, el mejor lugar para pasar las ocho de la mañana en Byron Bay es el club de surf. Porque poco a poco hasta allí se acercan un vecino, otro, otra y una más, y así hasta los 20, 30 o 50 que, dependiendo del tiempo, mantienen un ritual diario: caminar media hora hasta The Pass, el final de la larga playa, meterse en el agua y volver nadando el kilómetro y medio que hay hasta el punto de partida.
Una costumbre que encarna la voluntad de esta población australiana relajada, orgullosa de su herencia New Age, donde conviven gente de negocios que decidió cambiar, hippies de medio pelo, hippies de verdad, gente que vio el dinero en este enclave privilegiado y productores ecológicos.
La historia de este lugar comienza con su nombre. Los aborígenes que vivían cerca antes de la llegada de los europeos ya sabían de qué iba la cosa y llamaban a esta bahía Cavvanbah, lugar de reunión. Entonces llegó el capitán Cook y le cambió el nombre a Cabo Byron porque le debía una a John Byron, el primer marino que circunnavegó el globo en menos de dos años y que acabaría siendo el abuelo del poeta Lord Byron.
Por eso ahora las calles de Byron Bay han hecho suyos muchos nombres de poetas. Y por la mezcolanza de sus gentes, esta población de menos de 10.000 habitantes encarna la bohemia relajada de la que nació en los 70 el Arts Factory, una congregación de artistas de la que terminó surgiendo un festival, el Bluesfest, que en los últimos años ha congregado a músicos como Bob Dylan o Santana y que se celebra en abril.
Esa es la clase de revoltijo que lleva a un músico callejero a compartir una cerveza con un hombre trajeado a la orilla del mar, mientras otro usa la playa como lienzo para sus inmesos dibujos y la arena como pintura. La calle principal de Byron Bay, atestada de tiendas de moda, es recorrida por gente descalza bajo un sol que calienta sin quemar. A unos pasos queda la playa principal, reflejo de la excelencia surfera australiana.
Con esa calma que arropa subimos a lo alto de la colina donde se alza un lustroso faro de un blanco inmaculado, el más potente de Australia. Por el camino nos vemos en el punto más al este de la Australia continental, otro de los lugares estupendos para el avistamiento de ballenas. Pasado el faro, donde uno se puede quedar a dormir, se sigue una ruta de senderismo que desemboca en una playa.
Allí a lo lejos se ve a tres surfistas de remo que se centran en las olas hasta que unas aletas que emergen captan su atención. Descubierto el misterio, siguen tomando olas, ahora con compañeros, unos delfines que juegan en las crestas de las olas. Por encima se marcha un sol cubierto por las nubes, creando coloridos contrastes, como los que mantienen viva Byron Bay.
En este punto del viaje, donde pueblo tras pueblo desfila bajo los neumáticos gastados de la furgoneta que surca la costa este australiana, parece afianzarse la impresión de que todos se parecen. Si algo funciona, para qué tocarlo. Pero hay joyas escondidas que mantienen, al menos, parte de su carácter. Una de ellas es Byron Bay.