Para saborear un café decente hemos recorrido Australia de norte a sur, y antes Asia de oeste a este. Hasta Melbourne no se produce el milagro; sentados en una terraza al sol, acariciados por las notas alegres de un acordeón, nos sirven un expreso digno de la mejor cafetería de Roma. Al primer sorbo las papilas gustativas suspiran de gratitud (“¡casi un año sin probarlo..!”), y así lo harán el resto de sentidos en los próximos días al detectar constantes notas de familiaridad en el ambiente. El europeo se sentirá como en casa paseando por la segunda ciudad más grande de Australia. En cada esquina te topas con un nuevo argumento para otorgar a Melbourne el título de la ciudad más europea bajo la Cruz del Sur. ¿Nos acompañas en el paseo?
Estamos en uno de los callejones que se cruzan con grandes avenidas para formar el CBD, o centro urbano. Su planta en cuadrícula recuerda al Ensanche de Barcelona, y aquí las terracitas surgen como setas. El café es, como hemos dicho, toda una institución; no sirve cualquier cosa. Pero tampoco le hacen ascos a un buen vino, como atestiguan numerosas vinotecas de diseño.
Caminando aparecemos en Collins Street, una avenida flanqueada por altísimos plátanos, una iglesia presbiteriana y un sinfín de tiendas de ropa, la mayoría de lujo. Los locales conocen esta zona como Paris End, porque siempre fue el lugar indicado al que ir para pavonearse frente a la alta sociedad. Hoy el ambiente, sin embargo, no es nada estirado. Cada cinco pasos te ves obligado a detenerte ante los encantos de un artista callejero. Hay muchos, y muy buenos. El panorama indie de Melbourne es la envidia de Sídney, aunque nunca lo reconozcan. Las dos ciudades mantienen una rivalidad profunda que viene de antiguo, tanto que la capital, la insulsa Canberra, fue construida desde cero a medio camino entre las dos urbes para zanjar la contienda.
Al doblar una esquina entramos de sopetón en un túnel de colores. Hemos llegado a Hosier Lane, un nudo de callejuelas cubiertas de grafitis, lugares públicos donde aglutinarlos. No son obra de aficionados; representan murales complejos, de trazos precisos y con la medida justa de provocación. En una de las casas de este escaparate de arte urbano está la galería Until Never, icono del arte underground de Melbourne.
Tanto trasiego da ganas de una cerveza bien fría, y en su búsqueda descubrimos que este es el único lugar de las antípodas donde prefieren el fútbol al rugby. Y además, desata pasiones dignas del Mediterráneo. Los derbis son comunes, pues nueve de los 18 equipos de la liga australiana juegan como locales en Melbourne, una ciudad del tamaño de Madrid. Durante los partidos, entre marzo y septiembre, los melbournianos se vuelcan en el footy. Las casas de apuestas se frotan las manos, la prensa deportiva escupe páginas y páginas y las calles se quedan desiertas durante los partidos. Desiertas, que no silenciosas, porque el barullo de los pubs traspasa las paredes. Dentro, la cerveza y la sidra corren a raudales.
Esta deportiva ciudad acoge también un premio del Mundial de F-1 y el Abierto de Australia, aunque quizás el evento deportivo más peculiar sea la Copa Melbourne, una carrera de purasangres reconvertida en un acontecimiento social solo apto para las mejores galas.
Como no tenemos nada en la mochila a la altura de la ocasión buscamos una alternativa más económica –y menos frívola–. Resulta que, a imagen de Londres, los mejores museos de Melbourne son gratuitos. De la National Gallery of Victoria International nos quedamos con su muro de agua, su inesperada colección del Greco y su tour de arte terapéutico; del Centro Australiano de Arte Contemporáneo impresiona su exterior, que imita una antigua nave industrial de color rojo óxido. Obra de arquitectos locales, imita (de nuevo) el modelo europeo de Kunsthalle, o sala de exhibiciones.
De vuelta en la calle, la arquitectura de Melbourne sorprende. Si tuviéramos que usar una palabra para definirla sería ecléctica; quedan en pie muchos edificios de la época de la fiebre del oro del siglo XIX, pero junto a ellos se alzan bloques de estilo industrial y otros residenciales, legado de los inmigrantes europeos que llegaron tras la Segunda Guerra Mundial. Una ciudad para fotografiar en dos planos, que diría el fotógrafo Raúl Cancio.
Y acabamos este paseo con una anécdota histórica que nos contó una guía en el pavimento ondulado –a imitación de las modernas plazas europeas- de Federation Square, en el corazón de Melbourne. “En 1835 llegó hasta el río Yarra, que atraviesa la ciudad, un explorador llamado John Batman”. Vaya, con ese nombre la cosa promete. "La ubicación le gustó y pronunció una frase que aún se mantiene en el escudo de Melbourne: 'Este es un lugar para el pueblo'. El amigo Batman convenció a los aborígenes locales de venderle la zona –unas 250.000 hectáreas- a cambio de un baúl lleno de harina, mantas y cuchillos”. No han pasado ni 200 años, pero en ese tiempo Melbourne nunca ha dejado de mirarse en el espejo de Europa.