Viaja por el pasado, el presente y el futuro de la música popular norteamericana. Disfruta del rock, pop, soul, folk, country, blues, jazz... Un recorrido sonoro con el propósito de compartir la música que nos emociona.
Sobre el autor
Fernando Navarro. Redactor de El País y colaborador del suplemento cultural Babelia y las revistas Ruta 66 y Efe Eme. Colabora también con un espacio musical en el programa A vivir de la Cadena SER. Es autor de los libros Acordes rotos y Martha. Cree en el verso de Bruce Springsteen: "Aprendimos más con un disco de tres minutos, que con todo lo que nos enseñaron en la escuela".
La canción del Jukebox
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Lugar de encuentro sobre actualidad musical y sonidos raíces de la música norteamericana. Otro punto de reunión y recomendaciones del blog de Fernando Navarro pero hecho con la colaboración de todos sus miembros.
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“Un accidente de tráfico y sus consecuencias despiertan en Javi, un periodista inmerso en la crisis del sector, un torrente de recuerdos y sensaciones que le conducen a su juventud, a esos veranos en el pueblo con sus amigos, al descubrimiento del amor y de esas canciones que te marcan de por vida. Un canto al rock, a la amistad, a la integridad ética y al amor puro”
Acordes Rotos. Retazos eternos de la música norteamericana repasa el siglo XX estadounidense a través de las historias de más de treinta artistas, claves en el nacimiento y desarrollo de los estilos básicos de la música popular. Un documento que tiene en cuenta a músicos esenciales, que dejaron un legado inmortal sin importar el éxito ni el aplauso fácil.
La pasada semana me enteré de la muerte de Emilio Cañil, fundador de Discoplay, a través de un mensaje de mi amigo y compañero en Rolling Stone, Manu Piñón. La noticia la había adelantado la revista Efe Eme. Manu, como buen comprador de discos, escribía de la falta de reconocimiento que en este país tienen los pequeños vendedores de discos, los que hacen lo imposible por difundir la música, con el alto riesgo de arruinarse. Quería haber escrito la semana pasada un mensaje de recuerdo a la labor de Emilio Cañil, al que no conocí en persona pero como adolescente fui uno de tantos compradores en sus tiendas, pero la agitada semana que tuve no me lo permitió. Al fin y al cabo, su pérdida ha sido como un pequeño golpe al pequeño mundo que acompaña a uno desde hace mucho tiempo: el de la compra de discos en contacto directo con la tienda. Un mundo, que en los tiempos que corren, empieza a estar en desuso, pero que por suerte todavía resiste, sobrevive, en medio de una vorágine tecnológica, descreída y sin aprecio cultural por un negocio tan cercano como gratificante para el cliente. Como amante de la música que no se encuentra en las grandes superficies, como friki según esos círculos cercanos a los que nunca puedes llegar a explicar bien del todo tu pasión por abrir en casa, en soledad, con cuidado, un plástico con apenas 10 canciones, me sentí muy identificado con su filosofía. La actividad comercial que llevó a cabo era el refugio de muchos de nosotros. Hoy Diego A. Manrique escribe de él en El País. El otro día también leí de Emilio Cañil en Efe Eme, mediante el blog de Adrián Vogel. Diego y Adrián, veteranos y expertos en estos menesteres, tienen mucho más que decir que yo de este triste adiós. Yo sólo puedo contar que me pasé muchas horas en la tienda Discoplay de La Vaguada. Más de una vez dejé de entrar al cine por seguir buceando en su catálogo, más cuando uno era un chaval que apenas tenía discos de nada. Preguntaba a los dependientes, que me recomendaban novedades y distintos álbumes, y estudiaba durante largo rato qué llevarme y qué dejar para que se ajustase a un presupuesto que siempre me parecía escaso para el número de discos que me gustaría comprar. Un buen día me fui para allá y me encontré que Discoplay estaba cerrado. Menudo palo. Si la memoria no me falla, el último disco que compré fue uno de descartes y versiones de Jason & The Scorchers. Era “jodidamente bueno”, según me dijeron en Discoplay. Vaya este tema en memoria de Emilio, de su labor y de la jodidamente buena música que descubrimos y compartimos gracias a las tiendas. Salud para todos.
El taxista era un listo. -Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección única. Tendremos que seguir hasta la Diecinueve. No tenía ganas de discutir: -Está bien - le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa-. ¡Oiga! -le dije-. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South… Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adónde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten? Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió y me miró como si yo estuviera completamente loco. -¿Qué se ha propuesto, amigo? -me dijo-. ¿Tomarme un poco el pelo? -No. Sólo quería saberlo, de verdad. No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Central Park en la calle Diecinueve. El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye - J. D. Salinger) ---------------------------------------------------- Por ahí leí, ya no sé dónde, que de la infancia nunca se escapa. Tampoco, supongo, que de la adolescencia. Y siento que, por tanto, sucede lo mismo con determinadas lecturas, imágenes y sonidos. Recuerdo ahora, que J. D. Salinger ha muerto, que uno de mis amigos, muy querido, por cierto, dice siempre que El guardián entre el centeno es un libro como escrito para él. A otro amigo, devorador de libros, le oí decir, en cambio, que el texto de Salinger era ideal para leerse a los 16 años, y luego releerlo a medida que se queman etapas de la vida para sacarle nuevas sensaciones. Imagino que algunas buenas, otras no tanto. En mi caso, al terminar de leerlo en su día, me abordó por encima de todo una pregunta: ¿dónde se meten los patos? A partir de aquí, quiero contar una pequeña historia y recuperar un personaje que seguramente también se ha formulado la misma pregunta. Hace ya unos años dejé muchas cosas por irme a vivir a Nueva York. Me llevé mi libro de Salinger, pero eso no creo que sea lo importante. A los pocos días de llegar allí, cogí un tren que recorre a cielo abierto Nueva Jersey hasta la ciudad de Newark. Pasé por los mismos paisajes que salen en muchos capítulos de Los Soprano. Los que sean, como yo, admiradores absolutos de esa maravillosa serie tal vez entiendan de lo que hablo. El tren iba por esos puentes industriales de acero y hierro. El skyline de Manhattan aguardaba cada vez más pequeño a lo lejos, hasta desaparecer envuelto en el humo de las chimeneas de las fábricas de Jersey. En mitad del viaje, al otro lado de la ventanilla, una bandada de patos apareció de la nada. Me acordé de Tony Soprano, que nunca fue el mismo después de la marcha de los patos. Así se lo confesó a su psicóloga. Aquel día, los patos que yo veía volaban rumbo al horizonte naranja de una tarde en retirada. Y es cuando me lo imaginé más que nunca sentado en su piscina y sin patos. Tony Soprano me dio mucha pena. Los patos siempre han sido la verdadera cuestión. En el primer episodio de la serie, unos patos salvajes habitan el patio de Tony Soprano, el capo de una mafia de Nueva Jersey. No sé sabe de dónde han llegado, pero lo han hecho para quedarse nadando en el agua de la piscina de Tony, que los contempla entusiasmado. No son patos más bonitos que los otros patos, ni más grandes, ni tan siquiera más raros. Son unos patos normales, que pasarían desapercibidos en mitad del campo, pero son los patos que se han instalado en la vida de Tony. Tony está casado con una gran mujer y es padre de dos hijos sanos e inteligentes. Una familia que podría ser perfecta en cualquier serie de televisión pero en ésta no lo es tanto, y además pasan de los patos del cabeza de familia. Tony se preocupa por sus patos pero para su mujer e hijos son sólo patos. Tony podría hablar de los patos en el trabajo, rodeado de sus chicos, cuando se reúnen en el Bada Bing o en el café italiano, pero los chicos de Tony no lo entenderían, por muy fieles que sean a él, o al menos intenten serlo. El problema viene cuando un buen día los patos se van volando. Tony se prepara para hacer una barbacoa junto a la piscina en el día del cumpleaños de su hijo. Está solo, con su puro encendido, observando los patos en el agua. De repente, los patos agitan sus alas y salen volando, camino de alguna parte con una música de ópera de fondo, lejos de la vida de Tony. En ese momento, Tony siente un mareo, tal vez un ataque de pánico, y cae al suelo tras perder el conocimiento, mientras los patos se van surcando el cielo. Resulta que es el principio de todo. La serie arranca con Tony sentado frente a su psicóloga. Un jefe de la mafia abriendo su alma ante una psicóloga. Cierto. Tony cuenta todo esto; cómo llegaron los patos y cómo se fueron hasta que cayó al césped, rendido por su marcha. No se sabe muy bien qué significado tienen los patos. No lo sabe la psiquiatra, no lo sabe Tony, no lo sé yo. Sólo se puede decir que para Tony fueron algo especial, tan intangible como auténtico. Bien pensado, todo el mundo necesita tener unos patos. No sé muy bien qué significa esto, pero creo que forma parte de la condición humana: el tener unos patos, el proyectar parte de lo que llevamos dentro en unos patos. Según se puede ver en las andanzas de Tony Soprano, la vida es imperfecta, irreal, sencilla, difícil, auténtica, mágica, descreída, grande, diminuta, imposible, irremediable, a fin de cuentas. Y Tony vive mucho la vida. También hace por vivirla Holden Caufield. Cuando viví en Nueva York, y las temperaturas a 20 grados bajo cero se adueñaron de la ciudad, pensé en Tony Soprano y en Holden Caufield. Era un día nevado y me fui a Central Park. En ese momento, pude comprobarlo por mí mismo. Para el que no lo sepa: los patos, no sé cómo, se abren paso cuando el agua se hiela. Terminan por reunirse todos juntos, como cuando vuelan, en un pequeño espacio de agua en mitad del lago congelado. Es maravilloso y estúpido, creedme. ¿Dónde se meten los patos? Holden, colega, espero que te sirva de algo, allá donde te encuentres. Te digo lo mismo Tony.
Desde principios de este año colaboro con la revista Efe Eme en una nueva sección llamada Forajidos, con el objetivo de rastrear todos los meses los músicos y bandas que por circunstancias de la vida, por actitud o por simple casualidad se sitúan en ese camino tan transitado entre buscavidas y malditos, o de otra manera, legendarios y reconocidos pero sin ser dueños de su destino. Recupero para La Ruta Norteamericana el primer y por ahora único texto de esta serie. ----------------- -Walter Brennan: "¿De dónde viene, forastero?" -Gary Cooper: "De ningún sitio en particular". -W.B.: "¿Y a dónde se dirige?" -G.C.: "A ningún sitio en particular. Todos los sitios son buenos para pasar de largo". El forastero (The Westerner, 1940), dirigida por William Wyler La historia del rock y el negocio discográfico siempre han tenido algo de Salvaje Oeste. Las leyendas y los hechos se recogen por igual en el imaginario colectivo, mientras músicos y ejecutivos del sector pelean por imponer su visión del asunto: los primeros, aunque no siempre todos, por defender su obra y los segundos, siempre todos, por rentabilizar el producto. Unos buscan perdurar con sus canciones, otros hacer crecer la lista de ceros en el imperio que marca la ley del mercado. Como si del Salvaje Oeste se tratase, es una disputa, a veces más visible a veces menos, entre forajidos y hombres de ley. El periodista Gregorio Doval en su entretenido libro Breve Historia del Salvaje Oeste define este mundo de forajidos, que sacudió a Norteamérica en la segunda mitad del siglo XIX,como “una amalgama de gente autoconfiada, pero también ingenua; ignorante, pero audaz y creativa; generosa, pero egoísta y terca; honrada, pero indulgente; amante del humor campechano, pero con malas pulgas para aguantarlo en primera persona; violenta y misántropa, pero hospitalaria…; en una palabra, contradictorio”. Extrapolado a la música, la definición es más que acertada, porque el mundo de los forajidos del rock también es, en una palabra, contradictorio. La industria casi nunca entendió a este tipo de buscavidas del alambre a pesar de su magna obra. Músicos que hoy perviven con aura de legendarios pero que en su vida terrenal se las han visto y se las han deseado para salir adelante con su guitarra y sus canciones. O, incluso, igual de contradictorio, artistas del trazado emocional con un par de acordes pero, como el protagonista que inaugura esta sección, se fueron al otro barrio por la puerta de atrás, sin afinidad con este mundo, pese al éxito, y sin más honor que el dolor masticado. Hank Williams es un auténtico forajido de la música popular, que murió de sobredosis de sedantes en 1953 y hoy, en esta sección, disputa con las decenas de recopilatorios que le recuerdan el dar a conocer el verdadero motor de su existencia: la pena. Uno de los primeros proscritos de una lista que no suma hits sino canciones cortantes, que dejan sin respiración, que desafían al oyente. Reconocido actualmente por expertos y musicólogos como padre del country, aunque el honky tonk lo representó como nadie, es el primer forajido a reivindicar en esta sección. Un hombre que sobrevivía al margen de la ley, que no es otra que la norma que marca el negocio discográfico para imponer su éxito. No era producto de nada ni nadie, y a diferencia de tantos compuso canciones que disparaban siempre hacia la diana del corazón. Posiblemente, junto con Jimmy Rodgers, fue la figura blanca más importante para llevar la tradición negra americana del blues y la herencia sonora india del cajun a la poderosa audiencia blanca a principios del siglo XX. Y, sin embargo, era un marginado dando rienda suelta a su espíritu dañado y degradado en un país que se regía por aires de grandeza. A principios del siglo XIX, hubo un eslogan que marcó el proceso de expansionismo del pueblo norteamericano hacia el Oeste. Como asegura Juan José Fernández Hernández Alonso en su libro Los Estados Unidos de América: Historia y Cultura, el Manifest Destiny (Destino Manifiesto) justificó la supremacía de EE UU en múltiples campos –político, económico, cultural- durante la expansión territorial americana. El concepto aglutinaba idealismo y realismo con el fin de dar razones para la superioridad del colonialismo blanco sobre las nuevas tierras, donde los indios fueron literalmente engañados y maltratados y los negros esclavizados. Apenas 100 años después, el gran hombre blanco, protagonista de la conquista del West, mantenía su privilegiado estatus pero, en las postrimerías de ese horizonte, el Oeste y el Sur, la América profunda, estaban poblados de ciudadanos blancos de baja condición, pobres y paletos, personajes de segunda, que compartían con indios y negros su precaria perspectiva de futuro. Era el envés del Manifest Destiny. Del Destino Manifiesto, amparado por la Providencia, se pasaba a la vida perra de un hombre blanco que nacía y vivía en pueblos del desierto americano o en parajes de carreteras secundarias, con una existencia errante, sin ninguna bendición, y conocido por sus iguales como white trash (basura blanca). Hank Williams, nacido en un pueblo de Alabama, nunca se pudo librar de ser un fiel representante de white trash, tampoco de su alcoholismo y sus dolores de espalda por una enfermedad que arrastraba desde niño. Malvivió entre unas cosas y otras y puso música a esos sentimientos de desamparo y redención a través de una buena resaca y un par de canciones. A los 16 años, viviendo en Montgomery, dejó el colegio y se dedicó a la música. Empezaba a hacer apariciones en las radios locales con una buena acogida entre la audiencia. A fin de cuentas, sus lamentos eran compartidos por muchos. Y a partir de ahí, formó los Drifting Cowboys y se convirtió en un tipo respetado en el circuito de Nashville. Desde entonces, dos personas marcaron su camino: Audrey Mae Sheppard, su esposa, una mujer de Alabama bastante harpía que sin ningún talento siempre quiso ser cantante y le machacó con continuos chantajes emocionales, y Fred Rose, reputado editor musical de hillbilly que lanzó su carrera hasta el punto de convertirle en una estrella de la música country y pasar por alto muchas de sus antológicas borracheras. De alguna manera, ambos representaban los dos picos de su vida, la distancia entre lo que le daba uno y le quitaba el otro representaba el tiovivo sentimental y existencial del músico. Su country hiriente era de un certero lenguaje costumbrista, que por eso adquiere una categoría casi sobrenatural en la cinta de Peter Bogdanovich, La última película (The Last Picture Show, 1971), donde el blanco y negro recorre un sombrío y lírico quehacer de un pueblo de Texas. De las decenas de grabaciones que registró, <<Lovesick blues>>, <<You’re gonna change>>, <<Why don’t you love me>> o <<Cold, cold heart>> muestran con clarividencia su preocupación por la moralidad y el entorno desolador de su día a día, sin un amor verdadero, con dolores crecientes y sin ningún horizonte por el que guiarse. Por todo ello, el respetado programa radiofónico Gran Ole Opry, que retransmitía en directo desde Nashville, le consideraba un grande de la composición. <<Lovesick blues>> era una especie de evento místico para el oyente solitario en la noche. Hank Williams parecía dirigirse por el buen camino artístico pero, tal y como demostraba desde hacía muchos años, la vida era demasiado para él. Cada día más dependiente de los calmantes y con el hígado más machacado por el alcohol, a los 29 años, el 1 de enero de 1953, apareció muerto por sobredosis en la parte de atrás de un Cadillac cuando se dirigía a un concierto. El destino quiso que a los cuatro días naciera su hija. Moría proscrito. Ciertamente, no estaba llamado por la gracia, nunca recogería un premio. Lo suyo era dejar constancia de que había estado allí, en mitad de un día cualquiera, con su poesía cotidiana, que se cuela en los surcos del espíritu como la llovizna en pleno invierno. Muchos le reivindicarían a partir de entonces, desde Jerry Lee Lewis y Elvis Presley hasta músicos y bandas de nuestros días. Tras su temprana muerte, Hank Williams había enseñado lo que era cargar con la pena, lamentarse por la vida pero siempre con una tremenda dignidad.
Estamos de enhorabuena porque ya está girando por estas tierras una banda de la envergadura de Cracker. La formación liderada por David Lowery (ex Camper Van Beethoven) es, sin lugar a dudas, una de las más destacadas en el pasaje independiente que recorre esta ruta norteamericana. También, debo decirlo, son una debilidad personal. Con sus propias señas de identidad y peculiaridades, Cracker forman parte de ese panorama musical que transitan los Bottle Rockets, Hill Country Reveu o North Mississippi All Stars, entre otros muchos. Un panorama ilustrado por la actitud, la falta de presión mediática y al absoluto amor a la música de raíces desde la perspectiva del rock. Como suele decir el propio Lowery, cantante del grupo, Cracker son una versión moderna del rock de toda la vida, nada de indie, ni de alternativo, ni adjetivos varios, lo suyo es rock a secas. Dan fe de estas palabras sus poderosas canciones, energía absorbente a través de guitarras.
Me enganche a ellos cuando publicaron Forever, a principios de este siglo y en el que demostraban su capacidad para hacerte sucumbir a sus estribillos y melodías nada condescendientes. Luego, profundice en discos anteriores de los noventa como esos geniales, Kerosene Hat o Gentleman Blues, y les seguí la pista en cada nuevo trabajo. Ese talante, medio vagabundo, medio descreido, siempre me ha parecido uno de sus grandes atractivos. Como intentando, de forma irónica y sin tópicos, salir adelante con sus canciones que retratan un paisaje norteamericano de gente corriente, con sus problemas diarios, sus fantasmas y sus fracasos, también sus pequeñas victorias y diminutas ilusiones que justifican una vida de lo mas corriente. Cracker vienen a presentar ahora su Land In The Sunrise Of Milk And Honey, donde meten la directa de nuevo al rock de toda la vida, lejos de los clichés. Pese a todo, siempre me han dado la sensación de ser una banda que aun mejora más en los directos. Así me lo pareció cuando los vi hace años en la sala Heineken de Madrid. La sustancia rock que representan gana en músculo, consistencia. En aquella actuación, recuerdo que a mi lado estuvo todo el rato Josele Santiago, ex cantante de insustituibles Los Enemigos. Sin conocerle más que por su música, declaraciones y opiniones de amigos, siempre he considerado a Josele un estupendo tipo y artista. Aquella noche Josele pareció gozarla. Y en comunión estaba este escribiente porque Lowery y compañía dejaban las cosas tan claras que solo había espacio para el mas puro goce. Gira de Cracker: martes 26 (Madrid, El Sol), miércoles 27 (Bilbao, Kafe Antzokia), jueves 28 (Gijón, Casino Acapulco), viernes 29 (Santander, CC Caja Cantabria) y sábado 30 (Santiago, Capitol).
Seguramente, ya lo has visto por ahí, pero esta ruta norteamericana quiere recordártelo por si vives en Madrid. Hoy se celebra el concierto Músicos por Haití en la sala Sol, a partir de las 22:30 horas. Como todo el mundo sabe ya, el pasado 12 de enero un terremoto arrasó Haití devastando el país. Por este motivo, y con toda la rapidez que se ha podido, numerosos músicos, tanto nacionales como internacionales, se han unido para conseguir la mayor cuantía posible para enviar productos de primera necesidad vía INTERMÓN OXFAM. La entrada cuesta 5 euros y la recaudación irá íntegramente a la ONG, pero si vives fuera y quieres ayudar igualmente siempre tienes la posibilidad de hacerlo por otras vías. La Ruta Norteamericana se suma a esta iniciativa. Dejo más información al respecto. Según el comunicado facilitado por la organización, el concierto contará con los siguientes nombres: ZOO, VÍCTOR COYOTE, PAUL COLLINS, CARLOS TARQUE, RUBIA Y JOSU GARCÍA, COHETE, TRESTRECE, REMATE, JESSE DEE, MARTÍ PERARNAU, CHARLY BAUTISTA, NACHO VEGAS, AMARAL (acústico) y VETUSTA MORLA. El evento será presentado por JESÚS ORDOVÁS. La sala El Sol ha cedido la sala y la marca Gibson cede el material para el concierto. Lo primero, ayudar, pero es que además se puede escuchar en vivo a un tipo tan interesante para los sonidos que se cuecen en este blog como Jesse Dee. Soul del bueno.
La cosa promete y mucho. Una iniciativa que, a priori, debería sentar las bases para el futuro. Se trata de la primera edición de “We Used To Party”, un nuevo proyecto de la promotora y sello discográfico Houston Party que, con cierta periodicidad, presentará giras de bandas relevantes versionando por entero un álbum ajeno a su repertorio. La elección dependerá de la banda o artista y puede ser el disco que mas les gusta, que más les ha influenciado o querrían haber firmado ellos mismos. Para arrancar este proyecto, se cuenta con unos grandes del rock de las ultimas dos décadas, Giant Sand, formación liderada por el carismático Howe Gelb. El grupo ha escogido para la ocasión el legendario disco Live At San Quentin de Johnny Cash. En fin, dos afluentes que van a desembocar a un mismo mar de buena música de raíces. El bueno de Howe Gelb es un clásico de nuestra época contemporánea mientras que Johnny Cash es uno de los padres fundadores. Creo que nada superfluo puede salir de esta conjunción. Esta gira pasará por las siguientes ciudades: (Sala Pereda del Palacio de Festivales); 22, Zaragoza (La Casa del Loco); 24 y 25, Madrid (Moby Dick); 28, Castellón (Tanned Tin); 29, Lloseta –Mallorca- (Teatre Lloseta); y 30, Granada (Centro Cultural Caja Granada). Seguro que merece la pena el experimento. A la espera, tal vez, se pueden hacer cabalas con el asunto. Intentad probar que sale si se mezclan los siguientes dos videos. Teniendo en cuenta lo forzado del asunto, al menos, parece mas que interesante.
Este blog celebra la confirmación del gran Chris Isaak en el Azkena Rock de este año, uno de los festivales más jugosos para los amantes del mejor rock. De esta manera, Isaak se presenta como el cabeza de cartel junto con los poderosos Kiss, leyendas vivas del rock más juerguista y pirotécnico. Llama la atención las dos vertientes bien definidas que representan ambas propuestas que más acontecen por la expectación que las precede y el peso de sus nombres. Del glam y guitarras de los Kiss a la canción crooner y melancólica de Isaak. Del cuero y el maquillaje de los Kiss (una de las imágenes más características del rock) al traje impoluto y el cuidado pelo de Isaak. Dos estilos muy marcados y diferentes pero creo yo que complementarios para el fan del rock. Pero reconozco que, de tener que elegir, me decanto por las exquisitas maneras de Chris Isaak. Por tanto, a la espera de más confirmaciones (las de última hora suelen guardar siempre alguna buena sorpresa), el festival de Vitoria-Gasteiz se antoja desde ya mismo más que interesante para este año. A los dos nombres mencionados se suman Gov’t Mule, Imelda May, Black Lips, Kitty, Daisy & Lewis, Dan Baird o, señores, NRBQ, que por sí solos justifican muchas cosas. Para este escribiente hay motivos suficientes para empezar a preparar el viaje al Azkena en junio. Id haciendo cuentas. Os dejo el resto del cartel y dos vídeos sobre los Kiss y Chris Isaak. Para ir calentando motores.
Lo de los Bottle Rockets siempre ha sido rock, como bien dice Brian Henneman, líder de la banda, en su entrevista con Jordi Pujol Nadal en el último número de la revista Ruta 66, puede que se asocien al country alternativo, al boogie sureño, pero a fin de cuentas lo suyo es puro zarpazo rock. Así se puede comprobar en su último gran álbum, Lean Forward, que celebramos ya en este blog. El nacimiento de los Rockets viene bendecido en sí por lo mejor de la música norteamericana independiente. Se formaron en 1993, cuando Brian Henneman, roadie, vendedor de camisetas, intérprete de mandolina y mil cosas más para Uncle Tupelo, le pasó una maqueta al manager de Uncle Tupelo, Tony Margherita. A éste le gustó como sonaban las canciones y le convenció para que se rodease de un grupo. A partir de ahí han registrado discos sobresalientes como su debut The Bottle Rockets, The Brooklyn Side y The Brand New Year. A través de amigos, me consta que su gira española que comenzó en Bilbao ha arrancado con fuerza, auténtica pegada sobre el escenario, donde presentan sus nuevas canciones y tiran de viejo repertorio. Animo a todos a tomar el pulso en vivo de este grupo que llevan más de 15 años calentando las noches de los escenarios del Midwest con música en directo de bar, con enérgica fusión de boogie, rock, country y folk. Como unos clásicos Rolling Stones pero del Medio Oeste americano. Yo estaré esta noche del 17 de enero en primera línea de batalla.
Fechas de la gira: Madrid (17, El Sol), Algeciras (18, Escuela Politécnica), Alicante (19, Stereo), Valencia (20, Black Note), Barcelona (21, La 2), Villarreal (23, Japan Rock Club) y Lérida (24, Cafe Teatro)
De alguna manera, estaba destinado a no salir nunca en los créditos, pese a ser una de las almas de la fiesta y ganarse el respeto de todos. Así sucedió en el que seguramente ha sido uno de los acontecimientos más celebrados de la historia del rock estadounidense. En el Día de Acción de Gracias, Bobby Charles se había subido al escenario del legendario Winterland para unirse con los chicos de The Band y cantar Down South In New Orleans, pero Martin Scorsese, encargado de rodar aquel grandioso concierto de despedida, que reunió en una misma noche a Bob Dylan, Neil Young, Ringo Starr, Eric Clapton, Van Morrison, Muddy Waters o Joni Mitchell, entre otras figuras de primer nivel, decidió quitar su interpretación de la película final en 1978 (aunque posteriormente la reedición de una caja de discos recogería todos los descartes). De esta forma, Bobby Charles se quedaba fuera de la difusión de El Último Vals (The Last Waltz), aunque siempre fue santo y seña del sonido vibrante, que recorría toda la historia de la música popular de Estados Unidos, de aquella maravillosa actuación. Robert Bobby Charles (Abbeville, Lousiana, 1938), compositor y cantante, murió ayer jueves en su casa a la edad de los 71 años. Con su fallecimiento, la música de Nueva Orleans pierde a una de sus joyas más ocultas para el gran público. Porque a Charles había que buscarle, como hicieron los miembros de The Band cuando para su despedida en directo quisieron tener representantes de un género que es piedra angular de la canción norteamericana. Llamaron al músico de Abbeville y a Dr. John. Sin embargo, Charles, a diferencia del segundo, ya era por aquel entonces toda una institución entre sus compañeros de profesión. Había dado forma a éxitos, convertidos con el tiempo en clásicos, para Fats Domino (Walking to New Orleans) y Bill Haley & the Comets (See You Later Alligator). Por lo tanto, desde los cincuenta, su nombre ya estaba adherido con Domino a las notas más consistentes del mejor ritmo de Nueva Orleans, y con Haley y los Comets a la gran sacudida del rock'n'roll primigenio. Como amante del swamp sureño, el propio Domino fue una de sus grandes influencias. También el honky tonk y cajun de Hank Williams le marcó en su adolescencia. Esas referencias y un amor absoluto por la música hicieron que creciera en él una amalgama de sonidos sin estilo definido pero repleto de raíces y magníficas maneras. (Leer más en el Obituario de EL PAÍS).