La Ruta Norteamericana

Sobre el blog

Viaja por el pasado, el presente y el futuro de la música popular norteamericana. Disfruta del rock, pop, soul, folk, country, blues, jazz... Un recorrido sonoro con el propósito de compartir la música que nos emociona.

Sobre el autor

Fernando Navarro

. Redactor de El País y colaborador del suplemento cultural Babelia y las revistas Ruta 66 y Efe Eme. Colabora también con un espacio musical en el programa A vivir de la Cadena SER. Es autor de los libros Acordes rotos y Martha. Cree en el verso de Bruce Springsteen: "Aprendimos más con un disco de tres minutos, que con todo lo que nos enseñaron en la escuela".

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Martha. Música para el recuerdo

“Un accidente de tráfico y sus consecuencias despiertan en Javi, un periodista inmerso en la crisis del sector, un torrente de recuerdos y sensaciones que le conducen a su juventud, a esos veranos en el pueblo con sus amigos, al descubrimiento del amor y de esas canciones que te marcan de por vida. Un canto al rock, a la amistad, a la integridad ética y al amor puro”


Fernando Navarro

Acordes Rotos. Retazos eternos de la música norteamericana.

Acordes Rotos. Retazos eternos de la música norteamericana repasa el siglo XX estadounidense a través de las historias de más de treinta artistas, claves en el nacimiento y desarrollo de los estilos básicos de la música popular. Un documento que tiene en cuenta a músicos esenciales, que dejaron un legado inmortal sin importar el éxito ni el aplauso fácil.

El arrebato blues de Billie Holiday

Por: | 24 de noviembre de 2010

Nos detenemos en la sección <<Parada para repostar>>. La Ruta Norteamericana tiene el placer de recuperar la voz de la deliciosa y mágica Billie Holiday con un magnífico texto de Toni Castarnado, redactor de Ruta 66 y Mondosonoro, entre otros medios. El gran Toni se detuvo en una librería y dio con un tesoro. Luego, pone palabras a una música arrebatadora para todos nosotros.
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Una tarde de verano. El calor aprieta, el sol aún brilla y la sonrisa de algunas personas también luce resplandecientes. Un paseo por el centro de la ciudad, la inevitable compra de unos discos que me van a alegrar el tramo final de las vacaciones, sumado al habitual y posterior arrepentimiento por haberme comprado más discos de los que son necesarios, aunque es verdad que nunca son suficientes: siempre queremos más tratándose de música. Por si no tenía bastante con mis recientes adquisiciones, entro en una de mis librerías favoritas en Barcelona. ¡Sorpresa! En una de las numerosas estanterías me espera algo con lo que no cuento, la edición especial por el cincuenta aniversario de la muerte de Billie Holiday del libro Lady Sings The Blues. Y claro, el libro también cae en mis manos. Y éste va con lazo, ideal para decorar una edición sencilla pero elegante, con nuevas fotos algunas inéditas, un diseño a la altura y su discografía revisada con mimo.
Salgo de ese bendito lugar con mi copia empaquetada, e inmediatamente reparo en un detalle: el año pasado, un 17 de Julio de 2009, el día en que se cumplían cincuenta años del día de su muerte, no puede leer ni oír una sola referencia a esa efeméride en ningún sitio, ni en prensa escrita, tampoco en informativos, y ni tan siquiera en revistas de música especializadas. Un olvido por parte de todos que desde esta Ruta Norteamericana vamos a intentar subsanar. Y aprovechando que hemos utilizado la cita de este libro escrito a dos manos entre ella y William Dufty antes del fallecimiento de Billie, recomiendo fervientemente la lectura de ésta obra, una biografía que como todas, no se sabe a ciencia cierta que tanto por ciento había de verdad en lo que contaba, si bien todo parece real. Ella misma reconocía que había detalles que no los tenía muy claros, pero aún y así, el libro es de lectura obligatoria. Una mujer que para personajes de la talla de Patti Smith y Antony Hegarty es la primera punk de la historia: “el punk no nació ni en el CBGB, ni en el Londres del 77; el punk emergió, en parte, gracias a la figura de Billie Holiday”, decía el jefe de The Johnsons.
Lady Day tuvo una infancia que no era precisamente el modelo ideal par una niña como ella, moviéndose con su madre de aquí a allá -su padre que era músico les abandonó cuando ella era un bebé-, de Baltimore a Nueva York, pasando por reformatorios, prostituyéndose siendo aún muy joven, hasta que un día, y ante una situación límite ante la posibilidad de quedarse ella y su madre en la calle, hace una prueba como cantante en un local de Nueva York. Obviamente, la pasa con nota. Billie ya tiene trabajo. A partir de entonces se le abren de par en par las puertas del negocio de la música, girando primero con Artie Shaw, rodeada de blancos, obligada a pintarse la cara de negro en sitios dónde no veían bien que su piel fuese más clara, no tenía más remedio que entrar por la puerta de atrás en las salas donde actuaban, y su casa era el bus en el que recorrían el país, parando a hacer sus necesidades en las cunetas de las carreteras, mientras el resto de músicos si gozaban de ciertas comodidades.
El Café Society de Nueva York y la historia existente tras el poema de Lewis Allen <<Strange fruit>> en el que se relataban los linchamientos a la comunidad negra, la convierten en un personaje relevante. “Árboles sureños sostienen un extraño fruto, sangre en las hojas y sangre en la raíz, negras nalgas que se balancean bajo la brisa sureña”. Ese fue su tema de mayor impacto, una canción que no quiso registrar Columbia para evitar problemas, después de estar más de una década, de 1933 a 1944, completando un catálogo descomunal junto al saxofonista Lester Young, su mano derecha y una figura paternal para Billie. El sello American Decca sale al rescate de esa grabación, difundiéndola como merecía.
Billie tuvo una vida caótica y desordenada: drogas, arrestos, amores imposibles, periodos en la cárcel…Su mítico concierto en el Carnegie Hall de 1956 tras salir de prisión y a rebufo del éxito del libro, fue todo un acontecimiento en aquel momento. El recitado de estrofas del libro por parte de Gillbert Millstein antes de que ella cante <<Lady Sings The Blues>>, es uno de los momentos más emocionantes de la historia de la música. Ella era cantante de jazz, de blues, una intérprete atemporal y distinta que escapaba a las categorías. En el sello Verve, tras ficharla Norman Granz en la década de los cincuenta, escribe unas cuantas páginas gloriosas con una voz que va mutando, aunque no todo el mundo estaba de acuerdo con el cambio. “Por el amor de Dios, no hagas caso a esos viejos columnistas”, respondía ella.
Una vez cumplió contrato vuelve a Columbia para grabar Lady In Satin. Una grabación tortuosa, una mujer que se olvida las letras de las canciones, que exige a la banda que suene más alto para ocultar su falta de voz, y un arreglista, Ray Ellis, que se las debe ingeniar para no salir perjudicado de la experiencia. Un disco que al final resulta conmovedor, y que es doloroso, tan real como la vida misma. Transcurrido un año desde la edición del disco, Holiday muere en un hospital tras ser arrestada allí mismo por posesión de drogas. Genio y figura hasta la sepultura, su corazón dejó de latir aquel 17 de Julio de 1959, pero aunque ha pasado medio siglo desde entonces, su música sigue igual de viva, todavía vigente y emocionando a cada nota, con cada vocablo. Asunto arreglado.
Texto: Toni Castarnado, redactor de Ruta 66, Mondosonoro y Rock Zone.


Gira de swing atómico con Royal Crown Revue

Por: | 21 de noviembre de 2010

Siempre asocio a Royal Crown Revue con una estampa como de postal que viví en Manhattan.
Era media tarde y subía por Broadway cuando llegué a la altura de la Ópera de Nueva York, ese fantástico edificio que preside Lincoln Center con su aire majestuoso. Era verano, el sol estaba bajo y en la plaza frente a la ópera había montado un escenario. Muy cerca había una barra con muchas personas tomando martinis y refrescos, todos vestidos de punta en blanco, con sus trajes y corbatas, ellos, con sus vestidos y peinados, ellas. Con mis pintas de mochilero, caminante sin rumbo en Nueva York, me quedé por ahí con sensación de intruso, pero tenía curiosidad por saber qué saldría al escenario.
Es entonces cuando una banda, aún mejor vestida que esos neoyorquinos del Upper Side, se colocó frente a sus instrumentos en el escenario. Soltaron su “hello, everybody… Let’s go!” y empezaron a romper caderas con su swing atómico. Eran los Royal Crown Revue, contratados por la fundación del Metropolitan para amenizar una de esas tardes de verano. En Nueva York, el verano es un espectáculo al aire libre. Y con los Royal a todo volumen parecía como de película ver a esos ejecutivos dejar sus martinis en la barra y sacar a bailar a las mujeres que les acompañaban, bien fueran compañeras del trabajo, esposas, amantes o simples conocidas. A la cuarta canción, los Royal habían puesto a bailar a unas 100 personas en el Lincoln Center con su juego de saxos y trompetas, su batería machacona y su ritmo trepidante.
Hoy, los californianos, pioneros en recuperar y revisitar el sonido swing, son mucho más que los interpretes de “Hey, Pachuco”. Están de vuelta en España, y con disco navideño bajo el brazo, propicio para hacer caja, ya que parece que les cuesta regresar al estudio de grabación y prefieren tirar por la senda fácil. Pero Royal Crown Revue, que tienen una buena legión de seguidores en este país, regresan sobre todo para presentar su nuevo show, It's Vegas Baby, que incorpora a la cantante Jennifer Keith acompañando en las labores vocales al gran Eddie Nichols.
La banda es una propuesta retro (incluyen en sus actuaciones antiguos micrófonos de cinta), pero con un sello personal fuera de toda duda, gracias a la personalidad de sus miembros, tanto Nichols como Glass, Achor, Lepisto o Dorame. Y si no los conoces, prepárate para bailar, y si los conoces ya, prepárate, de nuevo, para bailar.
Fechas de la gira:
24 de noviembre de 2010: Burgos, Sala-Restaurante El Chigre de Seijas
25 de noviembre de 2010: Madrid, Teatro Lara
26 de noviembre de 2010: A Coruña, Playa Club
27 de noviembre de 2010: Bilbao, Kafé Antzokia
28 de noviembre de 2010: Gijón, Sala Acapulco


Doc Pomus, la música puede salvarte la vida

Por: | 16 de noviembre de 2010

Recupero para esta ruta sonora el artículo sobre Doc Pomus, ese gran hombre entre hombres, dentro de mi sección Forajidos para la revista Efe Eme.
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-Rod Cameron: “¿Dónde está el sheriff?”
-Juez: “Está indispuesto”.
-R.C.: “¿Grave?”
-Juez: “No, sólo muerto”
“La dama de la frontera”, (“Frontier gal”, 1945) dirigida por Charles Lamont.
Si alguna vez el lector ha llegado a sentir que una canción puede salvarle la vida, tal vez, tenga empatía a Doc Pomus. Su música es la música de un sueño con el que trasladarse a otro mundo, un sueño primario, original, humano, que nace del amor incondicional a los sonidos de la calle. Siempre dependiente de sus muletas o su silla de ruedas, Pomus componía para soñar que desgastaba sus zapatos en la pista de baile, para ganarse el corazón de la mujer que nunca le miraba o para expresar sus anhelos mientras el mundo le pasaba por encima. Basta escuchar ‘Save the last dance for me’ o ‘Lonely Avenue’, para darse cuenta que su mejor música guardaba el secreto de cambiar una vida.
Con todo, es uno de los grandes nombres olvidados de la historia de la música popular. A pesar de dejar al mundo un legado glorioso de composiciones, no recibió ninguna recompensa. Como los jinetes que salvan la vida de los pueblos para luego morir en el anonimato, este músico, nacido en Brooklyn, vio como se apagaba su vida lejos del éxito, fuera de cualquier círculo mediático y comercial, sin apenas dinero, olvidado por la memoria colectiva. Pero fue un auténtico superviviente, tanto en la vida real como en la artística, un hombre de palabra atravesado por la flecha de la música.
La polio, que contrajo a los seis años, marcó su infancia. Tal y como se recoge en su biografía “Lonely Avenue”, escrita por Alex Halberstadt, aquel niño enfermo, que pronto tuvo que sujetarse con unas muletas para andar, soñaba con ser algún día el campeón de los pesos pesados de boxeo en la inexistente categoría “con muletas”. Quería ser lo que su padre llamaba “un hombre entre hombres”, un tipo hecho a sí mismo, capaz de alcanzar sus metas. Por eso, más de una vez hacía por correr con el resto de chavales y caía al suelo aparatosamente con sus sujeciones metálicas. No quería la compasión, pero, ciertamente, su incapacidad podía más que su propósito. Hasta que la música le dio alas. Al barrio judío de Willamsburg, donde vivía, llegaban los ecos del jazz y el blues que hacían hervir Manhattan en los años cuarenta. Pomus (de nombre original Jerome), que devoraba libros que le hacían viajar a otros mundos, encontró en esos sonidos el motor de su vida. Sentado en la cama, aprendió a tocar el clarinete, el saxofón y, más tarde en el colegio, el piano.
A partir de entonces, cuando podía se escapaba con sus amigos a los clubes del Village o a visitar los sótanos de las tiendas de discos. Supo que quería dedicar su vida a la causa cuando compró el disco “Big Joe Turner & His Fly Cats”. Aquello le elevó del suelo. El ritmo negro originario se convirtió en su obsesión. Poco después, con el nombre artístico de Doc Pomus (no quería que sus padres se avergonzasen al ser músico) entró a tocar como bluesman blanco en George’ Tarvern. Se ganó una reputación en el circuito y, casi sin darse cuenta, acabó convirtiéndose en el saxofonista del propio Big Joe Tuner. De Turner, descubierto por el gran John Hammond (padrino de gente como Billie Holliday o Bob Dylan) y erigido como una figura destacada del R&B de los cincuenta, Pomus aprendió a captar el sentimiento negro, ese rasgo visceral tan genuino. Durante años, se concentró en componer y componer, forjándose en la vibrante noche del Village, hasta que en su camino se cruzó un joven pianista llamado Mort Shuman. Como se cuenta en libro “Always magic in the air”, del musicólogo Ken Emerson, cuando Pomus conoció en 1955 a Shuman, formado en un conservatorio, captó su talento y se hizo su mentor, insistiendo mucho en educarle en el R&B y en el ambiente callejero. Ambos formaron una pareja de compositores irrepetible. Pomus a las letras, Shuman al piano.
De su paso por el Brill Building, el legendario edificio del 1650 de Broadway, dejaron una colección asombrosa de canciones a partir de 1959. Impulsaron lo que en la época se conoció como el Brill Building sound, el sonido que llenó los radiales de finales de los 50 y los 60 con pop estiloso y mestizo, añadiendo ecos del jazz y la música clásica europea, matices de los ritmos latinos y, sobre todo, desarrollando un amor declarado por el fascinante cancionero afroamericano. Como el rock’n’roll de la primera ola, era puro sonido popular de metrópoli, hecho por gente joven de la calle para la calle. Sus composiciones funcionaron como elemento integrador, mezclando sonidos, en este caso propios de una ciudad multicultural como Nueva York. ‘Lonely Avenue’ rompió moldes en la hipnótica interpretación de Ray Charles, que la hizo suya por hablar de la discriminación. ‘This magic moment’ y ‘Save the last dance for me’, bajo la batuta de los magníficos The Drifters, salpicaban a raudales dignidad y elegancia al tiempo que coqueteaban con los ritmos afrocubanos y puertorriqueños. La pareja, hombres orquesta en la sombra, tan esenciales en aquellos años, fueron parte de la banda sonora de la edad dorada del pop, de la generación del “baby boom” y el Nueva York de postal.
Con arreglos magistrales, lenguaje familiar y temática cotidiana, sus decenas de canciones conectaban con el comportamiento y costumbres de la incipiente cultura juvenil, de los nuevos hombres y mujeres urbanos, que, como afirma el historiador Eric Hobsbawn en “Historia del siglo XX”, lideraron la revolución cultural al romper “a velocidad de rayo” con las estructuras sociales del pasado. La música de Pomus y compañía era el puente entre el primer rock y la llegada de la Invasión Británica de los Beatles. De hecho, Pomus y Shuman llegaron a componer 16 temas para Elvis Presley, al que Pomus nunca conoció en persona aunque sí habló con él por teléfono. Como máximo representante de esa cultura, Elvis simbolizaba para Pomus una meta personal. Un día se acercó a su hotel y, a última hora, el Coronel Parker le prohibió subir a su habitación. Con sus muletas a cuestas, tal y como solía contar, se fue con el corazón en pedazos.
Y, a decir verdad, era todo corazón. En su apartamento de la calle 72 Oeste, donde siempre había pilas de discos por todas partes y un órgano para componer a cualquier hora, eran normales las fiestas y las visitas de todo tipo. Incluso cuando se retiró después del cierre del Brill Building y hallarse en la peor época de su vida. Tras un accidente en el que perdió más movilidad, su esposa le abandonó y Shuman se marchó a París. Solo a finales de los setenta volvió a ser reivindicado por gente como Dr. John. Pero Pomus, el músico más querido de la Gran Manzana por sus compañeros y vecinos, sobrevivió desde entonces como cantante de garitos y compositor en segundo plano, sufriendo su parálisis, dependiendo de la amabilidad de los taxistas para bajar a su Village, encerrado en su casa con sus discos, soñando con ser el campeón de los pesos pesados del blues. Así fue hasta su muerte en 1991, postrado en una cama de hospital, como un gigante en el ostracismo. Después, Lou Reed le dedicó su álbum “Magic and loss”. Y entonces el nombre de Doc Pomus empezó a conocerse un poco más, no mucho.
¿Pero qué había hecho ese tal Doc Pomus? Había creado centenares de canciones con el gen de la esperanza, con el horizonte del mejor rock, pop y blues. Obras maestras con patrimonio humano irrenunciable, como ‘Save the last dance for me’, compuesta cuando estaba sentado en su silla de ruedas y su mujer bailaba con otro hombre en una fiesta. Solitario y consciente, ajeno al jolgorio, a miles de kilómetros de la realidad, como un fugaz cometa en mitad de un firmamento, Pomus escribió los primeros versos de ‘Save the last dance for me’ en una servilleta. La música estaba en su corazón. Aquel hombre entre hombres componía para salvarse. Y, amigo, eso era tener la llave del universo, y todo lo demás, para él supongo, y para el oyente, era y es silencio.


Texto original para la revista Efe Eme.

Jesse Malin, alma de East Village

Por: | 14 de noviembre de 2010

Por falta de tiempo y una mala memoria, se me pasó dos o tres veces sacar en La Ruta Norteamericana este artículo sobre Jesse Malin que escribí en El País. Lo recupero ahora. El pasado viernes estuve en el concierto del músico neoyorquino en Madrid, que ha sacado este año nuevo disco y lo ha presentado en España con una gira. Buen concierto, con mucha entrega y con un rollo punk al estilo Ramones más intenso que de costumbre. Dejo la entrevista con Malin.
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En el mundo del rock, East Village es tierra de faraones. De sus calles, al este del bajo Manhattan, han salido algunas de las bandas más influyentes de la historia, como la Velvet Undreground, los Ramones o Television. También ha sido lugar de peregrinación por sus locales míticos como el Fillmore East, abierto por Bill Graham y conocido como la "iglesia del rock'n'roll" por acoger en los sesenta a británicos como The Who, Led Zeppelin o Pink Floyd, y la sala CBGB, cuna del punk con el alumbramiento de Patti Smith, Richard Hell, Johnny Thunders o Talking Heads. Y hoy, en pleno siglo XXI, Jesse Malin coge ese testigo, es un alma del East Village.
Con esas referencias presentes en su música y su vida, Malin intenta mantener vivo el mismo fuego. "Me perdí a esa generación de la que soy seguidor. Pero me siento parte de ella, de algunos de esos días duros de Nueva York con su basura, sus sesiones de noche, sus botas de motero, su anarquía y su tofu", explica Malin, de 42 años, nacido en el vecino barrio de Queens, y que recibió el calificativo de icono del East Village por el semanal Village Voice, faro de las tendencias y sonidos de Nueva York.
El músico presentará la próxima semana en España su último disco, Love it to life, otro alegato de pop-rock trepidante, salpicado de buenas baladas, en la línea de la cosecha tradicional del ambiente musical del este neoyorquino. "Siento que es una destilada, directa y distorsionada versión de todas las cosas que he hecho desde que era un adolescente en un sencillo y crudo puñetazo de diez canciones", afirma. Tras el alto en el camino que supuso On Your Sleeve, su anterior disco de versiones, Love it to life guarda conexión directa con casi toda su obra, y mantiene el nivel de efusividad del gran Glitter in the Gutter. Canciones como <<Burning the Bowery>> o <<St. Marks Sunset>> así lo testifican.
Para este disco, Malin sale reforzado en su vertiente más rock por su nueva banda, St. Marks Social Scene, un combo que tira de su pasado en D Generation, destacado grupo de glam-punk de los noventa. "Todd Youth, quien tocó conmigo en D Generation en el último álbum, me ha ayudado a formarlo. Siento que la banda es un circo triste, rítmico, melódico de 'punk folk' para ser tocado lo más alto posible", cuenta el cantante, quien explica que la nueva formación, tanto en nombre como en actitud, tiene el espíritu del East Village: "Saint Marks es hoy un centro comercial japonés, pero en su día fue un lugar de la ciudad de Nueva York repleto de gente de todas partes. Acogió a 'beatniks', 'punkis', a Lenny Bruce, a los New York Dolls, tiendas de discos, tiendas de ropa, drogas, libros, poesía y era una vía que llevaba al parque de Tompkin's Square".
Malin se sabe de memoria el abecedario del rock, y es como un calco retro de los chicos malos de la calle Bowery en el rollo de Joey Ramone o Richard Hell. Sin embargo, ha conseguido labrarse su propia carrera artística e incluso superar los apadrinamientos como el de Ryan Adams, quien apostó por él en solitario y produjo su primer álbum, The Fine Art of Self Destruction. Luego, se lo llevó de gira como telonero y colaboró con él en otros trabajos. Sin duda, Adams, ahora algo perdido en una borrachera compositiva sin mucho orden ni concierto, es una de sus grandes influencias pero no la única. "También están de The Replacements, Sam Cooke, Francis Ford Coppola, The Dickies, Cheap Trick, Bob Dylan, Wilco, Spoon y el sonido de la gente riendo, llorando y rezando", confiesa Malin. Y, ciertamente, aunque suene extraño decirlo, mucho de todo eso se refleja en el rock enérgico de Jesse Malin, una música nacida de las vibrantes calles del East Village.


Sentirse especial con Springsteen y la E Street Band

Por: | 10 de noviembre de 2010

Siempre pienso que aquel disco podía haber cambiado la vida de Juanjo tanto como cambió la mía. Ahora, que está a punto de publicarse la caja sobre la historia de Darkness on the edge of town, no puedo evitar acordarme un poco de Juanjo, allí donde esté. Tal vez, es algo estúpido, pero siempre que escucho el bootleg de Winterland, de la grandiosa gira posterior a la publicación de Darkness, me pregunto a mí mismo por Juanjo.
Conocí a Juanjo cuando entré a trabajar en El Corte Inglés. Yo era un universitario que necesitaba un dinero. Ante la tremenda dificultad de hacerlo en el mundo del periodismo y sin posibilidad de esperar mucho para ello, cogí lo que me salió y terminé trabajando de sabadero en los grandes almacenes, que consistía en ir todos los sábados y festivos. No eran muchas horas, cubría mis necesidades económicas y, bueno, como todos en esa empresa, trabajaba en traje y corbata, en la sección de Imagen y Sonido.
Juanjo era comercial de la marca Denon, conocida por sus equipos de sonido de alta calidad, entre otras cosas. Siempre le veía con rostro cansado y en mis primeros días hablábamos de vez en cuando y me enseñaba los equipos más chulos de la sección. Pero todo cambió un día cuando escuchó un disco que pinché en una cadena musical que querían probar unos clientes.
Mi trabajo consistía en recomendar equipos de música. No tenía ni idea pero me las ingeniaba para que pareciera que algo sabía. A decir verdad, no siempre fue así. Mi primer día me soltaron en la planta sin explicarme nada y tuve que reconocer ante un matrimonio que no tenía ni pajolera idea sobre tal cadena musical. Me miraron con gesto torcido. En mi confusión y torpeza, llegué a decir a una chica, a modo de confesión y en secreto, que había equipos más baratos en otras tiendas. Por esos días yo estaba mirando equipos de música para mi casa y los precios de El Corte Inglés me parecían algo desorbitados.
Ciertamente, no me gustaba ese trabajo, pero conseguí sacarle cosas positivas, más cuando mi pasión por el rock estaba desbocada. Al estar rodeado de equipos de música, aprendí sobre ellos y además podía llevarme discos para pinchar en ellos. Cuando un cliente quería probar tal o cual cadena yo sacaba mi disco y aprovechaba para ponerlo. A decir verdad, me sentí mucho más orgulloso de recomendar un álbum que puse un día de Ryan Adams, cuando un hombre me preguntó emocionado, que de vender uno de los equipos más caros de la sección.
El caso es que Juanjo un día oyó de lejos lo que yo estaba pinchando a última hora de la tarde. Se me acercó sorprendido. ¿Qué es eso? ¿Es Springsteen? ¿Qué disco? Era un disco pirata que un gran amigo me había pasado sobre la gira de Springsteen y la E Street Band en 1978, en concreto, un conciertazo en la sala Winterland, en San Francisco. Yo andaba como loco con ese triple disco (¡un concierto íntegro!) que ardía como una fogata descontrolada en el cuerpo. Más y más hasta llegar al incendio. Solo bastaba escuchar la versión de <<Prove it all night>>, con la introducción in crescendo, palpitante, que daba paso a una tormenta, a un rugir de guitarras, en su desafío eléctrico, para sentir que el mundo se ensanchaba hasta el infinito, saltaba en pedazos tu vida y empezabas a recomponer un horizonte en soledad y a oscuras.

Juanjo preguntó entusiasmado: ¿Te gusta Springsteen? Le conté que era muy fan de Springsteen, que acababa de descubrir el sonido de esa gira y estaba que no cabía en mí. Cada noche me tiraba en la cama y volaba lejos con esos conciertos. No conocía nada igual. Entonces, Juanjo me contó que él también era muy seguidor de Springsteen, que tenía todos sus discos, pero qué desconocía estos piratas. Nos pasamos hasta el final de la jornada hablando de toda esa música.
Prometí grabarle el disco. Y lo hice, pero con la mala fortuna de solo grabarle dos de los tres discos, el primero y el segundo. El grabador se me estropeó justo cuando iba a grabarle el tercero de esos discos que daba paso al cierre del concierto, donde se incluía el descarte <<The Promise>> y cuando Springsteen y la E Street Band rompían las caderas con ese <<Detroit Meddley>> (con temas de Little Richard y Mitch Ryder) y su cancionero más bailable. El problema, además, era que apenas me quedaban dos días en El Corte Inglés y por ahí ya no verían más.
Cuando le di los discos, estuvimos hablando un buen rato en un cuarto repleto de cajas que hacía de habitación para los empleados que fumaban. Me contó que había dejado de estudiar por trabajar como empleado fijo en El Corte Inglés. Tenía 35 años y llevaba ya muchos años siendo promotor en El Corte Inglés, lejos de cualquier aspiración profesional diferente. Estaba desgastado, desilusionado, pensaba que se había equivocado, pero, decía, ya estaba dentro de la rueda. Ir a trabajar era un suplicio para él. Todo esto me lo contó mientras el cigarrillo se consumía, y, supongo, en parte para desahogarse, en parte como consejo. Le acababa de decir que me había comentado uno de los jefes de hacerme fijo porque era bueno vendiendo equipos de música (sic) (no tenía ni idea, recuerdo) y necesitaban personal. Poco antes, había anunciado que quería irme.
Recuerdo decirle que él tenía tiempo de cambiar, que yo, cierto, era joven pero que seguiría su consejo pero además, si escuchaba y leía las canciones de Springsteen (que tenía traducidas por libros), ese disco completo de Winterland, sentía que no podía renunciar a mis pequeños sueños personales, entre ellos ser periodista. Si me quedaba en El Corte Inglés era como traicionarme. Le pregunté si no le inspiraba lo mismo la música más arrebatadora de Springsteen, que tanto nos gustaba a los dos. Me dijo que sí pero, sonriendo, me recordó: “Bueno, todavía no tengo todo el concierto de Winterland para oírlo en su conjunto. Puede que entonces, cuando me lo pases, no tenga más opción que salir de aquí”.
Al final me fui, y Juanjo siguió allí. Y nunca le grabé el tercer disco de Winterland. El último día cuando me iba y me despedía de todo el mundo Juanjo salió corriendo y me dijo que era la releche, auténticamente estremecedor ese directo, y que no me olvidara de traerle un día el tercer disco para cerrar el círculo. Nunca lo hice. Y, mientras tanto, siempre que escucho el disco me acuerdo de Juanjo porque dejé esa cuenta pendiente y porque siempre lo escucho en casa en una cadena Denon que compré al propio Juanjo antes de irme de El Corte Inglés. De nuestra conversación en el cuarto de fumadores, Juanjo me guardó una cadena buenísima Denon que estaba rebajada muchísimo, por las rebajas del centro comercial que se juntaban con las que hacían a los trabajadores y una especial que tenía ese modelo por llegar nuevos diseños. En fin, una ganga que Juanjo me recomendó y en la que gasté parte del dinero que gané en mi estancia en El Corte Inglés el mismo día que me iba. Salí de allí con la caja donde estaba envuelta mi cadena musical Denon y la promesa de grabar ese disco a Juanjo.
Muchos años después, tal vez seis o siete, pasé un día por ese Corte Inglés y por la sección que ya estaba en otra planta. Empecé a pensar en Juanjo y me fijé por si estaba. Al no verle, me sentí algo aliviado y contento. Pensé que ya se habría ido y que seguro dio el paso de buscar otra opción que nunca antes se había atrevido a hacer. Pero, justo en ese momento, apareció en un pasillo con dos clientes y una caja entre las manos. Se me esfumó la ilusión. No me atreví a acercarme a él. No pude hablar con él. Salí de allí, como disparado en plena línea de batalla.
Cuando llegué a casa, agarré el disco de Winterland y lo puse a todo trapo en la cadena que me recomendó Juanjo. Joder, Prove it all night. Demuéstralo toda la noche. A mí, con menos de veinte años me cambió la vida. No exagero si digo que me sentía especial, dentro de un mundo especial, poseedor de un mensaje especial, con un destino especial al que llegar. Joder, hoy, cuando lo pienso, las cosas ya no son cómo eran antes, aunque hay un aire que sopla por algún lado y a veces despeina mi pelo. Y allí donde esté Juanjo espero que, al menos, ese aire también despeine su pelo. Nunca le grabé ese tercer disco de Winterland, pero la semana que viene hay disponible una caja brutal con material de sobra sobre esos años de Springsteen y la E Street Band. Tal vez, no lo sé, escuchando el concierto de Houston de 1978 que allí se recoge, o los 21 temas de descartes que vuelan a lomos de Phil Spector y el pop de los sesenta, puede que Juanjo sienta que todavía hay tiempo para demostrarlo, para demostrarse a sí mismo que merece la pena intentarlo, y pagar el precio.


El juego de Omar Little en The Wire

Por: | 05 de noviembre de 2010

"Hay que guardarla con mimo, como las obras completas de Shakespeare y de Stevenson, las mejores películas (casi todas son buenas) de Ford y de Wilder, las canciones de Sinatra, los discos de Coltrane, los recuerdos maravillosos, esas cosas que con un poco de suerte te van a acompañar hasta el último día”. Carlos Boyero sobre The Wire.
Soy de los que sintió un vacío muy grande una vez que acabó de ver todas las temporadas de The Wire. Hace más de un año puse fin a una serie que, como ya se ha dicho en este blog a través de tantísimos comentarios y el gran texto de Álvaro Fierro, es una obra maestra. Cine en estado puro, extendido en largas horas y muchos capítulos, repleto de vasos comunicantes con la vida real y el alma humana.
Cuando intento transmitir a amigos o conocidos la grandeza de la serie, siempre me ha resultado muy difícil, sino imposible, explicar qué significó para mí sentarme cada día a ver uno de sus capítulos, qué me aportaba tan vital y necesario cómo para perderme en cada escena y viajar a Baltimore, adentrarme en su atmósfera y complejidad. No era sólo algo revelador, sino también algo narcótico. Desde que había acabado Los Sopranos, la mejor serie que he visto en mi vida y que me dio tanto o más que el mejor disco de mi discoteca o el libro más arrebatador de mi biblioteca, nada había sido igual para mí. Los Soprano estaban en otra dimensión y yo la añoraba. La capacidad de amar y llorar por una historia desgranada con inteligencia y talento, hasta el punto de hacerme sentir parte de ella, quedaba muy lejos. Hasta que llegó The Wire. ¿Mejor? ¿Peor? ¿Complementarias? Sencillamente, diferentes y, cada una a su estilo, arrebatadoras. Hoy no podría elegir entre una y otra, sería como elegir entre papá y mamá.


Hoy, por tanto, me salgo de la música pero para celebrar una serie que es puro rock'n'roll, soul, rap, blues. Arriba, esta la primera escena de The Wire. Recuerdo perfectamente que el día que la vi, solo en casa, tirado en el sofá del salón, quedé un poco desconcertado. Los Soprano empezaba con una acción trepidante y, en cambio, The Wire parecía pecar de lentitud. Como bien escribía Álvaro, había un estilo de novela rusa impregnado que te hacía cambiar el chip, removerte por unos minutos en el sofá. Pero qué maravilla. Pasados unos capítulos, una vez dentro de la tela de araña de personajes e historias, era imposible desengancharse. El diálogo, el slang negro, la burocracia, la rutina en la calle, el ruido de sirenas de fondo... todo era absolutamente real y magnético.
No engaño a nadie si reconozco que se me encogió el corazón, se me saltaron las lágrimas, con varios capítulos. A bote pronto, recuerdo mis pelos como escarpias con la resolución de la historia de D’Angelo, en el final de la segunda temporada con el joven protagonista del puerto apoyado en la alambrada, en algún instante determinado de las trágicas peripecias existenciales de Bubbles o en la supervivencia a cara de perro de los niños de la escuela. Y ha habido más, muchos más, siempre en el milagro artístico que representa esta serie sobre el tráfico de drogas, sus causas y sus consecuencias, sus dioses y demonios.
Si bien es cierto que la serie es un absoluto, con decenas de personajes que pueblan cada temporada, tengo que reconocer que, aún costándome un riñón elegir, Omar Little ha sido para mí el personaje más fascinante de la serie, a la altura de un Tony Soprano, incluso me atrevo a decir que de la historia de la televisión. También da pie para ello al ser un personaje repleto de entresijos: ese aire de Robin Hood solitario de las calles, de forajido en el viejo Oeste, esa homosexualidad tan viril, esa chulería por encima del bien y del mal, ese código moral y esa frase, esencia misma de lo que significa The Wire, que dice: “It’s all in the game”.
Al principio de la serie Omar andaba algo escondido pero con cada capítulo no para de crecer hasta ser un eje sobre el que giran policías y traficantes. Su destino está en las calles y su misión es bien sencilla: robar a traficantes. En otras palabras, sobrevivir en un mundo de delincuentes, donde la moral es pisoteada cada día y la vida vale menos que medio dólar. Omar es el llanero solitario que se esconde en edificios que se caen a pedazos, el valiente sin escrúpulos que va hasta la puerta misma de los jefes para poner las cosas claras, el chico que sabe de dónde viene y monta en cólera cuando en un ataque no respetan a su abuela, el tipo de corazón frágil que se enamora de su escudero o sacrifica su vida por vengar a una amiga, el hombre de honor que sabe más que el mafioso o el abogado sobre cuáles son las reglas del juego, el colega fiel que tiene a un ciego como confidente y cicerone, el negro que le jode que otro poli negro criado en las calles, como él, le diga mirándole a los ojos la diferencia entre el bien y el mal, entre hacer algo por los demás o hacerlo sólo para sí mismo, con una escopeta debajo de la gabardina. Omar es la calle en estado puro.
Soy de los que se le erizaba el vello cuando aparecía Omar por las calles. Con ese silbar descuidado, esos gritos de “que viene Omar” y niños y trapichadores salían corriendo, ese andar gitano con su pañuelo o capucha en la cabeza. Por eso, quedé fascinado cuando en la quinta temporada Omar era Omar y Marlo, el nuevo jefe de las esquinas, era simplemente Marlo. Como en las historias de vaqueros e indios, la excelencia y el respeto se ganaban a base de hechos, a base de que todos conociesen tu leyenda. Omar era el mejor jugador del juego. Pero no quedé menos cautivado cuando en la tercera temporada se cruzó con Brother Mouzone en el callejón. Siendo sincero, vi esa escena tres veces, agarrado a un whisky con tres hielos que había sobre mi mesa, en la oscuridad de un frío salón. La recuerdo como una escena llena de lirismo, de auténtica novela negra, con ecos de Hammett y Chandler, con la sombra de Bogart por todas partes, misterio en el callejón con el silbido de Omar como si fuera La Noche del Cazador, y el filo cortante del sonido de un tren a lo lejos mientras Omar desenfunda lentamente su revolver y Brother Mouzone le interrogaba con su pistola en la mano, su traje pulcro y sus zapatos mojados en las alcantarillas de Baltimore. El diálogo era una maravilla, y las consecuencias de aquel trascendental encuentro fueron brutales.
Es Omar Little quien, además, en mi opinión, define mejor que nadie cómo son las cosas en Baltimore, y por extensión en la sociedad occidental. La escena en la que va a declarar al juicio, como venganza contra Avon y Stringer, es una de las escenas más ilustrativas de la serie. El más malo de los malos diciendo verdades como puños, sin renunciar nunca a sí mismo y lo que representa, diciendo al poli tontorrón, que hace pasatiempos y poco le preocupa resolver problemas, como a la mayoría de sus compañeros y jefes, cuál es la respuesta a una sopa de letras (“En el colegio me encantaba la mitología. Era lo mejor. En serio”, dice Omar, sobre el que gira toda una mitología en las esquinas de Baltimore). En esa escena se ve la función del juez y de los abogados, todos tan cínicos y patéticos. También del jurado, riendo las gracias a Omar, viendo todo como un simple espectáculo, solo les falta las palomitas. Y claro, jugándosela a Bird y Stringer en su cara, como ellos hacen pero por la espalda y desde su posición de jefes de la banda. Y Stringer con su traje, intentando darse el aire del político o empresario mafioso de otro nivel que nunca llegará a ser. Y por ahí, cómo no, siempre McNulty, disfrutando como un niño, saliéndose con la suya, hablando con Stringer cara a cara, siendo parte implicada en la historia, el único que quiere resolver el caso, más por un asunto personal que por un bien al mundo. Todos cumplen su papel, que en cinco temporadas da para muchísimo más, para cambiarte una vida, y para enseñarte las cosas tal y como son. Y Omar, todo rock’n’roll en sus venas, diciendo al abogado: “Igual que usted amigo. Yo tengo la escopeta. Usted su cartera. Es parte del juego ¿cierto?”. Lo dicho, The Wire te cambia la vida.

Un Springsteen de leyenda sale a la luz

Por: | 05 de noviembre de 2010

Con motivo de la inminente publicación de la macro caja sobre Darkness on the edge of town, recupero el artículo publicado el pasado viernes en El País, bajo mi firma y con el título Un Springsteen de leyenda sale a la luz . El texto iba acompañado de un análisis de Diego A. Manrique sobre el proceso transición que supuso este disco para Springsteen.


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Con la publicación de Darkness on the edge of town y su posterior gira de más de 100 conciertos por Estados Unidos, el año 1978 alumbró la mejor versión que se ha conocido de Bruce Springsteen y la E Street Band. En términos objetivos, es como decir que en aquel año se escribió una de las páginas más fascinantes de la historia de la música popular. Con su aire de pandilleros, Springsteen y sus chicos se ganaron el calificativo de "máquina del rock" garantizando una comunión musical arrebatadora. Era el resultado de un proceso compositivo extraordinariamente prolífico. En pleitos con su anterior manager y sin dominio legal sobre su obra, el joven músico se había encerrado durante más de un año, llegando a componer suficientes canciones como para grabar cuatro discos. Esa mítica antesala creativa se puede conocer ahora gracias a la caja The Promise: The Darkness on the edge of town story, que saldrá a la venta el 16 de noviembre, y arroja luz sobre la etapa más cautivadora del músico de Nueva Jersey.
Al igual que hiciera en 1998 con el asombroso Tracks, formado por cuatro discos de descartes y rarezas, Springsteen ha desempolvado lo mejor de sus archivos, en una maniobra tan agradecida para con sus fans como provechosa para sus arcas. El plato fuerte es un fantástico álbum doble que recoge 21 temas de las maratonianas sesiones en el exilio, encerrado durante noches y días en el estudio de grabación. Para dar sensación de compacto a la colección de canciones (algunas ya editadas anteriormente en otro formato), el músico no ha tenido reparos en añadir nuevos instrumentos o incluir su voz actual en pistas antiguas. Con retoques incluidos, The Promise empieza a ser conocido como el gran disco perdido de Springsteen, aunque confirma que Darkness -comparado en su día por la revista Rolling Stone con el Astral Weeks de Van Morrison y el Are you experienced de Jimi Hendrix- es el trabajo perfecto que fue porque su autor supo hacer criba y seleccionar temas para alcanzar la atmósfera asfixiante y sugerente que buscaba.
También se antoja como el disco que siempre esperó Steve Van Zandt, guitarrista de la E Street Band, de su gran amigo y mentor. Van Zandt, que nunca quedó contento con el sonido crudo de Darkness, contó a este periodista que su disco preferido de Springsteen es el segundo de la caja Tracks y, ciertamente, en The Promise late con fuerza esa efervescencia musical, de ropajes sinfónicos y contundentes, abundante en coros y dando aire al recreo instrumental. Solo basta escuchar la versión alternativa de <<Racing in the street>> o la orquestal de <<The Promise>> para captar que la banda escondía una vitalidad exuberante.
A caballo entre Born to run y Darkness, el doble álbum se baña en el soul clásico y el pop de los sesenta, desprendiendo un sabroso regusto añejo. Si Darkness representaba la pérdida de la inocencia, con afiladas guitarras y temática de desamparo, las nuevas canciones ofrecen una celebración melancólica y cálida del amor y la supervivencia con arreglos que recuerdan al pop mayúsculo del sonido Brill Building (<<Gotta get the feeling>>, <<Someday>>), a Roy Orbison (<<The brokenhearted>>), al Elvis Presley de finales de los sesenta (<<Fire>>, <<It's a shame>>) o al soul de Smokey Robinson (<<City of night>>). Forman parte de la cosecha más brillante y romántica del músico. Durante años, sus seguidores más fanáticos han alimentado la leyenda escuchando grabaciones piratas cuyo sonido dejaba mucho que desear, pero, siguiendo el ejemplo de Bob Dylan y Neil Young, Springsteen ha decidido que la clandestinidad sea cosa del pasado.
Y lo ha decidido a lo grande porque la caja viene con ingente material, como un documental sobre el proceso de creación del álbum, donde se ven imágenes del cantante ganándose el apodo del boss (jefe) cuando, desesperado por alcanzar un clímax sonoro, manda callar a todos en el estudio de grabación. También se recogen dos DVD de actuaciones en directo: una de diciembre de 2009 con la banda tocando íntegramente Darkness en Asbury Park (Nueva Jersey), y otra de 1978 en Houston (Tejas), en uno de los mejores conciertos de una gira que inauguró la conocida iglesia invisible del músico, más vigente que nunca en nuestros días, formada por personas de toda edad y condición que recorrían largas distancias para verle. Y lo hacían con la promesa de presenciar tres horas de incendiario repertorio, con la promesa de gozar, a fin de cuentas, con un Springsteen de leyenda.




Primeras dosis de The Wire

Por: | 01 de noviembre de 2010

Esta semana, la sección "Parada para repostar" se introduce en el mundo de la televisión para recrearse de una de las mejores series de la historia de la pequeña pantalla. Álvaro Fierro, colaborador de Ruta 66, escribe sobre las razones para amar esta serie imprescindible para explicarse parte de las actuales miserias de la sociedad estadounidense. Y lo hace a partir de un libro que se ha publicado sobre la serie: The Wire. 10 dosis de la mejor serie de la televisión (Errata Naturae).
The Wire es una de las deudas pendientes de este blog, en tanto en cuanto llevo muchísimo tiempo queriendo hablar de esta maravillosa serie en todo su conjunto, no sólo por su música. Cuenta con una banda sonora esencialmente norteamericana, pero hoy nos importa hablar de la transcendencia de esta radiografía estadounidense en imágenes. Esta semana, la televisión tendrá mucho que decir en esta ruta norteamericana.
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Casi todo el mundo coincide: los primeros capítulos no enganchan (y eso que las sustancias estupefacientes salen en casi cada plano) y se pierde la paciencia. ¿La misma historia de camellos y policías en los guettos de Baltimore? ¿Baltimore ha dicho usted? ¿Y qué se me ha perdido allí? ¿No hay un lugar un poco más cinematográfico que esta ciudad? Mejor Nueva York o San Francisco, ¿verdad?
Pero hete aquí que es la que mejor conoce su vecino David Simon, ex periodista del Baltimore Sun y su socio, el ex agente de policía y ex maestro Ed Burns. Y la conocen bien porque se la han pateado, han conversado con los yonkis y sus dealers, los estibadores, los profesores, los políticos y los medios de comunicación a cuenta de su oficio durante muchos años. Han visto de primera mano la transformación de la misma, y quien dice transformación, dice decadencia. Y tras una vida dedicada a buscar la noticia a la antigua usanza e interrogar maleantes, se plantearon escribir la gran novela americana extrapolada a la pequeña pantalla con su ciudad como paradigma estadounidense, pero con un matiz. Se basarían en las formas de las novelas rusas: hasta el, por ejemplo, capítulo seis, no sabes dónde encajar el argumento. No existe el héroe de turno, o el antihéroe, a pesar de que Jimmy McNulty pueda parecerlo. Tampoco el ritmo de las persecuciones es vertiginoso: la burocracia exaspera y conseguir una orden judicial para poner una escucha va al mismo paso que en la vida real.
The Wire tiene en estos elementos su grandeza. El sistema institucional es la verdadera alambrada de la que no podemos salir, pertenezcamos al sector que sea, dentro y fuera de la ley. Por eso el Omar Little, el único que va por libre, es el que mejor cae a los espectadores. Rompe los tópicos de C.S.I, y confía en la inteligencia del espectador a pesar de la abrumadora avalancha de nombres, apodos y personajes en general- unos doscientos- que pueblan la serie a lo largo de las cinco temporadas. Temporadas temáticas, sí, que van desde el tráfico de drogas y las luchas por el territorio a debates sobre la legalización, la erosión de los sindicatos en el puerto marítimo, el sistema escolar- “ser profesor de secundaria es más peligroso que trabajar de policía”, afirma Ed Burns-, los tejemanejes del ayuntamiento y la privatización de los periódicos y la pérdida del alma de los mismos, algo que conoce más que bien David Simon.
Errata Naturae reúne ensayos firmados por Rodrigo Fresán, Marc Pastor, Sophie Fuggle, Jorge Carrión, Iván de los Ríos, Marc Caellas y Margaret Talbot, entrevistas a su autor- por parte de Nick Hornby nada más y nada menos- y un relato inédito de George Pelecanos, guionista de la serie, que desarrollan con lucidez las ideas arriba expuestas. Todos ellos realmente brillantes, a excepción de la densa tesis de Iván de los Ríos, “Poema de la Fuerza. Urbana Conditio”, y sus analogías filosóficas de la antigua grecia. Por lo demás, muy buena mierda.


Texto: Álvaro Fierro, redactor de Ruta 66.
Vídeo: 5ª Temporada de The Wire. Música de intro: Steve Earle.

El País

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