Viaja por el pasado, el presente y el futuro de la música popular norteamericana. Disfruta del rock, pop, soul, folk, country, blues, jazz... Un recorrido sonoro con el propósito de compartir la música que nos emociona.
Sobre el autor
Fernando Navarro. Redactor de El País y colaborador del suplemento cultural Babelia y las revistas Ruta 66 y Efe Eme. Colabora también con un espacio musical en el programa A vivir de la Cadena SER. Es autor de los libros Acordes rotos y Martha. Cree en el verso de Bruce Springsteen: "Aprendimos más con un disco de tres minutos, que con todo lo que nos enseñaron en la escuela".
La canción del Jukebox
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Listas de reproducción temáticas de La Ruta Norteamericana. Música para mover las caderas, engancharse al soul, desmelenarse con guitarras o soñar despierto.
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Lugar de encuentro sobre actualidad musical y sonidos raíces de la música norteamericana. Otro punto de reunión y recomendaciones del blog de Fernando Navarro pero hecho con la colaboración de todos sus miembros.
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“Un accidente de tráfico y sus consecuencias despiertan en Javi, un periodista inmerso en la crisis del sector, un torrente de recuerdos y sensaciones que le conducen a su juventud, a esos veranos en el pueblo con sus amigos, al descubrimiento del amor y de esas canciones que te marcan de por vida. Un canto al rock, a la amistad, a la integridad ética y al amor puro”
Acordes Rotos. Retazos eternos de la música norteamericana repasa el siglo XX estadounidense a través de las historias de más de treinta artistas, claves en el nacimiento y desarrollo de los estilos básicos de la música popular. Un documento que tiene en cuenta a músicos esenciales, que dejaron un legado inmortal sin importar el éxito ni el aplauso fácil.
Me reconozco una persona a la que le cuesta muchísimo hacer listas de los mejores discos. Bien se para el periódico o alguna revista, al final siempre te piden este tipo de listas que suelen ser una simple enumeración donde es imposible seguir un método y sentirse al cien por cien satisfecho con el resultado. No soy muy partidario de la simple enumeración, ya que de esa forma es imposible explicar las emociones, los recuerdos, las vivencias que se hermanan a los sonidos que recogen los discos seleccionados. Pero, cierto, las famosas listas de “lo mejor de…” son muy recurrentes y suelen hacer su función de abrir debate y también ayudar a compartir discos que tal vez se escaparon. En este sentido, La Ruta Norteamericana otro año más vuelve a tener su particular lista anual. Siempre con el ánimo de ilustrar de alguna manera un año musical en lo que concierne a este blog. Que nadie se tome la siguiente lista como algo científico, cerrado, como un púlpito en el que este escribiente quiere pontificar a los lectores, porque sinceramente las listas son simplemente listas, cada uno tiene la suya y cada uno seguro que la cambiaría dos o tres veces por semana según el estado de ánimo, la temperatura corporal o lo que sea. De hecho, yo los primeros puestos, seguro, los cambiaría en un par de días por los últimos, y seguramente incluiría otros discos que no escuché o no pude oír con la atención debida. A veces, y eso es un hecho, hay discos que se redescubren años después, que crecen con el tiempo o te hechizan cuando antes te dejaron indiferente. Espero que lo disfrutéis, que os ayude a descubrir algún disco/artista nuevo o, simplemente, a revivir sonidos que os cautivaron como a mí. Incluyo una lista de reproducción en la que se puede escuchar una canción que se recoge en los discos seleccionados. También una lista en Spotify. Y no puedo por menos que preguntaros a vosotros: ¿Cuál ha sido para ti el mejor disco de este 2010? ¿Cuál es tu lista de los mejores discos de este año? Espero que lo compartáis en el blog. No me cabe la menor duda que será una perfecta ocasión para poner en común el año musical. Porque La Ruta Norteamericana también sois vosotros.
LISTA DE LO MEJOR DE 2010
1. Band of Horses – Infinite arms
2. Sharon Jones & The Dap Kings – I learned the hard way
Creo en el poder de los pequeños rituales. Esos espacios que se crean entre la vida y nuestro interior como para que encontremos la redención en este mundo, que con sus prisas, desengaños e indiferencia, a veces, nos pasa por encima. De alguna manera, es agarrarse a la filosofía de Woody Allen, quien resumió un día la felicidad en la posibilidad de disfrutar de un café recién hecho una buena mañana de diario. En ese ritual, como en otro cualquiera, el cineasta neoyorquino encontraba la paz interior. Es una paz sin grandes pretensiones, cierto, pero es una paz a fin de cuentas. La Navidad es tiempo de paz, pero yo siempre veo más prisas que de costumbre en estos días locos por las fiestas, las compras, los excesos, las reuniones y la extraña excitación que se genera al acabarse un año y comenzar otro, con la imperiosa necesidad de nuevos propósitos. Tal y como lo siento, lejos ya de la patria de mi infancia, no siento especial predilección por las Navidades, pero sí siento especial adoración por un disco navideño. Perdón, por el disco navideño por excelencia, aún existiendo los clásicos de Sinatra, el de los Beach Boys y no sé cuantas interesantes recopilaciones de géneros diversos como el rock, el garage y el pop. Ante la llegada de las Navidades, mi pequeño ritual se llama A Christmas Gift For You, el álbum conceptual y maravilloso que grabó Phil Spector con toda su tropa en 1963. 35 minutos y 12 segundos. 35 minutos y 12 segundos desde que con esas teclas de piano se abre el telón sonoro el clásico de Irving Berlin, <<White christmas>>, hasta las cuerdas finales tras el discurso de Spector en la tradicional <<Silent night>>. 13 canciones para emborracharte de pop magistral, absorbente en su caudal de arreglos extraordinarios, que recrean un fantástico propósito de belleza musical. Y, sobre todo, desprenden la excitación juvenil del mejor pop de la historia. Porque el productor reunió a su tropa más fiel: The Ronettes, The Crystals, Darlene Love, Bob B. Soxx and The Blue Jeans. Todos ellos abanderados del sonido de la joven América. Puntas de lanza del nuevo estilo de vida ilustrado en canciones exuberantes. Gente de la calle cantando para la calle, llegando a la esencia misma. En este disco la esencia se halla en el concepto que Spector tiene de la Navidad. El objetivo es alcanzar el concepto, como escribe el propio productor en los créditos interiores del disco, que no pierda el momento, el sentimiento de la Navidad, sin destruir o invadir la sensibilidad y la belleza que rodea a la grandeza de la música original navideña. El momento. Esa es la clave. Captar el momento, ese instante eterno. El momento es el misterio del mejor pop. Spector, alumno aventajado del Brill Building deManhattan, la mayor factoría de compositores pop de la historia, vivió obsesionado con ese momento. Y en este disco busca la mayor: fundir el momento navideño con el momento pop. Encontrar la simbiosis de dos inocencias originales para emocionar al oyente con un poder sonoro de inocencia absoluta. Qué desafío. Qué maravilla. La música que recoge el álbum es un torrente emocional sin precedentes. Estamos en 1963, tras el cierre del Brill Building, antes de la eclosión de los grupos británicos, con la resaca de la primera ola del rock’n’roll, con el joven Dylan convirtiéndose en bardo de Greenwich Village y el folk. Estamos en la edad dorada. Al comienzo de algo nuevo, pero también en la continuación del ímpetu rebelde del rock’n’roll difundido por Little Richard, Elvis Presley, Gene Vicent o Bo Diddley. Tal y como están hoy las cosas, y visto con la perspectiva del tiempo, estamos en otra dimensión. Y, en ese espacio, Phil Spector, el genio y el loco, el más grande productor independiente, propone un viaje sideral por su universo sonoro con la excusa de las Navidades. En A Christmas Gift For You, Spector jugó a ser el Frank Capra de la música popular. Escuchar ese pop es como ver ¡Qué bello es vivir! Transmite la misma magia. Si la cinta de Capra guarda el espíritu de Charles Dickens, este vuela en el álbum de Spector. Si la carrera de James Stewart por las calles de Bedford Falls de vuelta al hogar, de vuelta al árbol de Navidad, invade el alma, hay una carrera de emociones idénticas en la embriaguez orquestal del disco. Campanillas, castañuelas, cuerdas, vientos arropan a algunas de las voces negras más importantes de la historia. Al galope como en <<Sleigh ride>> con las Ronettes, al centelleo de campanas como en <<The bells of St. Mary>> con Bob B. Soxx and the Blue Jeans, al desfile de trompetas en <<Parade of the wooden soldiers>> con The Crystals o al nuevo amanecer de violines en <<Marshmallow world>> con Darlene Love. Es el muro de sonido en todo su esplendor y descorchado por la Navidad. Es el pop estratosferico de Spector, que definió una época, cruzó generaciones. Cuenta la leyenda que el disco fue un fracaso comercial al salir a la venta el mismo día que asesinaron a John F. Kennedy, el 22 de diciembre de 1963. Tras el trágico suceso, la gente no estaba para celebraciones ni navidades. Con todo, un año después, los Beach Boys sacaron su magnífico disco navideño bajo la innegable influencia de Spector. Brian Wilson se ha declarado siempre fan absoluto de A Christmas Gift For You. El disco se ha reeditado durante años y ha ido pasando de generación en generación. Mantiene intacta su capacidad de transportar al espíritu de la Navidad. Cuando yo lo pinché la primera vez, hace ya unos cuantos años, en una noche de diciembre, refugiado en mi habitación, sentí que nevaba en todo el planeta y que era un insignificante muñeco de nieve que sonría tímido y asombrado ante un espectáculo glorioso. Me volví a sentir niño. Volví a creer en algo, tal vez en eso que no sé qué significa llamado Navidad. Qué más da. Quise correr por las calles para dar buena cuenta del regalo navideño que en 1963 soñó Phil Spector. Son 35 minutos y 12 segundos de un universo pletórico. Y, desde entonces, todas las Navidades llega mi pequeño ritual, mucho más trascendental que comerme las uvas: recupero A Christmas Gift For You para escucharlo con devoción y, después, lo grabo en un disco para regalárselo a alguien que tal vez, como yo, esconda el deseo de sentir la magia en su interior.
La música popular ha perdido a un genio sin igual. Rupturista e indescifrable, Don Van Vliet, alias Captain Beefheart, creador de una de las obras más influyentes y menos comerciales de la historia del rock, murió ayer a los 69 años en Trinidad, California. Enfermo de esclorosis múltiple, el músico vivía recluido en pleno desierto californiano, alejado del mundo discográfico y entregado de lleno a la pintura, su otra gran pasión más allá de la música. Nacido en 1941, en Grendale, California, Beefheart, que siempre impregnó su biografía de anécdotas imposibles, fue un niño prodigio, con especial talento para la escultura, que pasó su adolescencia en Lancaster, Mojave, donde conoció a Frank Zappa y se interesó por la música. Apenas se afeitaba el bigote, aprendió a tocar la armónica y el saxofón y dejó los estudios para meterse en grupos locales o dejarse liar por el incombustible Zappa, tanto para tocar en una banda como para grabar películas. En 1964, adoptó su nombre artístico, formó a su formación de acompañamiento, la Magic Band, y empezó a grabar sus primeras canciones para el sello A&M, aunque el presidente de la compañía asegurase que sus composiciones eran “demasiado negativas”. A decir verdad, Beefheart se estaba adelantado a su tiempo. En 1967, tras pasar a la discográfica Buddah, publicó Safe as milk, una obra vanguardista, repleta de ecos del Delta del Mississippi y ritmos frenéticos, melodías viciosas con lírica surrealista. El guitarrista Ry Cooder, quien admiraba el concepto musical de Beefheart, formó parte del tejido instrumental que experimentaba con el blues, el jazz, la psicodelia, el folk tradicional y el R&B. Siempre bajo la premisa de la innovación y el glorioso fantasma de Howlin’ Wolf. Porque, con ese vozarrón, ese rugir en falseto, estrambótico, de pena y redención, Beefheart parecía poseído por el espíritu del blues de Wolf, tan rapante para arrancar el alma del oyente. El músico californiano se había convertido en vanguardia. En aquel año, cuando la revolución del rock se hallaba de nuevo en la cresta de la ola con un enorme listado de discos fantásticos y con el ímpetu de la invasión británica liderada por los Beatles y los Rolling Stones, escuchar a Captain Beefheart era sofisticado, aunque su música era una empresa nada rentable. Sus canciones no llegaban a lo alto de las listas. En 1968, certificó su talento con Strictly Personal aunque un año después publicó su gran obra maestra, Trout Mask Replica, un doble álbum tan abstracto como pletórico, donde Beefheart no se lo pone fácil al oyente pero alcanza la categoría de genio por sus fantasías, superando al sueño hippie y recreándose en composiciones impresionistas. Bajo la producción onírica de Frank Zappa, sus 28 canciones constituyen una de las grandes cimas del rock. Oscuro y bello, lejano e hiriente, el aullido de Beefheart adquiere carácter universal jugando en los extremos, sin concesiones al aspecto comercial, e insuflando doo-wop, blues, country, free jazz o boogie sureño. Es en lo drástico donde se camufla el arte de Beefheart y a la vuelta espera el mundo de lo absurdo y tremebundo pero real como un cuchillo. Como el mismo cantante decía: “La idea es exprimirlo todo”. Con esa premisa, la onda expansiva de Trout Mask Replica fue imparable. De alguna manera, sus resonancias se dejaron notar en el movimiento punk y la new wave británica. También en los Rolling Stones. Sonic Youth también lo citan entre sus influencias más destacadas. Sin embargo, el verdadero alter-ego de Beefheart siempre ha sido Tom Waits, toda vez que se reinventó con el disco Swordfishtrombones y se introdujo en su universo fanático, de hombre lobo rastreando en el pasado blues. De él absorbió incluso la capacidad de contar historias rocambolescas para hablar de sí mismo. A partir de entonces, Beefheart nunca consiguió igualar Trout Mask Replica pero siguió publicando discos, algunos tan destacados como The Spotlight Kid y otros bastantes más flojos como Blue Jeans & Moonbeans. A principios de los ochenta, decidió dejar la música y acabó viviendo en una caravana en Mojave, donde se dedicó a la pintura. Durante años, estuvo exponiendo en galerías de Nueva York y San Francisco. Sin popularidad mediática ni una gran cantidad dólares por la venta de sus discos, lo había exprimido todo pero nadie le había echado y, a la vista de su influencia, lo sabía como un susurro: era un genio.
Hoy la Ruta Norteamericana tiene el honor de contar con la colaboración de Manel Celeiro, un verdadero experto de los sonidos norteamericanos. La sección "Parada para repostar" viene con la firma de este redactor de Ruta 66 que es un auténtico crack en la música que fascina al autor de este blog. Celeiro, un verdadero referente, escribe de Chris Knight, un músico imprescindible al que le tengo un cariño especial, precisamente, por todo lo que se comenta en el siguiente texto. Disfrutad. +++++++++++++++++++++ Muchos han sido los abanderados estos últimos tiempos de la vuelta a las raíces en la música norteamericana. Todo debido al interés, más mediático que comercial, que despertaron ese tipo de sonidos desde que No Depression diera la señal de partida con la invención del dichoso término, no creo que haga falta repetirlo, y combos como Uncle Tupelo, dividido luego en otros dos nombres totémicos como Son Volt y Wilco, recogieran el testigo de manos de las formaciones adscritas al nuevo rock americano. Si hay alguien que pueda encarnar en toda su expresión lo que es ser un músico apegado a la tierra y a la tradición musical ese es Chris Knight. Nacido en 1960 en una ciudad de clase eminentemente trabajadora, Slaughters, cuya población obrera se dejaba la espalda y los pulmones en las minas, se inició en la guitarra a la temprana edad de tres años y a los quince empezó a considerar la posibilidad de que la música pasara a ser algo más que un pasatiempo. Las obligaciones familiares y la tozudez de su padre le hicieron acabar sus estudios de agricultura en la Western Kentucky University para más tarde desempeñar diferentes empleos relacionados con la industria minera. No abandonó su pasión musical a la que se entregó totalmente cuando aterrizó en Nashville y triunfó en una de las habituales noches de micrófonos abiertos del Bluebird Café. En 1998 vio editado su primer disco y actuación tras actuación, milla tras milla, se ha ido ganado el respeto de sus compañeros de profesión, bandas como Confederate Railroad, The Yayhoos, Road Hammers, solistas triunfadores como Randy Travis e incluso en nuestro país Los Deltonos han interpretado sus composiciones, y el de un público fiel que ha aumentado hasta ser un artista respetado y ciertamente popular, con las debidas limitaciones a la palabra, dentro del género. No ofrece el de Kentucky nada que no hayamos podido escuchar con anterioridad en boca de otros. Desde los pioneros del blues y el folk, sin dejar en el tintero a los grandes nombres, hasta las últimas hornadas de ansiosos cachorros con botas de montar. Pero si Chris destaca entre el conjunto del rock de raíces es por imprimir a todo lo que hace un sello de honradez y, si se me permite la dichosa palabra, autenticidad que desbarata cualquier reserva. Música que mana directa del corazón, con la madurez y la serena sabiduría del que, al llegar al medio siglo de vida, se ha despojado de lo superfluo, de lo trivial y es consciente de que lo que hay que valorar es lo que realmente importa. Quizás por eso no ha abandonado la agricultura ni la cría de caballos en la granja en que vive con su familia. Sus canciones huelen a lluvia, saben a tierra, a llamadas de larga distancia sin respuesta, a cielos de tormenta, a fotos en colores sepia y al sabor agridulce de vivir en sitios donde parece que nunca va a suceder nada que trastorne la rutina diaria. Discos como A Pretty Good Guy, The Jealous Kind o Heart Of Stone, sus mejores trabajos en mi opinión, son postales en blanco y negro, equilibradas entre resecas tomas acústicas y crujientes relámpagos eléctricos, que retratan una América gris y descorazonada. La América rural que todavía mira al cielo cada amanecer para ver si tendrá el sustento asegurado. Knight es un clavo ardiendo al que agarrarse para aquellos que echamos de menos al Steve Earle más arisco. Aquel que destripaba corazones antes de enamorarse. Texto: Manel Celeiro, redactor de Ruta 66 .
Esta Ruta Norteamericana se detiene para homenajear al maestro Enrique Morente. Cierto que el palo que toca este blog hoy es muy distinto de lo que se presupone debe hablar y tratar esta ruta sonora, pero de alguna manera la conexión americana de Morente me cautivó en su día, en tanto en cuanto que cuando más disfruté de su música fue en Estados Unidos y Omega, su álbum legendario y que más me gusta, tiene un hilo directo con la mitología neoyorquina. El siguiente texto lo escribí hace unos años cuando me lo pidió mi buena amiga y compañera del periódico, Ángeles Castellano, para su gran blog de flamenco Por bloguerías (Ángeles selecciona sus cinco discos imprescindibles). Recupero el texto con la idea de rendir tributo a un músico que, como tantos fuera del ámbito del rock americano, ha conseguido emocionarme. Compañeros de la talla de Ángeles Castellano, Amelia Castilla o Miguel Mora (quien escribe apuntes sobre vida en El País) tienen mucho más que escribir sobre la obra del cantautor granadino. Yo sólo me limito a contar una historia que todavía hoy me emociona al recordarla. ++++++++++ Recuerdo una entrevista en la que Enrique Morente aseguraba que el día que presentó Omega junto a Lagartija Nick en el Teatro Albéniz, durante un bis que tenían previsto, no fue pequeño el murmullo que se empezó a oír entre los amantes más puristas del flamenco. Los focos no dejaban ver a Morente lo que pasaba al otro lado del escenario, pero comenzaron a crujir dientes y hubo una desbandada importante de público, tal y como pudo comprobar al acabar la actuación. No me puedo imaginar lo que se debe sentir en pleno salto mortal, en mitad del vértigo y de ningún sitio, sin saber si te vas a comer el suelo de bruces o vas a cruzar una frontera, poniendo los pies en la historia del arte musical, siempre impulsado por el fantástico brío de tu sentimiento, lo suficientemente fuerte como para pasar por encima de cualquier barrera comercial o estilística. Esto segundo debe ser lo más parecido a un orgasmo, pero con visos de perdurabilidad, o simplemente a lo mejor es como el cigarrillo después del acto, un momento más sereno que pasional. No lo sé. Supongo que sólo los genios que hacen avanzar el arte de la música lo saben. Por eso, habría que preguntárselo a Enrique Morente, uno de los grandes genios de nuestra música. Espero que entiendan los lectores de este estupendo blog de flamenco que este escribiente está muy lejos de ser conocedor de un estilo musical tan amplio y vibrante (y tan nuestro) como el flamenco. Tan sólo soy un aficionado curioso, que he gastado y gasto la mayoría de mis energías en el rock y similares. Y peco de masoca, porque necesito buscar fuera lo que a lo mejor puedo encontrar dentro. Quién sabe, puede que de pequeño me cayese en la olla estilística equivocada y desde entonces buceo en otros mares. Pero nada de esto quita para que adore un disco como Omega y, por consiguiente, un artistazo como Enrique Morente. Siempre que recuerdo las palabras de Morente sobre el desafío artístico de Omega, no puedo por menos que arrimarme a mi terreno y pensar en esos saltos de gigante que también hicieron avanzar al rock. Supongo que lo mismo que sintió Morente lo sentiría Bob Dylan cuando electrificó su repertorio en el Festival de Newport, en 1965, y se presentó como advenedizo en mitad de insultos y "judas" varios. Algo parecido debieron sentir los componentes de la Velvet Underground cuando en locales semivacíos y ante miradas de desaprobación exponían sus experimentaciones sonoras en Lower East Side de Nueva York. Por extraño que parezca, precisamente, fue en Nueva York (Morente es cada día allí más reconocido) donde entré por última vez en contacto directo con lo bestia de este disco. Esa vez la recuerdo como la más trascendental, tal vez porque la distancia acrecienta lo autóctono y esa recuperación de raíces sonoras al otro lado del charco empapó mi espíritu nómada. El recorrido de Morente era como ver crecer un olivo en mitad de Central Park. Mucho se ha hablado del proyecto original de este álbum, que no era otro que traducir a Leonard Cohen al flamenco (ese <<Aleluya>> pone los pelos de punta), o de la revisión poético-musical de Federico García Lorca y su arrebatador Poeta en Nueva York (el cante de <<Norma y Paraíso de los negros>> es toda una procesión litúrgica) pero ciertamente, bien sea por esa conexión con otros mundos o por su universo personal e irrenunciable, Omega es una de esas obras que tienen su propia dimensión. Adentrarse en ella es gozar del arte en estado puro. Además, no puedo por menos que reivindicar a Lagartija Nick, una de las formaciones de rock nacional más camaleónicas, que se ponen al servicio del maestro y explotan por tangos como por fábulas eléctricas. Para ortodoxos, una osadía en toda regla, pero que brilla con luz propia. Fue en Nueva York, por tanto, la ciudad donde me sumergí de lleno por última vez en este trabajo, pero también fue en la ciudad de los rascacielos la última vez que grabé este disco a alguien. Todo empezó minutos antes de un concierto de Lucinda Williams en el precioso Radio City Hall. Un hombre mayor, de unos 70 años, llamado Kelly, se sentaba a mi lado. Extrañado por mi procedencia y mi afición por el folk rock de Lucinda Williams, empezamos a hablar de música. A Kelly le resultaba raro que un chico joven de un país como España pagase una pasta gansa por escuchar a Williams, tan americana. Al acabar el concierto, prometió mandarme unos discos. Días más tarde, llegaron a casa unos cuantos de la psicodelia californiana de los sesenta. Rarezas exquisitas. Yo metí una copia de Omega en el sobre con una pequeña descripción de Enrique Morente que decía algo así como que era nuestro bluesman más interesante. Era una manera de situarlo como otra cualquiera. Recibí una rápida y concisa contestación de Kelly, vía email: "Fernando, escuchar el disco de Enrique Morente me ha hecho revivir lo que fue escuchar por primera vez a Dylan, Muddy Waters, The Who o Lucinda Williams. Hay algo extraño y universal en su música. Si entiéndese lo que dice, aún sería más feliz". Esto sí. Punto por punto, puedo imaginarme lo que se siente. Y es grandioso. Morente, maestro, descansa en paz.
Ando desde hace varios días sin parar de trabajo y no tengo ni un segundo para La Ruta Norteamericana. Formo parte del equipo que se dedica a la publicación de los papeles del Departamento de Estado de Estados Unidos, filtrados por Wikileaks, y desde finales de noviembre en eso estamos entregando todo el tiempo. Un poco agotador pero, como periodista, gratificante. En una pequeña parada en el camino aprovecho para recuperar un disco del que hablé en el blog Muro de Sonido, elaborado por distintos críticos musicales de El País y que toca más palos musicales que esta ruta sonora. Se trata del último trabajo de Justin Townes Earle, el hijo de Steve Earle, al que tenía ganas de volver a traer a este blog y que, además, sirve de excusa perfecta para reanudar el contacto con La Ruta Norteamericana. Hace un año y medio o así entrevisté a Justin para el suplemento cultural Babelia y me transmitió muy buenas vibraciones de ser un tipo que sabía lo que quería y amante de la música norteamericana. Como escribía en Muro de Sonido, no suele ser normal que el hijo de un gran músico que se dedica a la misma profesión iguale al padre o la madre. Si bien es cierto que un apellido puede abrir las puertas del negocio de par en par, de hecho, termina pesando tanto el susodicho apellido que se convierte a la larga en un lastre. Pero Justin Townes Earle ha conseguido que no le pese el apellido de su padre, Steve Earle, ni al ritmo que lleva tampoco el apellido artístico de un clásico entre clásicos, Townes Van Zandt. Intérprete y compositor, en la línea tradicional de songwriter americano, el hijo de Steve Earle ha confirmado que su historia musical va muy en serio con la publicación de Harlem River Blues (Bloodshot / Houston Party), un emocionante y más que notable ejercicio de sonidos de raíces, que gira en torno a medios tiempos que hechizan en más de una ocasión como en <<One more night in Brooklyn>>, <<Wandering>> o <<Move over mama>>. El álbum parte del country-rock para recorrer con estilo el blues, el gospel y el hillbily. Este Harlem River Blues se suma a los espléndidos The Good Life y Midnight at the movies, en los que el músico ya mostraba su particular gran paleta de géneros tradicionales. Lo cierto es que la mitología popular y el respeto por las influencias descansan en su obra. Justin no cae en el simple revival y aporta su propia visión que trae a la memoria a las composiciones lentas de Whiskeytown / Ryan Adams como al country del propio Van Zandt. Pero, como su padre y el propio Van Zandt, Justin camina por la cuerda floja de los excesos de las drogas y el alcohol. Durante muchos años ha tenido problemas con las drogas, como él mismo reconoce, que parecía haber superado. Sin embargo, hace unas semanas, en mitad de su gira, pasó por prisión por intoxicación pública y tuvo que cancelar su gira para ingresar en un centro de desintoxicación. “Earle tiene el firme compromiso de afrontar su lucha con la adicción y agradece a su familia, amigos y fans su continuo apoyo en estos difíciles momentos”, escribía su representante en un comunicado. Finalmente, reanudó su gira. Harlem River Blues es uno de los mejores discos del año de eso que ha dado en llamar americana. Y Justin Townes Earle, se puede decir, es un músico en claro ascenso y reafirmando que lo suyo no es cosa de enchufe ni de apellido, lo suyo es cosa de ser un gran intérprete que sabe sintetizar magistralmente sus grandes influencias.
Esta ruta sonora vuelve a tener gasolina y hoy rastrea el legado del irrepetible Waylon Jennings. Para ello, recupero el texto de mi sección Forajidos en la revista Efe Eme. El gran Waylon era un músico de otra pasta. ++++++++++++++++++++++++++++++ “Cuando un hombre alcanza la fama con el revólver, debe seguir matando. Ya no puede parar”. Cowboy (1958), dirigida por Delmer Daves. Cuando hoy se habla de música country, se ven los premios que la industria concede a los nombres del género o uno se pasea por las calles de Nashville con sus emisoras que antaño fueron faros en el horizonte, parece como si la figura de Waylon Jennings nunca hubiese existido. Es difícil encontrar tanto turrón caducado en la otrora gran despensa de la música norteamericana. Ante la situación, es casi imposible no imaginarse al disidente Jennings desenfundado su guitarra y diciendo todo lo que tenía que decir. Acordes y palabras. Música relevante. Y algo que diferencia al forajido del resto, al artista del simple músico, al solitario Waylon de cualquier mazapán que hoy desfila por las ondas del country comercial: actitud. En el mundo de la industria discográfica, Waylon Jennings no era un hombre de ley, pero jugaba siempre con sus reglas. Basta escuchar pequeños himnos como ‘Mamas don’t let your babies grow up to be cowboys’, ‘Are you sure Hank done it this way?’, ‘Amanda’ o ‘Rainy day woman’ para apreciar en el mismo tuétano como este cantante era un hombre hecho a sí mismo, sin concesiones a la galería y siempre excavando en su espíritu. Pocos músicos en el country han trazado un camino tan personal como aplaudido por todos. Más de 15 números uno en las listas del género y millones de discos vendidos certifican que el cantante fue bien acogido durante años, aunque fuera un destacado miembro del movimiento “outlaw” y terminase alejado del entorno que lo encumbró, huyendo de todo, recluido en Arizona. Nacido en un pueblo de Texas en 1937, Jennings era el primogénito de un matrimonio de granjeros al que la escuela no le motivaba y poco a poco, a edad muy temprana, se fue enganchando a la música que pinchaban por la radio. El respetado programa radiofónico “Gran Ole Opry” se oía a menudo en su casa. Las canciones de Hank Williams, Jimmy Rodgers, Ernest Tubb o Carl Smith inundaron su cabeza y de ahí pasó a trabajar de joven por distintas emisoras donde ejerció de locutor. Pero su carrera musical arrancaría cuando se cruzó con Buddy Holly, quien le instaría a grabar sus primeras canciones y le llamaría para girar con él como bajista. El genio de las gafas de pasta le enseñó a amar la profesión y le instruyó en los secretos para hallar una confluencia de estilos con el fin de crear uno propio. Si Holly fue capaz de otorgar al primigenio rock un ropaje pop, Jennings insuflaría al tradicional country un latido rock. Con Holly protagonizó uno de los episodios más recordados de la historia de la música popular estadounidense. Era febrero de 1959 y Waylon cedió su sitio al cantante The Big Bopper en la famosa avioneta que acabó con su vida, con la de Buddy Holly y con la de Richie Valens. El aparato se precipitó sobre Clear Lake y todos murieron. Tras el trágico suceso, Jennings nunca se quitó de la cabeza ese día, ese avión y esa frase que le dijo a Holly en tono de guasa cuando este le dijo que se le helaría el culo en la furgoneta: “Espero que tu maldito avión se estrelle”. Maldita la broma. Le persiguió toda su vida, aunque el lamentable hecho fue como un punto de inflexión en su carrera profesional. A partir de ahí, el músico tejano despuntó en sus conciertos y llegó a grabar su primer álbum. Fue su salto a Nashville, meca del country. En Nashville, estuvo a las órdenes de Chet Atkins en el sello RCA. Ambos conectaron pero Jennings siempre le echó en cara su visión ejecutiva del asunto musical pese a cosechar bajo su paraguas parte de su obra más significativa y hacerse un importante hueco en el panorama nacional. Pero allí, en Nashville, sobre todo, formó parte del movimiento de los fuera de la ley, de los “outlaws”. A la altura de Johnny Cash, Merle Haggard o Willie Nelson, Jennings era un inconformista, un forajido de raza, un músico con un reconocido propósito artístico. A mediados de los sesenta, el sonido de Nashville perdió en raíces para acercarse a un tono suave, de fácil escucha, cercano con el pop de las ondas, que tenía destacados defensores en productores como el poderoso Atkins. Era un country dócil, sin el pálpito de carretera y la experiencia humana que se le presuponían al género desde George Jones y Hank Williams. Al amparo de una desilusión generalizada y creciente en una generación de jóvenes músicos que componían con la idea de contar historias y salirse de los márgenes de una industria estrecha de miras, el “outlaw movement” nació como respuesta a esa dulcificación. Los “outlaws” ponían su mirada en Texas, tierra del honky tonk, nervio puro para remover el cuerpo con un buen relato. Por encima de las decisiones empresariales, buena parte del público los acogió con los brazos abiertos. En tiempos de crisis y desamparo, el oyente, como el lector, suele acudir a lo que ofrece más seguridad emocional y el country más auténtico servía de refugio en los setenta para el ciudadano medio estadounidense. Esa década fue un periodo traumático para el país. Como se cuenta en “Breve historia de Estados Unidos”, de Philip Jenkins, los telespectadores norteamericanos contemplaron el inolvidable espectáculo de los aterrorizados refugiados que intentaban escapar de Saigón en los últimos helicópteros de Estados Unidos, que había caído ante los comunistas en Vietnam y Camboya. A la deplorable situación en el exterior, se sumaba la crisis del petróleo tras la guerra del Yom Kippur, que llevó a millones de estadounidenses a hacer colas para conseguir algo de gasolina, y una estructura interna podrida ejemplificada con el escándalo de Watergate, que sentenció a Richard Nixon y disparó la desconfianza social con la clase política hasta límites nunca vistos. Fallando la economía y los cargos públicos, a mediados de los setenta, había pocas cosas a las que acogerse, y una de ellas era la música, el country que, con sus historias y su imagen tradicional, aportaba el sentimiento necesario de confianza y familiaridad. Los “outlaws” eran el fiel reflejo de los hombres que no fallaban: con su imagen de proscritos, parecían caminar su propio camino fuera de la decadente élite política y social mientras tenían sus propias reglas de estilo, poniendo más sangre a las composiciones y añadiendo rudo honky tonk allí donde había un tazón de azúcar. En 1973, Jennings había publicado su excelente, “Honky tonk heroes”, y, al hacer equipo con Willie Nelson, ayudó a la explosión del sonido de los nuevos proscritos en sencillos como ‘Good hearted woman’, publicado en 1976, o, especialmente, con el álbum “Wanted: The Outlaws”, grabado con el propio Nelson, Tompall Glaser y la esposa de este, Jessi Colter. La declaración de principios a todas voces llegó dos años después con el gran éxito que Nelson y Jennings consiguieron con el tema, ‘Mamas don’t let your babies grow up to be cowboys’. Fueron años de reconocimiento y perspectiva sin perder la esencia y la emoción del mejor country. Algo que no tuvo en los ochenta. La década de la consolidación de la música disco y de los sintetizadores lastraron sonidos desnudos como los del country. Y Jennings no salió ileso de esa avalancha de producciones de despacho y chequera. Además, fue víctima del consumo de cocaína. Su adicción a las drogas le machacó y le dejo sin un dólar. Fue el comienzo de un largo declive que terminó en los noventa, pese a formar parte en 1985 de los Highwaymen, el supergrupo integrado por Johnny Cash, Willie Nelson, Kris Kristofferson y el propio Jennings. Alcanzaron el número uno con la versión del tema de Jimmy Webb, ‘Highwayman’, siendo un airoso intento de devolver a la country music algo de dignidad y raíces en un mercado cada año más saturado de productos prefabricados. Pero Jennings era ya como un fantasma del pasado y decidió recluirse en el desierto de Arizona. Cuando Nashville se hizo como un parque de atracciones, el músico de Texas intentó seguir disparando con su música, pero ya no producía la misma resonancia. No dejó de grabar ni dejó de girar. Tristemente, su relación con Nelson, que borró de su cuenta parte de los años con él, se esfumó en el maremágnum del tiempo. Sin apenas dinero ni el calor del gran público, Jennings pasó sus últimos años de vida en una silla de ruedas hasta que murió en 2002. Se acabó la munición. Pero, en el viejo Oeste de la música popular, sus disparos, a modo de canciones, dejaron una señal irremplazable. Country con sabor a Texas, de orgullo herido y condición de supervivencia. Música que mitifica después de muerto, pero que responde a una premisa: nada merece la pena si no se siente.