La Ruta Norteamericana

Sobre el blog

Viaja por el pasado, el presente y el futuro de la música popular norteamericana. Disfruta del rock, pop, soul, folk, country, blues, jazz... Un recorrido sonoro con el propósito de compartir la música que nos emociona.

Sobre el autor

Fernando Navarro

. Redactor de El País y colaborador del suplemento cultural Babelia y las revistas Ruta 66 y Efe Eme. Colabora también con un espacio musical en el programa A vivir de la Cadena SER. Es autor de los libros Acordes rotos y Martha. Cree en el verso de Bruce Springsteen: "Aprendimos más con un disco de tres minutos, que con todo lo que nos enseñaron en la escuela".

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Lugar de encuentro sobre actualidad musical y sonidos raíces de la música norteamericana. Otro punto de reunión y recomendaciones del blog de Fernando Navarro pero hecho con la colaboración de todos sus miembros. ¡Pásate por nuestro grupo!

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Martha. Música para el recuerdo

“Un accidente de tráfico y sus consecuencias despiertan en Javi, un periodista inmerso en la crisis del sector, un torrente de recuerdos y sensaciones que le conducen a su juventud, a esos veranos en el pueblo con sus amigos, al descubrimiento del amor y de esas canciones que te marcan de por vida. Un canto al rock, a la amistad, a la integridad ética y al amor puro”


Fernando Navarro

Acordes Rotos. Retazos eternos de la música norteamericana.

Acordes Rotos. Retazos eternos de la música norteamericana repasa el siglo XX estadounidense a través de las historias de más de treinta artistas, claves en el nacimiento y desarrollo de los estilos básicos de la música popular. Un documento que tiene en cuenta a músicos esenciales, que dejaron un legado inmortal sin importar el éxito ni el aplauso fácil.

Su música estaba arraigada a la tierra, a la tierra americana. Charlie Louvin, fallecido a causa de un cáncer de páncreas el 26 de enero en su casa de Wartrace, en Tennessee, era uno de los grandes padres del country, con una carrera que duró más de siete décadas e influyó en Gram Parsons o Emmylou Harris, entre otros. Miembro de los maravillosos Louvin Brothers, el cantante, que tenía 83 años, llevaba desde principios de los sesenta en solitario y había publicado recientemente The Battle Rages On, un disco de canciones de la Guerra de Secesión estadounidense con la colaboración de varios músicos.
Nacido en Henagar, Alabama, el 7 de julio ed 1927, Louvin fue hijo de una familia de granjeros que desde muy joven trabajó en los campos mientras pasaba las noches escuchando programas radiofónicos de bluegrass y folk. Los sonidos rurales de bandas como Blue Sky Boys o Monroe Brothers le inspiraron a él y a su hermano mayor Ira para formar un dúo a finales de los cuarenta.
Su primer éxito, <<When I stop dreaming>>, llegó en 1955, el mismo año que giraron con Elvis Presley. Con Charlie a la guitarra y como voz principal e Ira a la mandolina y el apoyo vocal, los Louvin Brothers moldearon un estilo de country vivaz, sin abandonar las raíces de las abundantes composiciones que circularon durante los años de la Gran Depresión y asentándolo en las armonías vocales, anticipándose de esta manera a la obra de los Everly Brothers, que alcanzaron mayor éxito.
Pero los Louvin Brothers estaban llamados a ser una de las grandes influencias del género por su variedad de ecos y referencias. De fuertes convicciones religiosas, preservaron el poder seductor del gospel tradicional en su juego de voces, al mismo tiempo que ofrecían sugerentes coqueteos con la guitarra eléctrica (muchos de ellos a cargo de Chet Atkins, referencia absoluta a las cuerdas y hacedor destacado del sonido Nashville) o adornaban de bluegrass sus canciones con una mandolina que recordaba a Bill Monroe. Así, bajo la herencia sonora de los Montes Apalaches donde crecieron, su country escondía también sabor a Lesley Riddle. Habían creado un estilo propio, con olor a tierra, y que marcó para siempre a The Byrds, Flying Burrito Brothers o Uncle Tupelo.
Sin embargo, las diferencias entre los hermanos hicieron que el dúo se separara en 1963. Ira, que se había casado varias veces y era alcohólico, murió dos años después en un accidente de coche. Charlie había emprendido poco antes su carrera en solitario, aunque, como confesaba en varias entrevistas, algunas recientes, nunca se acostumbró a cantar sin su hermano.
Debutó en 1964 con un éxito, <<I don't love you anymore>>, y siguió en esa senda durante al menos una década. Su estilo sobrio y su afán tradicionalista cautivaron a Emmylou Harris y Gram Parsons, que buscaban señas de identidad para crear un lenguaje propio cuando el pop dominaba las ondas. Y como estrella del programa radiofónico Grand Ole Opry, el más prestigioso sobre country en EE UU, también fue faro que iluminó a artistas del rock con inquietudes rastreadoras como The Raconteurs y Neko Case.
Si bien en los ochenta y los noventa tuvo un perfil bajo, su nombre volvió a sonar con insistencia en los círculos del género en esta última década por discos tan notables como Charlie Louvin (2007), en el que colaboraban Elvis Costello, Marty Stuart y Jeff Tweedy, y Steps to heaven (2008), en el que rendía tributo a su religión cristiana y su pasado gospel.
Para todos, Louvin era como un viejo maestro de escuela, sabio y cercano, que había vivido mucho. De hecho, ayudó en sus comienzos a un joven Johnny Cash, al que invitó a uno de sus conciertos cuando el hombre de negro, tras acabar su jornada en el campo de algodón, vendía entradas en Arkansas para sacarse un dinero. Y Cash, precisamente, en su autobiografía, al hablar de la trascendencia del country, captó la esencia de la música de Louvin cuando escribió: "La vida en el campo como yo la conocía es posible que sea algo del pasado y cuando los músicos actuales, intérpretes y fans por igual, hablan de ser country, eso no significa que sepan qué es o se preocupen por la tierra y la vida que esta sostiene y regula. Hablan más de opciones: un modo de vestir, un colectivo al que pertenecer, un tipo de música a la que llamar suya. Lo que suscita una pregunta: ¿hay algo detrás de los símbolos del country moderno, o son esos mismos símbolos toda la historia? ¿Son los sombreros, las furgonetas y las poses de honky-tonk todo lo que queda de una cultura que se desintegra? En aquella Arkansas, un modo de vida producía un cierto tipo de música". Y Charlie Louvin era parte de ese modo de vida que se desintegra.
Charlie Louvin en solitario.


Con su hermano Ira en los Louvin Brothers.

Vivir en Caledonia con Van Morrison

Por: | 27 de enero de 2011

"La música de Van Morrison es una forma de percepción que ya no se estrella a ciegas con los significados y las definiciones, sino que cae en poder de los sentidos y va creciendo hasta que algo se vuelve completamente indescriptible". WIN WENDERS


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Dicen que cuando Van Morrison compone sus mejores obras es siempre pensando en Caledonia. El cuerpo en un sitio, la mente en otro mucho más lejos. Su música es el viaje a esa geografía espiritual intensa, reveladora, más allá de su adorada Irlanda. Rumbo a otro tiempo, a otro lugar.
Todavía aturdido, la otra tarde comprendí que estoy viviendo en Caledonia. Me tiré en el sofá y pinché Astral Weeks. Anochecía y, entonces, sentí la llamada mística. Rompí todo tipo de cadenas, humanas e imaginarias, mientras el vozarron de Van Morrison me impulsaba entre cadencias translúcidas hacia Caledonia, donde el dolor regenera el interior y la belleza amortigua la tristeza. La escucha de Astral Weeks, que siempre había sido un disco sobresaliente en mi discoteca, pasó a convertirse en un viaje astral por las profundidades del alma. Cómo sería de sobresaliente que dudé mucho en incluirlo entre los tres discos esenciales de mi discografía en la entrevista que Efe Eme me hizo recientemente dentro de su serie Fotopress . Me decanté por otros, pero Astral Weeks podía haber sido elegido sin problemas. De ser hoy la entrevista, lo pondría.
Caledonia fue el nombre que los antiguos romanos dieron a las tierras de Escocia que nunca llegaron a conquistar, más allá del muro de Adriano, al norte de Britania. Un lugar misterioso, sin cartografiar por los prefectos del Imperio. Con su cielo gris y su espeso verde, se presentaba como una tierra desconocida por la que planeaba un aura mitológica. Allí, donde el legionario no sabe qué camino seguir, todo podía suceder.
En la Caledonia de Van Morrison sucede que ese espíritu ancestral revolotea al ritmo de saxos, órganos, flautas, violines y guitarras. Las armonías llevan al nirvana. Porque es un viaje que te saca de tu cuerpo. Un cuerpo que tiembla solo de pensarlo. El león de Belfast aúlla desolado, luego susurra inquieto y siempre canta con todo el corazón. Llamalo jazz, llamalo soul, llamalo gospel, llamalo folk si quieres. Pero es indefinible. Hay quien lo llamó Caledonian soul music. Una manera como otra cualquiera de señalar lo que no se puede decir con palabras. La única verdad de este misterio está en dejarse llevar, adentrarse en ese lugar, en ese espacio. El cuerpo en el sofá, en tu casa, en Madrid, dónde sea. Y la mente, tu espíritu, todo lo que tú eres y aspiras a ser, en otra parte, y se llama Caledonia. Entre acordes y fraseos apasionados, vives en una bruma. No te reconoces pero sí reconoces tus anhelos.
Lejos de la burocracia, de los intereses y los desengaños, existe Caledonia. Van Morrison hizo su primera incursión a este espacio espiritual en 1968 con Astral Weeks, tal vez su gran obra maestra. Un viaje en el tiempo hacia la infancia, los recuerdos y los paisajes que nunca mueren. Un viaje que no quieres que se acabe. No puedo evitarlo: estoy viviendo en Caledonia. Tal vez estoy más distraído, apenas noto mis pies en el suelo, no quiero saber nada de tonterías ni banalidades, pero escucho un murmullo, como si el agua corriese por los surcos de mi alma. Es real. Puede que sea Van Morrison con su timbre sobrenatural. Y lo único cierto es que me tocó coger el camino de Avalon, escondido entre los páramos de Caledonia, y allí quiero ir siempre que me haga falta.

El deseo

Por: | 23 de enero de 2011

Bien pensado, mi biografía musical comenzó con un regalo de mi madre. Nunca antes había sentido un amor desatado por la música hasta que di a parar con Tracks. Aquella caja de Springsteen revolucionó mi vida y, visto con la distancia que da el tiempo, me llevó hasta hoy.
Creo recordar que era una tarde de otoño, de ese otoño sugerente de Madrid, cuando caminando por el centro entré con mi madre en una tienda de discos. Allí, en un mostrador, estaba la caja color sepia de Bruce Springsteen. En plena efervescencia adolescente, yo andaba como loco por saber más sobre ese músico, del que últimamente oía hablar más de lo habitual por la radio y, según leía en mis primeras revistas musicales, citaban en las entrevistas distintos cantantes y grupos. Me había hecho con algunos de sus discos, estaba entusiasmado desde hacía semanas, meses, qué sé yo, pero lo único cierto es que necesitaba tenerlo todo y conocer más y más.
La suerte de ser hijo único es que no hay que esforzarse mucho para conseguir que una madre acceda a comprarte el primer capricho que pidas. Y así sucedió con la famosa caja de Tracks, por aquel entonces todo un acontecimiento musical en la carrera de Springsteen y, en parte, en el mundo del rock. Aunque, a decir verdad, el acontecimiento sucedió en mi todavía corta existencia. Cuando quité el plástico de esa caja y pinché el primero de sus discos, activé la bomba de las esencias del rock que me transportaría hasta el universo sideral. Con sus letras de canciones, con sus abundantes fotografías, con su cuidada presentación, nunca antes había conocido lo fascinante que era introducirse sin freno en una de esas box-set repleta de música que te hablaba a ti. Horas y horas de emoción.
Esa noche no cené y me refugié en esos cuatro CDs. Con su tiovivo en blanco y negro, sus llantas en color sepia, su bandera estadounidense a trasluz o su retrovisor con el horizonte de fondo, las canciones de los cuatro discos, recogidos en etapas del cantante, se sucedían como postales vivaces de un mundo lejano, como habitado por fantasmas y hombres de carne y hueso, con sonrisas anónimas y deseos por cumplir. Ese mundo esa noche era mío y era inabarcable. De alguna manera, me sentía como un llanero solitario en mitad del lejano oeste: ante mis ojos, una nueva tierra inmensa, esperando a ser habitada.
Necesité semanas para conocer ese mundo por su nombre, caminar con paso firme, mientras alumbraba gozo y regocijo en cada escucha, apreciaba cada vez más el atronador amor por aquello que sonaba en mi habitación y se convertía en viento en mi interior. Viento que revelaba sentimientos ocultos, sensaciones nuevas y, sobre todo, me hacía levantarme por encima de mí mismo y salir afuera, allí donde las vías del tren merecen ser cruzadas. Escuchaba <<Thundercrack>> y saltaba por la calle, ansioso de que un rayo cayera en mitad de una tormenta para demostrar al resto del vecindario que yo me mantenía en pie. Pinchaba <<Loose Ends>> y necesitaba recordar a esa chica de ojos verdes que pasaba por mi puerta para decirla en silencio que el amor existe y a unos pocos les espera a la vuelta de la esquina. Me detenía en <<Frankie>> y todo adquiría una tonalidad diferente.
Cuando hoy miro esa caja sobre la estantería, que descansa como si fuera una fotografía de otro siglo, veo al chaval que era, impresionable y fascinado, que creía sentirse como un hombre con muchas cosas que decir. Y si echo la vista atrás me veo casi como un niño aunque entonces yo creía que tenía la llave de todas las puertas. Pero, ciertamente, Tracks fue el gran detonante. Lo revolucionó todo. El ritmo de mi corazón se precipitó con la música de Springsteen. Rompió todas las barreras. Conseguí más discos, más canciones. Dio pistoletazo de salida a mi pasión por la música, declarando mi incondicional deseo de querer escuchar más y más, descubrir más sonidos, adentrarme en nuevos estilos, grupos y solistas. Hacer de la música un gran propósito de mi vida.
Por eso, decidí incluir Tracks en lo más alto de la lista que el suplemento cultural Babelia publicó el pasado sábado. Babelia está de grandioso aniversario y acaba de cumplir los 1.000 números en 20 años de vida, celebrándolo con un número especial. 20 álbumes publicados en 20 años. En mi caso, casi una vida. Una vida de conciencia musical (aquí puedes escuchar esa lista publicada en Babelia a través de Spotify ).
Tardé varios días en hacer mi lista (consulta todas las listas publicadas por los distintos críticos de Babelia). Nunca acababa contento del todo con ella. Quería que ilustrará mi existencia. Porque como me dijo Amelia Castilla, redactora jefa de Babelia, tenían que ser discos que me hubiesen marcado en los últimos 20 años, sin importar el sentido cronológico, el aspecto estilístico o la procedencia de los músicos seleccionados. Y, en ese sentido, muchas cosas que dejaba fuera, al rato, me daba la impresión que debían ir, y así cada dos por tres. Es lo que tienen las dichosas listas.
Sin embargo, algo me quedó claro tras pensarlo bastante: en esa lista, elaborada a finales de 2010, arriba del todo, tenía que estar Bruce Springsteen con su disco Tracks. Cierto: no era el más ilustrativo de los últimos 20 años pero era el más ilustrativo del abajo firmante. Mis señas de identidad están en esa caja. Mis anhelos musicales, y diría que casi profesionales, nacieron en la fascinada escucha de esos cuatro discos. Si me miro al espejo, sé quién soy acudiendo a esa música.
Mi madre me hizo el regalo de mi vida. Recuerdo cómo de feliz era al saber que yo cultivaba mi vida con pasiones y perseguía algunos de mis sueños impulsado por ese extraño rock que ya nunca me abandonó. Hoy, en la duermevela, he sentido temblar mi cuerpo al pensar en todo esto. Supongo que es normal. También es curioso. El otro día me decía mi amigo Guillermo Altares, ex director de Babelia, que pensase en una canción de despedida. La tenía desde hacía mucho tiempo, precisamente, en Tracks. Hasta que no llegué a su casa y observé fotografías no me di cuenta que se la había regalado en esos años adolescentes. Fue en un cumpleaños y en un papel enmarcado junto a una foto de los dos estaba la letra de The Wish, la décimo sexta canción del disco tercero de Tracks. Springsteen se la compuso a su madre y, bueno, yo, mucho menos artista, la reproduje y se la regalé. No sé cómo pero la letra de esa composición representa mi vida, literalmente. Pero, hoy, me quedo con el último verso: “Esta es para ti, mamá, déjame que lo diga claramente / Llega tarde pero, nena, si buscas una canción triste, bueno, no la voy a tocar”. Ya sabes, pese a mi mirada perdida de estos días, no es una canción triste. Es, simplemente, el deseo de haber tenido algo más de tiempo para ti y para mí. Sólo eso, porque todo lo demás ya me lo regalaste.


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Wanda Jackson y el movimiento de caderas

Por: | 12 de enero de 2011

El otro día Diego A. Manrique escribía un interesante artículo sobre Ike Turner en su columna semanal en El País. Ike Turner, uno de los grandes pioneros del rock’n’roll, quedaba bien repasado como el hombre malo que fue o, en otras palabras, el tipejo que tras canciones intensas y exuberantes escondía cualidades humanas nefastas.
En este sentido, merece la pena dedicar tiempo a leer (y escuchar) el artículo que Rolling Stone publica sobre grandes personalidades del rock, inspirado seguramente a raíz del artículo de Manrique. Bajo el título Buenos músicos, pero malas personas, la revista repasa a gente como James Brown, Chuck Berry, Lou Reed, Johnny Ramone…
Más allá de centrarnos en los peores momentos de grandes artistas, el otro día cuando leí el artículo de Manrique andaba escuchando en casa un gran disco sobre el rock’n’roll primigenio en el que se encontraba <<Rocket 88>>. Como escribía Manrique: “Ahí está Rocket 88, de 1951, eterno candidato al título de ‘primer disco de rock 'n' roll’, por su frenesí y su guitarra distorsionada”.
<<Rocket 88>> como eterno candidato al comienzo del rock, si es que eso se puede fechar. Me hizo pensar en eternos candidatos a tantas cosas pero, precisamente, surgió en el recopilatorio que escuchaba la voz de Wanda Jackson, también candidata a ser la primera cantante femenina del rock’n’roll. Y, bien visto, seguramente lo sea, aunque es lo menos. Wanda Jackson es una fuerza de la naturaleza que hay que escuchar, sin atender a etiquetas y demás chuflas.
Forma parte de esos pioneros de la primera ola del rock que guardaban el gen del ritmo, el poder seductor de la inocencia junto con sonidos novedosos. Jackson hermanó el country, género con el que creció, con el rock incipiente de los cincuenta. De su abrumadora voz salían estilos mezclados y excitantes desde el folk, el country, el rockabilly… Siempre con la misma capacidad para enamorarte como golpearte.
Conocida como Reina del rockabilly, Wanda Jackson es, a decir verdad, una musa para esta ruta norteamericana. No solo porque compartió escenario y giras con Elvis Presley, Jerry Lee Lewis, Gene Vincent o Buddy Holly, quienes se rindieron a su manera única de fusionar rockabilly, country y gospel, sino porque su manera sensual es tan terriblemente salvaje para el oyente que merece un lugar destacado en el corazón de uno. Cierto que luego, por sus fuertes convicciones religiosas, se entregó por completo al gospel y anduvo alejada de su etapa más excitante para este escribiente.
Wanda Jackson, como Ike Turner, como tantos pioneros, fueron maestros de hacer mover caderas. Con eso nos quedamos en este blog en un día como hoy. Ese gen del ritmo, que te hace bailar pero también te conmueve, merece ser clonado. Por lo menos, desde La Ruta Norteamericana hemos decidido crear una lista de reproducción musical en torno a estos sonidos del rock’n’roll más auténtico, de vieja escuela, al que pertenece parte de la obra de Jackson o Turner.
Si tienes Spotify puedes suscribirte a La Ruta Norteamericana: Mueve tus caderas, que se irá actualizando con canciones añadidas. No es la única lista que La Ruta Norteamericana ha creado. También de soul, power-pop y garage, y una de arrebatos melancólicos. Pero hoy, la protagonista es Wanda Jackson y La Ruta Norteamericana: Mueve tus caderas.


Muy triste noticia. El New York Daily informa de la muerte del productor de música negra Bobby Robinson. Según informa el diario estadounidense, Robinson falleció el pasado 7 de enero a la edad de 93 años. De alguna manera, siento que se ha ido una parte romántica de mi vida, especie de pequeño héroe particular, que se asocia a mis días viviendo en Nueva York como las mejores postales de un Central Park nevado o un Washington Square abundante en gente y jolgorio.
Robinson era una leyenda viva de la música negra y uno de los más instigadores de la escena musical de Nueva York, pero yo le conocí porque era el dueño de Bobby’s Happy House, tal vez la tienda de música más emblemática de Harlem. Allí, compré bastantes discos desde que entré por primera vez en 2004. Y allí tuve la oportunidad de hablar con él sobre música negra y los días dorados del soul.
Al menos intentaba hablar con él. El viejo Bobby Robinson estaba más sordo que una tapia y se movía lento como una tortuga, pero siempre mereció todos mis respetos. Es más: Robinson, con su aire de brujo callejero, se merecía que le incluyeran en el salón de la fama del Soul, el Rock’n’Roll o lo que sea. Porque Bobby Robinson era una leyenda de antesala de la música negra.
Robinson nació en Carolina del Sur pero se mudó a Nueva York a mediados de los cuarenta para abrir su tienda de discos en el corazón de Harlem. Bobby’s Happy House, antes llamada Bobby’s Record Shop, se encontraba localizada en la calle 125, esquina con Frederick Douglass Boulevard. Una tienda que en los sesenta sirvió como refugio y lanzadera del soul neoyorquino y luego, tras reabrir entorno a 2002, se erigió diminuta y estrafalaria de un Harlem que cada año es un poco menos negro y más pasto de especuladores, inversores y rentistas.
Desde la profunda alma negra del Harlem de los cincuenta, Robinson vendía discos de doo-wop y blues. Pero su labor más destacable siempre fue su apoyo incondicional a la difusión de la música soul, funk y el primer hip-hop en Nueva York, cuando pocos o ninguno daban un duro por muchos artistas que querían dar a conocer su obra.
Del tiempo que va de 1952 a 1962, respaldado por su hermano, Robinson abrió cuatro sellos independientes para producir discos de cantantes y bandas negras. Al mando de Fire Records, contó en sus filas con Elmore James o Lightnin’ Hopkins. Otros nombres que pasaron por sus manos a la producción fueron The Shirelles, Lee Dorsey o Wilbert Harrison. Y en los setenta, su sello Fury Records lanzó a Grandmaster Flash, quintaesencia del hip hop neoyorquino.
Cuando conocí al viejo Bobby Robinson en una calurosa tarde del verano de 2004 las cosas eran bien diferentes a los sesenta y setenta, pero entrar en esa tienda era como viajar al pasado. Con sus largas uñas como garras, parecía una figura de cera en mitad de la ajetreada multitud neoyorquina. No había nada mejor que dejarse caer por ahí una mañana de domingo cuando el viejo Bobby estaba vestido de traje y corbata, como siempre ha mandado la tradición en Harlem en día de misa. La casa feliz de Bobby apenas era más grande que una panadería. Al entrar, llamaba especialmente la atención la colección de fotografías que había en sus paredes. En un tablón acristalado, con colores de otra época, Robinson aparecía retratado junto a figuras tales como Fats Domino, James Brown o Solomon Burke. De aquellos maravillosos años, para coleccionistas, hay un disco dedicado al Señor Robinson llamado The fire and the fury.
Las estanterías no sustentaban más de 100 discos en total, bien separados unos de otros, que se mostraban con las carátulas visibles. Para los buscadores de oro, esta tienda quedaba lejos de los catálogos que ofrecen las rutas de Greenwich Village y East Village, porque Bobby’s Happy House era como el bar de la esquina: ni tenía los mejores bocatas ni los más grandes, pero daba gusto tomarse algo allí. Y, por supuesto, no podía competir con Virgin Records, Barnes & Noble o la venta online. Pero daba igual: era un humilde refugio para el amante de la música, que por desgracia se vio obligado a cerrar para siempre en 2008 a causa de la crisis económica y del sector de la música.

Daba gusto comprar un disco allí, aunque era difícil, sino imposible, consultarle al viejo Bobby. Nunca oía, y salía por la tangente. Eso sí, sabía arrimarse a las jóvenes muchachas con las que posaba encantando para fotografías. Su ayudante, un tío muy jovial, en cambio, estaba disponible para todo y se dejaba la piel por venderte el disco que buscabas, dentro del escaso catálogo de la tienda. Pero escaso no era sinónimo de falto de calidad. A las grandes colecciones de las mejores voces y bandas de soul, se unían auténticas joyas. De las veces que estuve en la casa del viejo Bobby Robinson, me fue con estupendas colecciones de Bobby Womack o Solomon Burke o descubrí el soul de tintes funky del grupo Lost Generation.
Pero esta de Lee Dorsey, que lleva tu producción, va por ti, Bobby, viejo zorro. Con tu marcha, Harlem ha ganado una leyenda más para sus calles y esos libros y canciones que nos creemos, pero la música ha perdido un pequeño referente, que en los tiempos que corren es decir mucho, muchísimo. Porque como me dijiste una vez, apoyado en tu mostrador, con tu traje amarillo chillón y tu sombrero de media vuelta, sin quitar el ojo a la morena de la calle, “chico, todo es diferente pero no me preocupa”.


Recupero un obituario de un músico casi nada conocido pero que vivió muy de cerca los últimos años de Elvis Presley. Y para este blog cualquier cosa dentro del entorno de The King es interesante y digna de reseña.
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Pocos músicos se ganaron la admiración del Rey. Apenas era conocido pero Shaun Sherrill Nielsen pudo presumir de ser un tipo que contó con la confianza de Elvis Presley, incluso llegó a convertirse en uno de sus cantantes favoritos cuando en los años setenta el rey del rock and roll se encontraba en su etapa gospel.
Fallecido el pasado 10 de diciembre, a la edad de 68 años, Nielsen fue la voz que acompañó al músico de Tupelo en muchos conciertos de sus últimos años y en el tema <<Softly as I leave you>>, composición popular italiana versionada en inglés por destacados vocalistas como Bobby Darin o Frank Sinatra.
Nacido en Montgomery, Alabama, empezó cantando de niño en el coro de la iglesia. Hombre de fe inquebrantable, dedicado desde adolescente y hasta su muerte a su comunidad cristiana, dio el salto profesional cuando fue llamado a sustituir a un miembro del grupo local The Speer Family. Mientras cantaba con ellos, Jake Hess, prominente figura del gospel sureño, se fijó en él para su nuevo proyecto, los Imperials. Corría el año 1963 y Jake Hess y los Imperials giraron por medio país con Nielsen en sus filas. Era el comienzo de un grupo legendario de la música gospel cristiana, que a partir de 1966 se harían más célebres por sus sesiones con Elvis Presley. Sin embargo, Nielsen, para entonces fuera de la banda tras unirse a los Plainsmen Quartet, no grabaría con él hasta 1973.
Aquel año fue determinante en su vida. Se mudó a Nashville para formar parte de un grupo que abriría un concierto de Elvis, quien, alejado del rock y sus orígenes rebeldes, se hallaba en una espiral sin salida recién divorciado y vencido por una crisis existencial. Atiborrado de barbitúricos pero pleno de facultades, Presley se abrazó a la música gospel y quedó prendado del estilo de Nielsen. Contrató a la banda y la bautizó como Voice (Voz).
"Es el tenor más grande de la música gospel", dijo Presley al presentarle en uno de sus conciertos. Y, viniendo del Rey, bueno, eso es una medalla al alcance de muy pocos.


El viento sobrenatural de Warren Zevon

Por: | 01 de enero de 2011

David Letterman: “Warren, ¿tienes otra visión de la vida y la muerte desde que sabes que estás enfermo de cáncer?”
Warren Zevon: “No creo, excepto que ahora sé cuando debemos disfrutar de cada sandwich”.
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En 2002, al poco de diagnosticarle un cáncer de pulmón incurable, Warren Zevon decidió grabar The Wind, su testamento vital y sonoro, su humilde y maravilloso último aliento musical en este mundo injusto que se lleva por delante tantas cosas que merecen pervivir. Hoy, con el 2010 ya esfumado, y con el 2011 recién estrenado y esperando con toda su carretera por recorrer, vuelvo a tomar contacto con La Ruta Norteamericana mientras en estos días he escuchado (y escucho) el viento soplar a mi lado. Sopla cada día más fuerte. Es una sensación demasiado extraña. Y, en la duermevela, noto cómo despeina mi pelo y me hace más sensible a los pequeños logros, tan efímeros, tan personales, pero siempre únicos. Hay personas para las cuales llegar a este 2011 ha sido ya todo un logro. Y hay logros, como los cercanos, como este disco de Warren Zevon, que nos ayudan a escuchar la vida. Una vida que no se detiene.
Acaba un año y empieza otro. En unos días, Babelia, el suplemento cultural del diario El País, estará de aniversario que celebrará con un especial. Tengo la inmensa suerte de participar en esa celebración. A varios compañeros de profesión nos han pedido que hagamos una selección de los discos que más nos gustaron en un determinado periodo de tiempo. En otras palabras, tenemos que elegir esos discos que marcaron nuestra vida en ese determinado periodo. Por el tiempo que corresponde, por la edad que tengo, siento que, de alguna manera, esa selección ilustrará parte de mi vida. Al menos, creo que habla un poco por mí. Enumera mis arrebatos musicales, pone un cierto orden y concierto a la música que marcó esa parte fundamental de mi vida, con la que crecí, con la que soñé y que, mejor o peor, compartí con conocidos y extraños como si fuera el más deslumbrante de los tesoros.
En esa lista incluyo The Wind. En esa lista cuento con Warren Zevon. Allá por 2003, ese álbum, su último álbum, me llevó como un vendaval por mares de alto oleaje. Recuerdo haber leído un fenomenal reportaje de Roger Estrada en Ruta 66 sobre Warren y pinchar ese disco la primera vez en un viaje hacia al Azkena Rock de Vitoria con un buen amigo en el coche mientras contemplábamos anonadados en plena carretera la intensidad de esas canciones. Warren Zevon acababa de morir pero en ese plástico el cantante con el alma partida, aún no derrotado, sin perder su grandiosa ironía, regalaba un testimonio que dejaba sin aire al oyente. Al llegar a Vitoria nos enteramos también de la muerte de Johnny Cash. Jason Ringenberg, Cracker, Ray Davis y Steve Earle, entre otros, dedicaron al hombre de negro sus particulares homenajes. Parecía como si el espíritu de Zevon también planease por esos rincones. Pero lo único cierto era que los dioses habían jugado sus cartas y, todavía muy inocente uno, no sabía de qué iban las trampas.
Tal vez se mezcló todo, incluso la noche estrellada de vuelta a Madrid, pero al sumergirme de nuevo en The Wind, que me compré inmediatamente, conocí, como pocas veces, el poder de la redención. Warren Zevon, ese exquisito orfebre del rock, me invitó a hundirme. Es curioso cómo de chavales nos enseñan a nadar, a saber flotar en el agua, pero bucear es un impulso natural, que de muy pequeños desarrollamos por instinto de supervivencia pero luego abandonamos. Hundirse en un disco como The Wind es, sencillamente, entrar en contacto con la vida. Con la vida en la otra orilla, que cantaban Los Enemigos, en otra orilla alejada de las gilipolleces que rodean nuestra rutina, de las tonterías que nos marcan y nos marcamos para no ver el bosque.
No aspiraba yo entonces, como tampoco aspiro ahora, a ser un filósofo, aunque tal vez siempre he pecado de impresionable, pero la melancolía que respira de The Wind es tan bella, tan radiante, que duele al mismo tiempo que regenera. Warren Zevon se moría y lo sabía. El músico no quiso hacer otra cosa que cantar, y para ello puso a descubierto su corazón, con su adiós rebosante de ingenio y coraje. No había nada de artificio. Las canciones barrían con una fuerza inusitada cualquier rastro de morbo y disparaban con acierto asombroso a los instigadores de la pomposidad, que tanto se magnifica hoy como un sueño trasnochado y postmoderno. Porque si escuchas a Warren Zevon se cae como un castillo de naipes todo el malditismo esnobista de las revistas musicales y publicaciones de tendencias.
Tom Petty, Bruce Springsteen, Jackson Browne, Emmylou Harris, Ry Cooder, Dwight Yoakam, T-Bone Burnett, Mike Campbell, David Lindley o Billy Bob Thornton acompañan a Zevon en su despedida. La intensidad deslumbra. Zevon no regatea consigo mismo. El músico, que se podía decir que había sobrevivido a varias vidas tras perderse en el alcohol, engancharse a la heroína o intentar suicidarse, estaba ahora intentando sobrevivir al fundido en negro definitivo. El cáncer, la enfermedad que consume y va achicando inexorablemente, iba a ganar la guerra pero Zevon, el creador de Excitable Boy y Sentimental Hygiene, quería librar una batalla para la posteridad. ¿Tenía eso algún sentido? Basta escuchar la versión de <<Knockin’ on Heaven’s Door>> de Bob Dylan para saber de qué va esa batalla. Ahí se oye la voz de Zevon y ese lejano “Open door, open door, open door... for me”. Te quedas patidifuso y luego te revuelves torpemente, inconformista, sin más desafío que demostrar que aún sigues vivo, que Zevon te ha concedido el don de saber que estás vivo.
Siempre entendí The Wind como un gran disco pero desde hace un tiempo creo que sé cómo sopla ese viento. Sé del frío que deja en tus huesos, cómo seca tu boca, agita tu cuerpo, pero te concede una intensidad sobrenatural que cubre tu vida. Una intensidad lograda, que puede encontrarse en un simple sandwich. Cierto: puedo decir que The Wind de Warren Zevon forma parte de mi vida y ayuda a definirla, mientras llegar a este 2011 ha sido todo un desafío para algunas personas, y mientras el propósito de esta Ruta Norteamericana es vivir intensamente la música con la ayuda de vosotros y este escribiente se emociona más que nunca por el poder que le concede <<Keep me in your heart>>, el último tema de The Wind.


El País

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