Merodeando en los últimos lustros por los sonidos más recónditos de la historia de la música popular norteamericana del siglo XX, a lomos de su leyenda, Bob Dylan publica Tempest (Sony), otro testimonio de un músico de espíritu independiente, otro alegato a favor de las esencias y las raíces y otro disco recibido con entusiasmo por la crítica. Pero, a estas alturas, conviene preguntarse: ¿Es Tempest una obra maestra o, realmente, un álbum más, entre la multitud de novedades anuales, compuesto con el piloto automático de una vaca sagrada del rock? ¿O, tal vez, ni una cosa ni otra? Son preguntas que no están mal hacerse con un artista como Dylan. Primero, porque el autor de Like a Rolling Stone, maestro a día de hoy en tejer sonidos que remiten a esa vieja escuela que suele convencer, consigue de un tiempo a esta parte despistar como pocos con sus propuestas repletas de ecos y cruce de caminos. Segundo, porque casi no hay clásico consagrado con algo de inquietud, póngase aquí Tom Waits, Bruce Springsteen o Tom Petty, entre otros, al que la crítica no reciba con los brazos abiertos con cada nuevo trabajo. Y la pregunta es, entonces: ¿Es Tempest una obra maestra, como se entiende al leer revistas especializadas como Rolling Stone, Mojo o Uncut, que le otorgan la mayor de las calificaciones posibles, que sitúan su disco como clásico instantáneo, otro más para Bob?
A juicio de este redactor, Tempest no es una obra maestra, pero tampoco es un disco flojo ni hecho con ese extraño y hábil piloto automático que tiene Dylan para componer e interpretar en los últimos tiempos, como quedó constatado en el anterior Together Through Life. A riesgo de no ser suficientemente conciso, de salirme por la calle de en medio, de no situarme en un lado u otro, lo que digo es que Tempest es un muy buen disco de Dylan, sin categoría maestra ni calificativo de sublime, aunque eso ya supone bastante más de lo que parece en el contexto actual de la música popular. Simplemente, porque, a día de hoy, un muy buen Dylan, un Dylan notable, con sus dosis de inspiración, apela a mayores estímulos artísticos y cotas de inteligencia que buena parte de los puntales del panorama actual.
Seguramente, una obra maestra necesite el
paso del tiempo para consolidar su peso, adquirir su suprema estatura, pero en
este mundo de sobreinformación y superconexión, donde lo de ayer más que nunca
está olvidado, se salta a otra cosa de un día para otro bajo el juicio rápido y
el recurso de la calificación determinante, una nota urgente con la que seguir
consumiendo. El problema radica en quitar el grano de la paja en este negocio
de bombardeo publicitario excesivo, donde la novedad siempre viene vestida con
traje de luces. Luces que ciegan y confunden lo urgente con lo importante, como
lo destacable y reseñable de lo verdaderamente mayúsculo. Y Dylan, con su aura
de clásico contemporáneo, su voz raída y sus texturas añejas en blues y folk,
se antoja desde hace tiempo como una novedad tan enigmática, tan individual y
bien cosida, que marca siempre una diferencia. Lo suyo es destacable, por
supuesto, pero podemos tender a otorgarle más de lo que ofrece, que es mucho.
Así lo sentí con Modern Times y Together Through Life,
trabajos que, sin ser para nada débiles, pienso que recibieron más grandes
calificativos, la mayoría definitivos y con letras de oro, de los que
verdaderamente merecían. Creo que con Tempest puede pasar algo
parecido, aún gustándome más que los otros dos, pero menos que Love
& Theft, Time Out of Mind o, remontándome a la primera
y simbólica colaboración entre Dylan y Daniel Lanois, Oh Mercy!
El nuevo y notable disco llamado Tempestad tiene extraordinarios momentos (Soon After Midnight, Long and Wasted Years, Pay in Blood) pero otros menos conseguidos (Tin Angel, Early Roman Kings). Sin embargo, a mi juicio, la mejor noticia de Tempest no es lo que inventa ni a lo que aspira sino lo que constata: Dylan sigue siendo fiel a sí mismo y a su obra, sigue empeñado en ser una personalidad de carácter irrenunciable que dicta sus propias reglas en un mundo lleno de peajes, sigue ostentando el valor del forajido cuando lo normal, lo previsible en el patio de estrellas al que pertenece, es que estuviese retirado, acaparando empalagosos homenajes o viviendo de las rentas o sin acelerador. Pero no. Con Tempest, la figura de Dylan se mantiene inalterable: distingues al creador, aprecias el artista, sientes al hombre. Como dijo ya en 1986 en una de esas entrevistas reveladoras que se suele marcar en la edición estadounidense de Rolling Stone: “A mí lo que siempre me ha interesado es ser un individuo. Con un punto de vista individual. Si he conseguido ser algo, probablemente es eso...”.
En estos tiempos en los que prima el espectáculo, lo normal es que un disco del individuo Dylan huela a obra maestra, a un asunto mucho más serio y de mayor envergadura que toda la frivolidad que nos inunda. Frivolidad entendida, como dice Mario Vargas Llosa en su reciente ensayo La civilización del espectáculo, como “tener una tabla de valores completamente confundida, es el sacrificio de la visión del largo plazo por el corto plazo, por lo inmediato”. Según el premio Nobel de Literatura, vivimos en una era de la cultura del caos donde “no hay manera de saber qué cosa es cultura, porque todo lo es y ya nada lo es”. En ese caos, Dylan se antoja un guardián del orden, de su propio orden, que se asienta en los grandes pilares de la música norteamericana del siglo XX. Por eso, siguiendo un camino muy marcado desde la publicación de Time Out of Mind en 1997, el autor de The Times They Are a-Changin' se nos revela como un referente cultural, de visión profunda, que rechaza lo inmediato con cada vuelta de tuerca en su cancionero deudor de los pioneros del blues, el jazz, el R&B, el gospel, el country y el folk, con cada incursión en sus relatos vagabundos, en sus historias de amores dolidos, en sus reflexiones sobre falsedades y valores y en sus citas literarias, bíblicas y callejeras. Dylan es lo contrario a ser efímero. Es la antítesis de lo frívolo. Con su enciclopédica perspectiva sonora y lírica de Norteamérica, sin inventar nada nuevo en este siglo XXI, donde las rupturas artísticas son otras muy lejos de sus inquietudes, donde los avances musicales se guardan en la tecnología y en géneros que él nunca exploraría por ignorancia o desinterés absoluto, Dylan es en la actualidad un sustento, a diferencia de su figura de adalid de la modernidad en los sesenta. Es un Richard Ford de la música, un retratista espiritual, un narrador que, como vuelve a suceder en Tempest, se adentra en el misterio de la vida cotidiana a través de la memoria, la suya y la de Norteamérica.
Dentro de su orden, el músico de Duluth,
al margen siempre de todo lo que se habla de su música, consigue aunar
multitudes con un lenguaje sonoro personal y reconocible. Arropado otra vez por
una banda sobresaliente (rodearse de escuderos de lujo siempre ha sido una de
sus grandes virtudes), Dylan, que vuelve a las labores de productor, hace
que Tempest suene muy bien. Nada nuevo. Desde Time Out
of Mind, sus discos suenan muy bien, como al viejo zorro le gusta escuchar
la música, llena de matices, sabores y reverberaciones, sin ceder a
producciones enlatadas o sobrecargadas, sin dejar que ningún gurú meta sus
manos en actualizarle y darle un toque más moderno, sin pensar en el gran
público, ese ente de mil cabezas que no marca ningún horizonte y desfigura el
contenido porque pide todo y nada a la vez, un monstruo que lleva al artista a
ablandarse, a apaciguarse o, como en la mayoría de las ocasiones, a
estandarizarse sin sobrepasar límites, sin causar vértigos. Donde el Springsteen
de hoy en día parece obsesionado en más ocasiones de las deseadas con contentar
a todos, sonar en el centro comercial, la radiofórmula y el reproductor de casa
del fan de toda la vida, Dylan sencillamente se preocupa de sí mismo, de sus
antojos, de sus manías y de sus musas. No es una diferencia menor. Podrá gustar
más o menos, pero Dylan atiende a la música. Solo a la música. Y pone interés
solo en ella. ¿Qué intentas hacer con tu música, Bob? Le preguntaba Nat
Hentoff en 1964 en la revista New Yorker. “Procurar que lo
que hay dentro de mí salga del mismo modo en que camino o hablo”, contestó
Dylan. Y en esas sigue, por suerte. En Tempest puedes ver al
septuagenario buscar refugio en un pueblo fantasma, alejado de la multitud, o
escucharle contar batallas perdidas y ganadas con su voz de lija. Puedes
reconocerle. Es Dylan, el anciano, el astuto, el indescifrable.
Actualmente, las musas de Dylan son muchas y para los amantes de la música norteamericana son maravillosas, pero conviene pensar que, si tras el fogonazo, o la aventurera sensación que supone adentrarse de nuevo en su universo, estas son tan sublimes como nos parecen. Yo creo que las musas de Dylan son dignas de admiración, merecen ser aplaudidas, pero, a día de hoy, siento que a Tempest le falta un punto, un nivel de inspiración, para considerar que sus musas han conseguido crear otra obra maestra. Ha sabido llegar a una altura tan sobresaliente de síntesis de influencias que, por extraño que parezca, no es fácil diferenciar la línea que separa la obra maestra de un muy buen o notable disco a secas. Supongo que será cuestión de afinidades con el plástico correspondiente, estados de ánimo o simple exigencia de cada uno pero, como toca mojarse, hoy no sitúo Tempest en la misma categoría que Time Out of Mind, Love and Theft, Blood on the Tracks, New Morning, Highway 61 Revisited, Blonde on Blonde o John Wesley Harding.
Hay cosas que no me convencen. Dylan nos
ha acostumbrado a que algunos de sus ejercicios de estilo pasen por buenas
canciones. No se aplica y deja en evidencia su propia habilidad para absorber
sonidos y patrones que le marcan y le inspiran. Allí donde el joven chaval que
amaba el folk era capaz de destilar un nuevo sonido fascinante e inocente de
las mismas aguas en las que nadaban sus queridos Woody Guthrie, Odetta,
la Carter Family o Cisco Houston, algo que también supo hacer
con el rock’n’roll y el country, ahora hay veces que el veterano compositor se
limita a ser un autómata de sus pulsiones. Apasionado del blues de
Chicago, Early Roman Kings calca demasiado el riff de Mannish
Boy de Muddy Waters, que ya en su día tenía lazos con Bo
Diddley. Pero, a su vez, no ofrece nada sobresaliente. Son parecidos
sospechosos ya conocidos como los de Beyond here lies nothin’ de Together
Through Life con el clásico de Otis Rush All Your
Love, o el de su When the Deal Goes Down con When
the Blue of the Night Meets the Gold of the Day de Bing Crosby,
u otras composiciones de los últimos tiempos que deben demasiado a sus
referentes primarios. Algo similar me surge al escuchar Narrow way,
aún con todo su ímpetu agradecido. El músico se revuelve contra los que le
acusan de plagio (en su última entrevista en Rolling
Stone dijo aquello de que esos que le acusan son unas
“nenazas cobardes” que “se pueden pudrir en el infierno”), más cuando la propia
idiosincrasia tanto de la tradición folk como de su cancionero particular
reside en sintetizar, empastar y evolucionar influencias y géneros, a través de
un lenguaje personal y humano. Lleva haciéndolo toda la vida, es verdad, y es
legítimo y me atrevería a decir que inevitable, pero el problema es hacerlo sin
inspiración. Y, a veces, le veo en esas. Como inspiración echo en falta en Tin
Angel, una de las canciones más largas, que se me hace algo plomiza no
por su duración sino por su monotonía y falta de garra.
¿Es la duración de sus canciones (cinco de ellas sobrepasan los siete minutos) un problema para la escucha? No tiene por qué, aunque a más de uno le parezca. Allí donde hay duración también puede haber genialidad en el autor de Desolation Row. Lo destacable es, en este sentido, que Dylan saca todo su arsenal literario, como apuntaba Diego A. Manrique en su reportaje sobre el álbum en El País. El bardo de Minnesota ofrece relatos abundantes en imágenes sugerentes y frases cortantes pero, sobre todo, versos despiadados con el mundo contemporáneo en el que vivimos. El primer mundo zarandeado hasta el mareo por la crisis económica pero, especialmente, afectado, herido de muerte, por la crisis de valores, de principios, de dignidad, de justicia. Si en Early Roman Kings todo parece indicar que habla de los hombres de negro de Wall Street al referirse a los primeros reyes romanos que “destruyeron tu ciudad, y ahora te destruirán a ti”, en el resto del álbum recoge letras menos alusivas a determinados hechos recientes y más satíricas pero concluyentes sobre el estado de una sociedad que busca su identidad entre ruinas morales y éticas. Dylan, que siempre ha rechazado ser un músico político, no señala. Simplemente se limita a captar sensaciones, a describir emociones, a poetizar la realidad circundante. “Este es un país difícil para sobrevivir, las cuchillas están por todas partes y están destrozando mi piel”, canta en Narrow way. De alguna manera, si en el lírico Modern Times se adentraba en el mundo sentimental post 11-S y post Katrina, en Tempest remite a la grandeza amarga de Time Out of Mind. En Tempest tampoco hay espacio para el consuelo y la amabilidad, y el amor, como en Tin Angel, puede acabar manchado de sangre. Así, por ejemplo, el pueblo fantasma de Scarlet Town es un paisaje emocional que recuerda a las calles vacías de Highlands de Time Out of Mind. “En Ciudad Escarlata, donde nací, hay hojas de hiedra y espinas de plata”, asegura en Scarlet Town.
Con sus cuerdas vocales desgastadas, pero
afiladas como espadas milenarias por las que varias generaciones han sangrado,
Dylan arremete severo pero estiloso, marcando la diferencia entre vociferar y
sentenciar, como un llanero solitario que mastica la verdad y convive con la
violencia. La hipnótica balada Soon After Midnight es un buen
testimonio en este aspecto cuando recoge un verso como “arrastraré su cadáver
por el barro” entre el idilio que ofrece la melodía y la steel guitar. Una
composición digna de Nashville Skyline. Las mismas señas
líricas se hallan en Tempest, la composición más larga del
disco, superando los 13 minutos. Posiblemente, para el oyente no anglosajón,
que no capte la letra en la escucha, puede llegar a resultar pesada por su
duración y su simple instrumentación. Es comprensible. La canción que da título
al álbum no goza del indescriptible poder de seducción de otros grandes relatos
musicados suyos como Desolation Row o Visions of
Johanna. Pero, desde mi punto de vista, es otra muestra de pundonor. Como
si estuviese encantado con el don del realismo mágico, Dylan hace de cronista
sobre el hundimiento del Titanic, metáfora de la sociedad occidental. Es una
elegía, ese acontecimiento digno de ser lamentado, a modo de vals, que respira
melancólicos aires de folk celta, como si los Pogues llorasen
a su lado desde el primer instante que suena el acordeón. Su verborrea (la
canción carece de estribillo) navega por aguas de una intensidad controlada
mientras trascienden versos en los que la fantasía y el reporterismo se mezclan
con la mejor socarronería dylaniana. “El prójimo se alzó
contra su prójimo, combatieron, matándose entre sí”, espeta. No hay espacio
para la compasión.
Es un Dylan lóbrego pero luminoso por su
sátira, su claridad de ideas, su capacidad para absorber influencias, voces,
sentimientos. Es un Dylan de magisterio, de cátedra, de pasmo, en canciones
como Long and Wasted Years. Este tema áspero sobre un matrimonio
roto no se canta. Es recitado. El músico recita con vehemencia sentida, como si
regresase al mundo confesional de New Morning. Cuando dice ese “oh,
baby” o la estrofa “come back baby if I hurt your feelings, I apologize
(regresa cariño, si herí tus sentimientos, te pido perdón)” se rasga el aire.
Hay sabiduría y lamento. Brota la música a tumba abierta. Sucede igual en la
elegante Roll On John, el tributo a su amigo John Lennon,
con el que compartió vivencias y exigencias en la agitada sociedad de los
sesenta y los setenta, iconos populares ambos de un mundo que, a estas alturas,
parece muy lejano. “Que tu luz brille, sigue adelante, ardiste de forma muy
brillante, vuelve pronto, John”, canta.
Otro homenaje es Pay in
Blood, donde recuerda al nunca suficientemente valorado Warren
Zevon. La anti-académica voz de Dylan tiene sus detractores desde sus
comienzos pero, desde hace años, ha llegado a ser sinónimo de guasa en algunos
círculos. Pero conviene escuchar con atención todo Tempest y,
particularmente, Pay in Blood para entender que la voz de
Dylan, aquí lo digo, es una de las voces más feroces de la música popular
norteamericana, a pesar de las decepciones de algunos de sus conciertos. Dios
la bendiga. Recurro a las palabras de Bono, cantante de U2,
cuando en la revista Rolling Stone tuvo que escribir sobre la
voz de su ídolo e hizo, a mi juicio, el mejor texto que jamás he leído sobre el
canto de Dylan. “Bob Dylan hizo lo que muy, muy pocos cantantes
hacen. Cambió el canto popular. Y hemos estado viviendo en un mundo conformado
por la manera de cantar de Dylan desde entonces. Cientos tratan de cantar como
Dylan. Cuando Sam Cooke interpretó a Dylan para el joven Bobby
Womack, Womack dijo que no lo entendía. Cooke explicó que a partir de
ahora, no se va a tratar de cómo es la voz. Se va a tratar de creer que la voz
está diciendo la verdad”. En Pay in Blood, Dylan está diciendo la
verdad. Abruma con su timbre roto, agiganta el corazón con su garganta hecha
añicos. Y vuelvo a Bono, que en otro párrafo de su alegato en Rolling
Stone terminaba explicando el secreto de esta voz vetusta, arcaica:
“Es como un puño, y que le permite cantar la mayoría de las melodías
melancólicas y no sucumbir al sentimentalismo. Lo interesante es que después,
mientras él envejece, el puño se abre a una vulnerabilidad”. Pay in
Blood es ese puño abriéndose a lo vulnerable, derramando lágrimas que
nunca podrán verse por su amigo, por la vida y la muerte, por “las leyes de
Dios”.
Son las mejores cotas de Tempest, un gran disco de Dylan pero al que no plantaría una etiqueta de obra maestra. No creo que haga falta que sea un disco perfecto, que para muchos lo es, para que tenga el éxito incontestable de remarcar el trazo actual de la figura del mejor compositor del siglo XX, ahora en su brillante otoño. Paul Williams, fundador de Crawdaddy, ha hablado en sus libros del "flujo de obra torrencial de Dylan", en referencia a la aventura humana que supone una obra de sus características y sacando de la biografía de Picasso esta idea sobre el enorme legado artístico que queda al alcance del estudio y de la posteridad. Curiosa y acertada similitud con el gran pintor del siglo XX. Fue Leonard Cohen quien dijo: “Dylan es un Picasso, con esa exuberancia, variedad y asimilación de la historia entera de la música". Tempest certifica el último flujo abrumador del Picasso de la música popular. Certifica el asombroso recorrido que ha tomado su obra desde hace casi dos décadas, desde Time Out of Mind, o tal vez más, puede que desde Oh Mercy! Es el recorrido de un torrente cultural.
Fue Joan Baez quien dijo que Dylan tuvo siempre la cualidad de llegar, cuando nadie le espera, al sitio y al momento adecuados para, luego, marcharse sin avisar. A grandes rasgos, se puede decir que, huyendo de un pueblo de mala muerte en Minnessota, con su cara mofletuda de adolescente harapiento, llegó al Greenwich Village neoyorquino y revitalizó la escena del folk nacional para, luego, dejarla huérfana y pasar a revolucionar el mundo juvenil del rock, otorgándole una psicología adulta y una aspiración social mucho más trascendente. En plena cúspide, mandó bien lejos su corona impuesta por las corrientes de la modernidad para refugiarse en el country, el gospel callejero o el folk-rock de su propio cuño y descubrirse como un pintor impresionista que buceaba más que nunca en su propia alma, hecha jirones por las relaciones amorosas y la presión del entorno. Entonces, no tardó en romper todos los moldes y seguir su camino, esta vez, acudiendo a la religión, pese a la desorientación artística y los palos mediáticos. Y, cuando la mayoría ya le daban por muerto, el lobo solitario volvió a ser venerado por la crítica como un maestro sabio, conocedor druida de los sonidos raíces. ¿Y ahora? Año 2012. ¿Dónde está Dylan? Ahora, veo a Dylan como uno de los grandes caudales de la memoria cultural de Estados Unidos. No sé si se le esperaba o no, seguramente muchos sí y otros no le querrían ver ni en pintura, pero está en el momento y el sitio adecuados.
En este Titanic que parece el mundo occidental, Dylan está ahí, cuando se le necesita. Sigue ahí. A su bola, a su rollo, con su música, con sus letras, pero arrastrando hechos, espectros y leyendas, llevando consigo ideas y símbolos a los que acudir en mitad del desmoronamiento. Tal y como están las cosas, es una fortuna disfrutarlo. Sigamos celebrándolo, porque algún día, quién sabe, como decía Baez, se marchará sin avisar. Y esta etapa torrencial será para recordarla, como otras. En palabras de Paul Williams: "Ser el primer hombre blanco en clavar la vista en el océano Pacífico puede que sea una imagen poderosamente romántica (para los blancos), aunque esa masa de agua apenas necesita un contexto histórico para ser impresionante. Es simplemente maravilloso estar vivo en un tiempo y lugar en el que uno pueda ver, oír y oler la orilla del océano o el perfil de la expresión creativa siempre cambiante de una persona". Esa persona, ese individuo, se llama Bob Dylan, un torrente musical de más de 70 años que, en plena tempestad, no deja de impresionar, como ese mar inabarcable y misterioso visto desde la orilla.
Hay 23 Comentarios
Hay momentos en "Pay in Blood" en que la voz es verdaderamente desagradable. Y lo peor es que sigue dando argumentos a Joaquín Sabina para seguir cantando. Creo que antes no podrá con el micrófono que con su cuerpo.
Publicado por: ALEXCRIVI | 16/10/2012 10:51:16
a mí también me ha gustado mucho Pay in blood. Por cierto, le encuentro cierto parecido, que no plagio, si no mas bien admiración, con BLESSED de Lucinda Williams
Publicado por: Fernando | 09/10/2012 12:50:17
Hola a Todos!! :)
Fernando Congratulations!!! que buen articulo, Tempset un buen disco sin mas bueno eso opino yo, :)
Keep On!!
Salud!!
Publicado por: Chema | 06/10/2012 13:18:16
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Publicado por: Blog PERDER PESO | 04/10/2012 2:07:52
El disco no esta mal, pero la portada... mala, mala, mala...
Publicado por: jakob | 03/10/2012 17:29:15
Estaba equivocado ,si que interesa Dylan,se ve que hay muchos arqueólogos adoradores de la edad de piedra .
Han salido 16,casi nada.
Cuando se hable de alguien importante a nivel de calidad musical no saldrá nadie.
La calidad no interesa,solo interesa la marca,la marca DYLAN,la marca BEATLES,la marca SPRINGSTEEN,aunque el contenido sea muy malo.
La marca viste mucho,hay que fastidiarse.
Estoy deseando comparar canción por canción a un DYLAN y a unos SMITHS,a ver como queda la COSA.
ESTOS PARA MI SON INSUPERABLES DESDE QUE SE SEPARARON EN 1987 Y MUY SUPERIORES A LO QUE HUBO ANTES DE 1984.
Publicado por: erni | 02/10/2012 18:44:01
Consejo para ELIMINAR LA BARRIGA. Video GRATIS: http://sn.im/24qm736
Publicado por: Blog Como BAJAR DE PESO | 02/10/2012 15:09:17
a Jesús:
Tienes razón sobre la manía de comparar cada disco con los anteriores y sobre la consideración de obra maestra. Pero es que yo también lo hago. Sin darme cuenta. Supongo que los dylanitas tenemos la esperanza de que cree de nuevo una de esas obras inmortales que se seguirán escuchando dentro de 100 años.
a Carlospv:
Totalmente de acuerdo. The Basement Tapes y Planet Waves son dos de mis discos favoritos. Wedding Song es la canción de amor más hermosa que he escuchado nunca.
Publicado por: Jorge Aracil | 02/10/2012 13:38:03
A Ed:
Totalmente de acuerdo, la reseña de Allmusic es muy buena (y aunque incurre de nuevo en las comparaciones con discos anteriores, lo hace puntualmente y en conjunto analiza el disco en sí mismo). Personalmente, yo coincido con lo que viene a decir (pero aunque no coincidiera me parecería una buena crítica de un disco).
Publicado por: Jesús | 02/10/2012 11:27:33
El artículo es interesante, está obviamente currado y su análisis contiene puntos de vistas interesantes. Pero mi pregunta es: ¿por qué los llamados críticos, cada vez que Bob Dylan publica un nuevo disco, tienen esa imperiosa necesidad de (a) ver si es o no una obra maestra (¿se pide lo mismo al resto de bandas? la respuesta es 'no') y sobre todo (b) COMPARARLO CON OTROS DISCOS ANTERIORES, no en busca de puntos de conexión entre ellos (lo que sería interesante) sino PARA DECIR QUE NO ES TAN BUENO COMO AQUELLOS? Es como un resorte que se os activa: ¿disco nuevo? pues voy a ver si es igual de bueno que Blood on the tracks, que Highway 61 revisited, que Oh Mercy!, etc. ¿Que para qué lo hago? No sé, porque es un disco de Bob Dylan. ¿Comparo cada disco que saca U2 con otros anteriores suyos? ¿Lo hago con cada disco nuevo de los Rolling Stones? No. ¿Por qué lo hago con los discos de Bob Dylan? Buena pregunta. Obviamente pueden seguir haciéndolo; pero como críticos podríais reflexionar sobre el fenómeno. Podría precedir las respuestas que daríais a estas preguntas, pero me sigue pareciendo algo automatizado pero sin sentido. No entiendo por qué no se analiza un disco en sí mismo, en lugar de directamente compararlo con otro anterior (ante el que probablemente quedará empequeñecido, y con razón). Fernando, cuando te limitas a eso es cuando más interesante me parece tu artículo. Gracias.
Publicado por: Jesús | 02/10/2012 11:21:22
Hace mucho tiempo que no leía un artículo bueno y bien escrito acerca de Dylan... Y a muchos les haría bien escuchar un poco de música, leer (bien, que parece que los que leyeron, sobre todo el angosajón aquel, no entendiron mucho), olvidarse de lo que está de moda -que no es malo necesariamente- y de I don't know what I want, but i want it now...
Publicado por: Daniel P García | 02/10/2012 11:04:06
El siglo XX le debe mucho a Dylan. Y ahora tambien el XXI. Tempest me ha gustado, pero menos que Modern Times, que me parece una de sus obras cumbre. Cada canción es una pócima de este viejo brujo que es Dylan. Qué lujo para la humanidad que este legendario bardo siga produciendo canciones. Gracias Dylan
Publicado por: Mariano | 02/10/2012 10:58:39
Buen disco, pero, por encima de todo, lo mejor es que Bob aun está con nosotros y mañana tocará cerca de tu casa.. Gracias por seguir ahí y que me sigas poniendo la piel de gallina.. When I paint my masterpiece...
Publicado por: Santi Losada | 02/10/2012 10:48:50
Buen disco, pero, por encima de todo, lo mejor es que Bob aun está con nosotros y mañana tocará cerca de tu casa.. Gracias por seguir ahí y que me sigas poniendo la piel de gallina.. When I paint my masterpiece...
Publicado por: Santi Losada | 02/10/2012 10:48:50
joder tio, la mitad del articulo, te has preguntado si es obra maestra o buen disco, me has aburrido con esta relación incestuosa que tienes con Dylan.
Publicado por: Kader | 02/10/2012 10:47:33
Fantástico, Fernando, como siempre. Lo que nos pasa con Dylan es que estamos condicionados por la genialidad de parte de su obra anterior. Los nuevos discos no estarán nunca a la altura de los grandes, aunque supongan un lógico ejemplo introspectivo. Ni tan siquiera llega el nivel de los "Planet Waves" o "Knocked out Loaded", en mi opinión.
Por cierto, felicitarte por 'Acordes Rotos' y, sobre todo, por la espectacular crónica de Hank Williams.
Publicado por: Acordes Rotos | 02/10/2012 10:25:57
Incombustible Dylan, lo he escuchado y me parece magistral, con una voz más que nunca aguardientosa, al que le acompaña el guitarrista ex-Chicago Charlie Sexton y cerrando el álbum “Roll On John” un tema dedicado a John Lennon: “Desde los muelles de Liverpool a las calles rojas de Hamburgo
Por las canteras con los Quarrymen
Tocando para las grandes multitudes, tocando para los asientos baratos
Otro día en la vida en tu camino al final del viaje.
Haz brillar tu luz,
Sigue adelante,
Ardiste con tanto brillo,
Vamos John.
Publicado por: fyty | 02/10/2012 9:57:24
Por cierto. Cuando se habla de las mejores obras de Dylan, casi nunca se recuerda su época con The Band, las rarísimas y deliciosas "basement tapes" (y debería recordarse ese sonido y compararlo con el love an theft", por ejemplo). Ni tampoco "Planet waves" ni aquel "never say goodbye".
Publicado por: carlospv | 02/10/2012 9:54:42
Tu artículo es igual de largo, pesado e insulso que la propia canción Tempest. Y te lo dice un anglosajón. Suerte que al menos hay gente un poco más lúcida que no va tan cegada como el resto (repasa la crítica de Allmusic).
Publicado por: Ed | 02/10/2012 9:53:06
Muy interesante reseña y repaso a la obra de Dylan. Un par de salvedades (opiniones personales, por supuesto). No le encuentro a los textos de Dylan ningún parecido con Richard Ford. Mientras este revela, Dylan oculta. En cualquier caso, cierto es que a la hora de calificar trabajos de este cantautor la crítica y los fans sobrevaloran, mientras que otros ni lo entienden. Pero ciertísimo es eso de que Dylan va a su bola. Para mí eso es hacer música. Cualquier cosa que hace, sujeta a valoraciones por supuesto, es personalísima.
Desde el fin de su extraña y poco valorada época de finales de los ochenta y parte de los 90, cuando surgen el Oh Mercy y Time out of mind, Dylan ha entendido que tiene que dedicarse a lo suyo, que es componer letras maravillosas y música que le fluye de las venas, sin preocuparse por las etiquetas de masterpieces. Ese es su gran valor.
Sobre la discusión de si merece el Nobel o no, me quedo con las últimas estrofas de "long and wasted years", y recuerdo a otros galardonados como nuestro José Echegaray. Y me pregunto, ¿Que sabrán los suecos? Marcas y etiquetas ya no le preocupan a Dylan. Casi lo destruyeron en el pasado. Es lógico que vaya por libre, y rezo por que siga así.
Publicado por: carlospv | 02/10/2012 9:49:27
A mi Dylan me interesa un montón y sus discos me parecen fascinantes
Publicado por: javier cardenal | 02/10/2012 9:46:05
Me ha encantado la revisión, y tienes razón, disfrutemos antes de que se marche sin avisar.
Publicado por: palconh | 02/10/2012 9:43:33
Dylan ya hace tiempo que no interesa ni a sus fans.
Los 60 están muy lejos.
Por cierto este hombre se parece cada vez más a Cantinflas.....
Publicado por: erni | 02/10/2012 8:40:16