
Merodeando en los últimos lustros por los
sonidos más recónditos de la historia de la música popular norteamericana del
siglo XX, a lomos de su leyenda, Bob Dylan publica Tempest (Sony),
otro testimonio de un músico de espíritu independiente, otro alegato a favor de
las esencias y las raíces y otro disco recibido con entusiasmo por la crítica.
Pero, a estas alturas, conviene preguntarse: ¿Es Tempest una
obra maestra o, realmente, un álbum más, entre la multitud de novedades
anuales, compuesto con el piloto automático de una vaca sagrada del
rock? ¿O, tal vez, ni una cosa ni otra? Son preguntas que no están mal hacerse
con un artista como Dylan. Primero, porque el autor de Like a Rolling
Stone, maestro a día de hoy en tejer sonidos que remiten a esa vieja
escuela que suele convencer, consigue de un tiempo a esta parte despistar como
pocos con sus propuestas repletas de ecos y cruce de caminos. Segundo, porque
casi no hay clásico consagrado con algo de inquietud, póngase aquí Tom
Waits, Bruce Springsteen o Tom Petty, entre otros, al que
la crítica no reciba con los brazos abiertos con cada nuevo trabajo. Y la
pregunta es, entonces: ¿Es Tempest una obra maestra, como se
entiende al leer revistas especializadas como Rolling Stone, Mojo o Uncut,
que le otorgan la mayor de las calificaciones posibles, que sitúan su disco
como clásico instantáneo, otro más para Bob?