El mensaje es bastante claro: Bruce Springsteen quiere que la máquina, su gran máquina de rock de estadios, concienzudamente engrasada desde hace años, al alcance de todos los públicos, disponible en todas partes del planeta, siga funcionando. Que no se pare lo que todavía no ha dado señales preocupantes de fallar. El mensaje, por tanto, parece evidente: High Hopes es la excusa perfecta para seguir de gira, divirtiendo tanto a su autor y a su renovada banda como al numeroso personal, al tiempo que la caja registradora sigue sumando millones de dólares. Perfecto. Pero conviene apuntarlo: High Hopes, un trabajo cuya mayor virtud es su falta de pretensiones, no dice nada bueno, artísticamente hablando, del actual Bruce Springsteen, un músico que ya no es que luche contra su glorioso pasado de los setenta y los ochenta, aún vivo en la memoria colectiva, sino que se enfrenta a su propia diatriba como artista cercano a la vejez, que con este disco elige un camino tan insustancial que eleva la voz de alarma. Porque High Hopes está poco trabajado y cosido, como si no tuviera nada que ver con el significado de un álbum, o, lo que es peor, está trabajado con unos resultados intrascendentes. De esta forma, para este escribiente, solo hay una de dos: High Hopes ni siquiera será recordado como un verdadero disco de Springsteen o, aún más preocupante, será el punto de inflexión de este músico de un talento incuestionable hacia la etapa definitiva instalada en el insulso mainstream de la radiofórmula norteamericana, donde ni pincha ni corta para la historia, pero todo en números funciona.