Conocí a Sang Wook en aquella academia de clases de inglés en el corazón mismo de Manhattan, en la calle 34, a pies del Empire State. Alto, estirado como un tronco de caña de azúcar, con el pelo liso y rabiosamente oscuro, sonreía con gran expresividad pese a que tardaba en articular una frase casi un interminable minuto, causando la impaciencia de los que siempre iban con prisa, desinteresando a los que siempre iban a lo suyo. Sang Wook se esforzaba por expresarse con más soltura mientras intentaba no inmutarse de los pequeños desplantes de algunos de sus interlocutores en inglés. En los ejercicios de conversación que se hacían por parejas o grupos, muchos terminaban por finiquitarlos antes de tiempo o dejarle como mero oyente. Todos los compañeros de clase pensaban que no tenía nada que decir.
A todas luces, se veía que no era fácil para él. Llegó un día que se sentó a mi lado. Nos sonreímos y pude comprobar en primera persona que casi era imposible conversar con él. Nadie sabía muy bien qué hacía en nuestro nivel. En gramática era un alumno sin fisuras, pero a la hora de charlar hacía aguas. Por eso, supongo que ante mi boba incapacidad para quedarme callado en situaciones de forzado silencio, acabé hablando de música en aquel estúpido ejercicio de conversación en inglés sobre qué problemas nos encontramos la primera vez que viajamos a un país extranjero. Con su aplastante silencio o su asombrosa lentitud a la hora de juntar palabras, estaba claro que Sang Wook me estaba dando una respuesta demasiado obvia para el ejercicio. Pero, en mi verborrea chapucera en el idioma de Elvis Presley, terminé recomendándole a Tom Waits.
Creo que fue porque intenté explicar que nunca me hizo falta comprender ni una sola palabra de ese músico naif y vagabundo para quedarme sin ellas cuando escuchaba sus canciones. Creo que le dije que el día que escuché el disco Closing Time, en una habitación iluminada por una sola vela durante una noche de tormenta, entendí más cosas de las que había leído en todos mis apuntes de la carrera de Periodismo durante años. Como si fuera yo ante la voz ronca de Tom Waits, Sang Wook no hablaba pero entendía perfectamente lo que escuchaba. Asentía con la cabeza mientras abría sorprendentemente sus ojos rasgados. Tom Waits, le dije. Y me pidió apuntar su nombre en un papel. No tuvo problemas para darme las gracias en repetidas ocasiones.
En el fondo, Sang Wook, coreano de nacimiento, también era tímido, un rasgo más común de lo que imaginaba entre los asiáticos de aquella academia. Su lentitud para expresarse en inglés y su timidez terminaban por ser una rara y extraordinaria combinación de introversión. Pero desde ese día que le hablé de música, de Waits y rajé torpemente como si no hubiese mañana entre él y yo, se me acercaba a menudo para charlar, a su ritmo, pero, a fin de cuentas, a hablar el uno con el otro. Terminamos por hacernos amigos. El hombre parco en palabras, o de las palabras extraviadas, resultaba ser un experto compositor que trabajaba en la Julliard Orchestra y necesitaba mejorar su idioma considerablemente para sacarse el título de director de orquesta en Estados Unidos. Aspiraba a hacerse un hueco entre las grandes orquestas clásicas estadounidenses. De hecho, ya tenía el título, otorgado por su país, y en Corea del Sur había desarrollado una destacada carrera en el campo de la música clásica. Era muy humilde, pero algo me decía que estaba ante un tipo con un enorme talento.
Así era. Mi instinto no me falló. Un día, me invitó a comer a su casa en el barrio de Queens. Era un apartamento pequeño y acogedor donde las ratas corrían como locas entre las paredes, escuchándose sus chillidos como si las tuvieras en el cogote, obligándote a elevar el tono de voz. Para entonces, ya había aprendido que una de las grandes diferencias entre un piso en Queens y otro en Greenwich Village era el nivel de ruido del chillido de sus ratas. En el Village, simplemente, parecían más educadas. En la sobremesa, volvimos a hablar de música, volvió a salir el nombre de Tom Waits porque yo le había comprado Closing Time, regalo que me devolvió consiguiéndome posteriormente unas entradas para ver un concierto de la Novena Sinfonía de Beethoven en el Metropolitan Opera de Nueva York. Me dijo que había estado escuchando por internet algunas de sus canciones. Le sorprendía ese músico norteamericano, como casi todo lo que no tenía que ver con el mundo al que Sang Wook pertenecía: el mundo de la música clásica. "Es extraño pero interesante", me comentó. Yo intenté explicarle que había muchos Tom Waits, un artista en continua reinvención, un hombre que llegó a decir de sí mismo: “Pasé un periodo en que era como daltónico con respecto al sonido. O astigmático del oído”. Por tanto, difícil, sino imposible, definirle. Pero, poco a poco, fuimos hablando más y más, y nos fuimos entendiendo, pese a que yo solo era un chaval muy impresionable que tenía sus héroes musicales y él un tipo preparadísimo, que se había criado con Mozart y Chopin, que conocía la arquitectura de la música, sus misterios y sus horizontes.
Llegado un momento, su mujer se fue de casa. Tenía que irse a trabajar. En la sobremesa, nuestra conversación parecía de ocho niveles más del que señalaba nuestra clase en la academia donde nos conocimos. Íbamos hilando palabras, ideas, sensaciones. Ayudaba el sake que le había regalado un amigo japonés y que bebíamos con aplomo. ¿Por qué Tom Waits? ¿Por qué las palabras que no entendíamos, o, mejor dicho, que no existían en nuestro vocabulario? ¿Por qué el silencio cuando había tanto rugiendo en algún lado? ¿Por qué la música? ¿Y por qué narices un coreano y un español, como si de un chiste malo se tratase, estaban en ese apartamento de Nueva York, donde las ratas chillaban entre las cañerías, buscando sentido a la música, a medio camino de la borrachera y la lectura de las sagradas escrituras?
Decía Bob Dylan que nunca importan de dónde vengan las canciones, sino adónde te llevan. Había mucho de eso en nuestra conversación a trompicones en un idioma que no era el nuestro. Los dos, cada uno desde su territorio, persiguiendo a la ballena blanca en cada nota, que juntas hacían un mar bravo e inmenso. Los dos, asombrados por el verbo hecho música. Entonces, en plena euforia y derrota, mi amigo coreano se levantó, destapó el pequeño piano de su salón y me dijo que iba a tocar la composición, creada por él mismo, de la que se sentía más orgulloso. Aquel sonido, de un sentimentalismo majestuoso, me noqueó. Era como una serenata nocturna, iluminada por la luna, recreándose en su baile melancólico como un borracho abraza a una farola soñando que es su amada imposible. Tenía un poder tan evocador y honesto que, mientras Sang Wook paseaba sus largos dedos por las teclas, yo me hundía en su sillón barato como la orquesta del Titanic en las costas de Terranova. Era una música muy triste pero radiante de dignidad. Escuchaba el eco de algo que, si bien ya estaba hundido para siempre, perduraría en la memoria. Me aguanté las ganas de llorar.
Sang Wook, que desde aquella comida en su casa le empecé a llamar Songbook en un juego con las palabras en inglés ‘canción’ y ‘libro’, me confesó que compuso esa composición pensando en lo que le hacía sentir una chica de la que se enamoró y que nunca más volvió a ver. Fue su regalo de despedida. “A mi mujer le dije que es una composición inspirada en el otoño”, me confió con templanza en un inglés que nunca antes le había oído. Y soltó su característica sonrisa, que ilustraba, sin lugar a dudas, a un hombre bueno.
Cuando regresaba a mi apartamento, a través de aquel tren que surca el barrio de Queens por raíles a la altura de los tejados, no me quitaba de la cabeza la composición del ya bautizado Songbook. En un momento determinado, con el tren detenido, me fijé en una de esas miles de personas sin hogar, conocidas en tierras norteamericanas como homeless, que pueblan las calles de Nueva York. Andaba rebuscando en la basura, con verdadera entrega, como si al final de ese enorme contenedor se hallase el mapa del tesoro. Me dio por pensarlo: en el fondo, en este mundo de prisas, sin apenas certezas, repleto de miedos, todos, Songbook, yo, cualquiera, en algún momento, en alguna época, somos homeless de nuestros propios sentimientos, de nuestras propias vidas. Tom Waits lo decía de la siguiente manera: “El día que recogen la basura, te das cuenta que alguien está husmeando en la tuya, sacas la cabeza por la ventana y le dices: “¿Qué demonios está haciendo?”. Y entonces se va y tú empiezas a revisar tu propia basura. Empiezas a reevaluar la calidad de tu basura, preguntándote si habrás cometido algún terrible error, si habrás tirado algo que ahora va a ser esencial en tu vida”.
Ahora, así lo pienso, las canciones de Tom Waits, la composición de Songbook, la música, en definitiva, husmea en nuestra basura, llevándote al pasado y preguntándote sobre el presente. De alguna forma, mientras clavas la nariz en el suelo, la música te hace esparcir las palabras que no tienes, que no encuentras, para que veas cuales no te atreviste a formular, cuales se callaron o se perdieron con el viento. Porque a lo mejor tenía razón Tom Waits cuando afirmaba que “la mayoría de nosotros no estamos preparados para absorber la verdad”. Y, por eso, simplemente, utilizamos la música para hundirnos en ella, confiando, pese a todo, en encontrar aún el mapa del tesoro o, al menos, la ruta que lleva al cementerio de las ballenas blancas.
**Escucha la lista de La Ruta Norteamericana: Arrebatos melancólicos.
Hay 15 Comentarios
Me alegra mucho saber que tienes una vida tan interesante.
Publicado por: Y a mi que me importa | 19/04/2014 9:05:09
Muy bonito, con la excusa de Tom Waits nos cuentas tu (¿Interesante?) vida
Publicado por: ladrón | 07/04/2014 15:23:27
Parece un artículo de un chico de instituto, qué vulgaridad.
Publicado por: Julián | 06/04/2014 23:23:55
Hay gustos para todo.
Publicado por: Sam | 06/04/2014 11:14:01
es imposible ser más cursi. imposible. lo de 'somos homeless de nuestros sentimientos' da para hacer una camiseta anunciando el fin de la raza humana. simplemente, horrible, ridículo, manido, autocomplaciente, falto de ingenio.
Publicado por: weller | 06/04/2014 1:09:14
Entre la nostalgia y la lucidez, mucho más allá de un artículo sobre un músicazo como Tom, bravo Fernando, me has vuelto a emocionar, sigamos hundiendo nos en la música...hasta las trancas!
Publicado por: El Callejón del hambre | 06/04/2014 0:36:05
Articulo insulso, pueril escritura que no dice nada de interes sobre Tom Waits
Publicado por: Juan | 05/04/2014 15:28:35
Y se puede escuchar en algún sitio la música de Songbook????
Publicado por: Juan | 05/04/2014 13:57:39
Descubrí a Tom Waits hace apenas dos o tres años, a fuerza de leer su nombre en alguno de los artículos de Babelia. Lo mismo me pasó con Van Morrison. Compré un CD de cada uno aprovechando que estaban tirados de precio. El norirlandés no me convenció pero Waits es otra cosa. Fue Closing Time el primer CD que encontré de él. Tengo otros dos (Nighthawks at the Diner y un recopilatorio titulado Used Cars) y me parece sublime. Es cuestión de buscar y, cuando encuentro algo a buen precio, no lo dudo. Es lo bueno que tiene la expansión de Internet: tienen que bajar los precios de los CDs para seguir vendiendo. Y yo, tal como recomiendan a veces los analistas de Bolsa, me dedico a Acumular :))
Publicado por: mangstadt | 05/04/2014 13:16:21
siempre hay algo melancólico en lo bien que escribes. Me encanta.
Gracias.
Publicado por: antonieta cendoya | 05/04/2014 13:06:24
Tengo la mayor parte de la discografía de T. W, en distintos soportes (cintas de casette, CD s, en el ordenador como Mp3, etc.) y las "resucito" en períodos nostálgicos, como el invierno. Poner "November" en un día gris...de Noviembre, es algo especial para mí. Tengo su misma edad, 65, y a veces asoman las lágrimas cuando escucho la canción dedicada a la muerte de la niña Georgia. Waits habla a lo más profundo y oscuro con su voz gastada de bourbon y tabaco. Lamentablemente, encuentro pocas personas que lo conozcan en mi entorno o que puedan entenderlo. Lo mismo me pasa con Gainsbourg y otros "malditos". En España la educación musical moderna falla, los jóvenes de hoy escuchan basura.
Publicado por: Old Mac | 05/04/2014 12:29:11
Parece la divagación de un turista desorientado en Nueva York, que tampoco es la ciudad de Tom Waits.
Publicado por: Germán | 05/04/2014 11:42:35
Gracias por tus palabras. Un placer leerte.
Publicado por: Violeta | 05/04/2014 10:46:40
Bueno, que Tom Waits también dijo en una entrevista que "Un topo puede cavar un túnel de trescientos pies de longitud en una noche. Un saltamontes puede saltar sobre obstáculos de quinientas veces su altura. ¿Sabes cuál es la criatura con el cerebro más grande en relación con el tamaño de su cuerpo? La hormiga. El globo ocular de un avestruz es más grande que su cerebro. Juntas ambas cosas y… no sé lo que eso significa. No voy a ninguna parte con eso. Y ahí va algo más: bueno, espero que nunca tengas que usar esto, pero si alguna vez te persigue un cocodrilo, corre en zigzag. Tienen poca o ninguna capacidad para hacer cambios bruscos de dirección. Pero son rápidos, son muy rápidos. De hecho probablemente muera más gente por culpa de los cocodrilos que por… cualquier otra cosa. Más que de enfermedades del corazón. Y me han dicho que se dirigen hacia el oeste".
Y algo así ha quedado el post. Eso pasa por hablar de Tom Waits y mezclarlo con el pasado.
Publicado por: Jose | 05/04/2014 9:26:19
I wish you were here!!!
Publicado por: Kot Behemoth | 05/04/2014 3:27:51