Conocí a Sang Wook en aquella academia de clases de inglés en el corazón mismo de Manhattan, en la calle 34, a pies del Empire State. Alto, estirado como un tronco de caña de azúcar, con el pelo liso y rabiosamente oscuro, sonreía con gran expresividad pese a que tardaba en articular una frase casi un interminable minuto, causando la impaciencia de los que siempre iban con prisa, desinteresando a los que siempre iban a lo suyo. Sang Wook se esforzaba por expresarse con más soltura mientras intentaba no inmutarse de los pequeños desplantes de algunos de sus interlocutores en inglés. En los ejercicios de conversación que se hacían por parejas o grupos, muchos terminaban por finiquitarlos antes de tiempo o dejarle como mero oyente. Todos los compañeros de clase pensaban que no tenía nada que decir.