Las nuevas obligaciones laborales casi acaban conmigo y este blog en el último mes y medio. Creo que nunca me había distanciado tanto de La Ruta Norteamericana, pero, al menos, ya puedo decir que retomo el contacto con un cargamento de discos a las espaldas. En las últimas semanas, uno de ellos, entre otros varios, ha crecido hasta el punto de convertirse en una especie de luna a la que mirar por las noches. Se trata del último trabajo del delicioso Matthew E. White.
Su título: Fresh blood (Domino/Music as usual). A estas alturas de la temporada, ya lo sitúo como uno de los grandes trabajos de este año, que estará seguramente en esa caprichosa lista de lo mejor del año. Este disco supone una guinda magnífica a una carrera ascendente y bien trazada como la que tiene White, que la crítica especializada encumbró ya con su anterior Big Inner, publicado en 2012.
Big Inner ya era un artefacto de una delicada pegada, aunque reconozco que lo escuché demasiado condicionado por todo lo que había leído sobre el disco y White. Sin embargo, ahora, muestro su rendición absoluta a su nueva obra. Fresh blood suena tan ligero y bellamente sentimental que te deja prendado como una brisa inesperada al lado del mar. El músico de Richmond da con la fórmula exacta del soul blanco con barniz pop. Es una maravilla difícil de describir pero traza el abrazo perfecto entre Curtis Mayfield con Brian Wilson. Es una especie de góspel por momentos, otra especie de funk por otros, planeando el aura del Marvin Gaye más suave en delicias pop. Ejemplos: canciones como Take care my baby o Feeling good is good enough.
De alguna manera, White parece un clásico en vida. La escucha de sus composiciones desprende el aroma de la música que perdura. Fresh blood es redondo, hasta cuando se pone lento, con una voz en primer plano que susurra como en Holy Moly. Un trabajo perfecto para esperar la llegada definitiva de la primavera.
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