En San Francisco de Campeche tenían una iglesia muy fea, feísima. El retablo estaba pintado de rojo y blanco, y nadie entendía quién había tenido semejante ocurrencia. Así que un día alguien decidió quitarle la pintura por ver si arreglaba aquello. Entonces descubrió que debajo de aquel espanto había oro, y el patito feo se convirtió en cisne. La atrocidad estética en San Francisquito —como se conoce al templo, pese a que su verdadero nombre es San Roque— solo pretendía ocultar el tesoro a los piratas que asaltaban la ciudad. Fundada en 1540, se estableció como el único puerto del Yucatán habilitado para el comercio atlántico. Allí se almacenaban los productos que viajarían a España. Un blanco perfecto para asaltantes.
La expedición recaló tres noches aquí, capital del estado de Campeche y patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco. Recorrieron sus calles y conocieron su historia. La localidad fue una parada casi obligada para las pequeñas embarcaciones que hacían un comercio costero. Pero a partir del siglo XVI, y especialmente en el XVII, naves de mediano tamaño partían desde aquí hacia España. Exportaban mantas de algodón, cera, miel y sal, aunque el producto estrella era el palo de tinte, un árbol con cuyo tronco se elabora el colorante para telas en tonos negros, pardos, violáceos y azules. Importaban metales, papel, textiles y productos alimentíceos, entre otros. Cuando comenzó a florecer el comercio y la economía local, se convirtió en víctima de corsarios y piratas.
Por lo visto, los piratas no atacaban en alta mar —los galeones con mercancía siempre iban escoltados por una decena de barcos militares—, sino que se centraban en los puertos. Lorencito fue uno de los más famosos asaltantes. Dos veces actuó sin piedad en San Francisco de Campeche. En la primera ocasión, sitió la ciudad durante 15 días. La segunda vez quemó archivos, por lo que hay documentos que se perdieron para siempre. Ante la sucesión de ataques, las familias adineradas se quejaron a la corona española, pero sus cartas pidiendo ayuda fueron ignoradas. Las autoridades solo reaccionaron cuando la mercancía comenzó a retrasarse y los barcos, a no llegar al destino cuando estaba previsto —podían tardar entre cuatro y seis meses en cruzar el Atlántico—. Decidieron entonces construir baterías defensivas. Más de dos kilómetros de muralla rodeaban la localidad —de los que quedan en pie dos, uno de los cuales es original—, ocho baluartes la protegían. Por fin se calmaron las aguas.
Mucho ha llovido en San Francisco de Campeche. Cuando llegaron los españoles, se encontraron con la ciudad maya de Ah Kin Pech, que puede significar el lugar del sol o lugar de serpientes y garrapatas. La guía pide entre risas que, por favor, el grupo se quede con la primera opción. Puestos a elegir, no hay color. Desde su fundación, la mezcla ha sido constante en la localidad, que ahora cuenta con más de 200.000 habitantes. "Para nosotros, campechano, además de ser nuestro gentilicio, significa persona que nace de una mezcla. Aquí llegó de todo. Y ya no se sabe si uno es español, maya, negro o francés", prosigue la guía.
La ciudad se construyó respetando los cánones coloniales españoles. En el centro, las casas cambian cada año de color. Sus dueños no pueden elegir la tonalidad de sus fachadas. Los edificios están construidos con piedra blanca, que absorbe la humedad. Así que la administración paga anualmente una mano de pintura y decide qué tono lucirá cada edificio. A día de hoy, se sigue respetando la tradición según la cual no hay mayor grosería que copiar el color de la casa del vecino.
En el núcleo de la localidad se encuentra la plaza principal —como dictan los cánones coloniales—, que recibió a los expedicionarios en su primera noche en la ciudad con un espectáculo de luces y música. Hasta el siglo XIX, era allí donde los chicos y chicas de buena familia buscaban pareja. Todo estaba organizadísimo. Tres círculos concéntricos estructuraban el ritual. En mitad de la plaza hay un quiosco, alrededor del cual se dibuja la primera circunferencia, de color rojo, en el suelo. Por ahí paseaban los fines de semana las señoritas solteras, en el sentido de las agujas del reloj. Otro círculo, este de color gris, la rodeaba. Los señoritos que podían permitírselo caminaban en sentido contrario al de ellas. Cuando uno quería pedir la mano de alguna de las muchachas, entraba y la acompañaba hasta el tercer círculo, de nuevo rojo. Las familias pudientes, y sobre todo los padres de las chicas, observaban la escena desde los bancos situados en la misma plaza. Podían no dar su consentimiento, y en ese caso los jóvenes debían retirarse y volver a casa. Hasta la semana siguiente. Las cosas han cambiado. Los sábados y domingos, los jóvenes campechanos ya no pasean por los círculos de la plaza. Hay una zona de bares en la calle 59. Ahí la organización brilla por su ausencia, la escena es algo más caótica, pero no hay suegros a la vista.
FOTOS: ÁNGEL COLINA
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