La marcha de hoy por la playa y las salinas de la reserva de la biosfera Ría Celestún comenzó con muchas advertencias. Cuidado. Con tocar el agua de las charcas, que quema; con tocar la vegetación, que puede provocar urticaria y ampollas; ojo con que los insectos te toquen a ti; con salirte del camino —era fácil perderse—; precaución con la sal, que corta. "Lo más seguro será ir levitando", se escuchó bromear a una rutera. Finalmente, no fue para tanto. Los expedicionarios pasaron, eso sí, tres horas andando. Recorrieron unos 12 kilómetros y conocieron el proceso de extracción tradicional de la sal. Yucatán es la segunda productora a nivel nacional. Aquí el trabajo se realiza de forma artesanal. Una labor por la que los empleados ganan algo menos de un euro por cada saco de 50 kilos.
A las 7.22, los ruteros partieron del campamento, instalado en la playa. Se dividieron en tres grupos: quetzales, águilas y jaguares. Este mismo fue el orden de salida. Los expedicionarios eligieron categoría en función de su forma física. Los más lentos, los quetzales, encabezaron la marcha y marcaron el ritmo. Los más rápidos, los jaguares, iban al final. Los chicos vestían camiseta y pantalón largos, y muchos se cubrieron el cuello y parte de la cara con un pañuelo. Cualquier precaución antimosquitos era poca. Además, gorro obligatorio. Indispensable el agua, obviamente.
El tiempo fue clemente y alguna que otra nube tapó el sol. La expedición fue a buen ritmo. Realizaron dos paradas. En la primera, junto a una gran montaña de sal, los chicos aprendieron que aquí cada charca salinera tiene un nombre —la que se encontraba frente a ellos se llama Duendes—. La segunda, frente a una docena de salineros que, a lo lejos, se enfrascaban en sus labores. Con unas calcetas de fútbol para los pies y unos guantes de plástico para las manos como toda protección, se encorvaban sobre las aguas rojizas —por la presencia de un alga, la dunaliella salina— en busca de bloques de sal. En ocasiones también usan palas. Pero su piel sufre igual, se agrieta. Los guantes les duran solo dos días y el efecto de la sal en las heridas es similar al del alcohol.
Los chicos preguntan cuántas personas hay empleadas en Celestún. Unas 250, les responde Juan José Chaak, guía de la reserva de la biosfera Ría Celestún. Les cuenta que en unas cinco o seis horas de trabajo cada uno de ellos puede extraer entre una tonelada y una tonelada y media de sal. Después, se realiza un cribado y se disecciona en granos más pequeños. Y se deja secar durante tres o cuatro días hasta que se comercializa.
Hay dos temporadas en estas charcas: la de captación de agua y la de extracción de la sal. La visita de los ruteros se produce durante esta última, que comienza en marzo y finaliza en junio, aunque en ocasiones se prolonga hasta julio y agosto. Durante estos meses, los sedimentos de las charcas pueden alcanzar los 70 grados centígrados y provocar quemaduras de hasta segundo grado. A partir de agosto o septiembre, llega el periodo de lluvias. Entonces se empareja el suelo, para tapar los agujeros, y se deja reposar la charca. "¿Qué ocurre con los trabajadores en este tiempo?", volvieron a preguntar los chicos. "Se emplean en otras tareas, como la pesca o la albañilería", contestó Chaak.
Casi sin darse cuenta, los chavales habían llegado a la carretera que les llevaría hasta el campamento. Después de la marcha nocturna por la playa en Río Lagartos el pasado 1 de julio, hoy se habían preparado para lo peor. Pero el comentario generalizado era que había sido más fácil de lo que esperaban. "Al lado de la otra, esta ha sido muy sencilla", decía Paula Fernández, estudiante de Física y Química en Barcelona. A pesar de que hace unos días se lastimó el pie, pudo realizar esta caminata sin problemas. Por el camino, los chicos charlaron, cantaron, saltaron charcos, esquivaron ramas, pisaron algo de barro y trataron de auyentar a los mosquitos, que se dieron un festín. Más de una picadura cayó. Y más de dos.
Hay 0 Comentarios