Han sido 26 horas de viaje. A las seis de la mañana del jueves, casi un centenar de jóvenes con camiseta blanca y mochila verde a la espalda esperaban en el aeropuerto de Barajas para coger un vuelo a Bogotá. Allí, unas horas de espera y otro avión. Esta vez, con destino a Cancún. La humedad y el calor les dieron la bienvenida. Tras cuatro horas de autobús, alcanzaron, por fin, Río Lagartos, reserva de la biosfera situada en la Península del Yucatán y primera parada en su recorrido. Cuando llegaron al campamento, eran las ocho de la mañana en España, siete horas menos en México. Apenas unas horas de sueño, y de nuevo en pie. No han venido precisamente a descansar. Esto es la Ruta BBVA.
Así en frío, una podría pensar que despojar a un chaval de 18 años de su teléfono móvil y su conexión a Internet entra en la categoría de catástrofe. No es difícil imaginarse escenas apocalípticas, con sudores fríos y temblores. Desastre absoluto. Pero no. Resulta que allí estaban ellos, sin aparatos electrónicos a su alcance, dando de comer a los cocodrilos —algo de pollo, y valiéndose de un palo, que no cunda el pánico— e incluso cogiendo alguna cría en brazos. "Estoy demasiado emocionada", reconocía una rutera chilena, de 19 años, estudiante de bioquímica. El miércoles terminó un examen y, nada más salir de allí, fue directa al aeropuerto. "Tenía la cabeza en el viaje, más que en lo que estaba escribiendo".
Los 180 expedicionarios han sido seleccionados porque, de algún modo, son extraordinarios. Sus trabajos brillaron sobre los que enviaron otros muchos aspirantes. Y ahora están aquí, dispuestos a exprimir la aventura al máximo. En el campamento no hay tiempos muertos. Se juega al voley, se practica esgrima o se toca algún instrumento. Esa es su forma de descansar antes del plato fuerte de esta noche: una expedición a pie por la playa hacia Las Coloradas, para observar el desove de las tortugas.
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