Las piernas bailan en primera fila. Tiembla una veintena de adolescentes, y el movimiento frenético y rítmico de sus pies —arriba, abajo, arriba, abajo— se intensifica al comenzar la presentación. Están a punto de exponerse ante dos centenares de chavales, los ruteros, que han tenido una vida más fácil que la de ellos, que no saben lo que es un síndrome de abstinencia, ni robar para conseguir una dosis. Están a punto de subirse a un escenario y contar qué se siente cuando, siendo solo un niño, se está enganchado a las drogas. De explicar cómo es su día a día en el centro de atención a fármacodependientes de Campeche, al oeste del Yucatán, el único del país para menores de edad que está subvencionado íntegramente por el Gobierno de Enrique Peña Nieto. Son cinco chicas y 15 chicos que luchan contra su adicción al alcohol, a la marihuana, a la cocaína, al crack, a los inhalantes, al diazepam... Los mayores tienen 17. El menor, tan solo 13.
Los adolescentes reciben a la expedición uniformados. Pantalón vaquero, camiseta gris, una pegatina con su nombre en el pecho. "Bienvenidos, compañeros, se les quiere, se les respeta, este es su hogar", dicen al unísono. Es la frase con la que saludan a los nuevos internos. Su grito de guerra. Uriel, de 17 años, toma el micrófono y canta un rap. "Yo quiero ser una persona normal", desliza en su canción. Después interpreta un monólogo que ha escrito él mismo. Hay un silencio absoluto entre el público. Los aplausos de los ruteros se entremezclan con gritos y silbidos. La ovación es unánime.
"Comencé a consumir a los 13 años. Primero fumaba tabaco, después pasé a la marihuana. Gastaba 50 pesos diarios [unos 2,5 euros]. Comencé con el crack. Ya eran 100 pesos diarios, muy caro, así que pasé a los inhalantes, y de ahí al diazepam", relata el joven a un grupo de periodistas. "Empecé a tener muchos problemas con mi familia. Me fui de casa. Desayunaba, comía y cenaba drogas. A veces lo único que ingería era un cigarro y una coca cola. Veía que mi mamá lloraba mucho. Mi prima, que estuvo interna aquí, me habló de esto y decidí probar", continúa. En los últimos 12 años, el programa Sannafarm-Vida Nueva ha acogido anualmente a unos 78 menores de edad. Llegan de todo el país, enviados desde centros de atención primaria, y 28 profesionales —entre trabajadores sociales, médicos y psicólogos— les atienden las 24 horas, 365 días al año.
El estómago se encoge al oír hablar a los chicos. La mayor parte de ellos tienen aún cuerpos de niños, pero la experiencia de quienes que ya peinan canas. "Muchos de los internos proceden de entornos violentos. En las sesiones con los psicólogos descubrimos que han sido víctimas de violaciones, de robos, que han estado involucrados en secuestros", detalla la directora del centro, Yosara Beatriz Zapata. "Comienzan a los ocho o nueve años y consumen durante durante seis u ocho más. Es muy difícil sacarlos de ahí", añade. Según explica, la mayor parte de sus pacientes son varones. Entre el 40% y el 50% de los chavales a los que tratan terminan por recaer. Zapata insiste en que las adicciones son multifactoriales y se dan en todas las clases sociales, aunque reconoce que quienes cuentan con mayores ingresos optan por otras instituciones. "Aquí tenemos chicos de bajos recursos económicos", prosigue. Las familias no pagan nada, solo proporcionan la ropa.
Todas las ventanas del centro tienen rejas y hasta tres vallas cercan la salida del centro. Las paredes son blancas, únicamente adornadas por frases de motivación: ¡Rendirse...jamás!; Si puedes soñarlo, puedes hacerlo; Solo hace falta una persona para cambiar tu vida: tú. Hay una habitación para los chicos y otra para las chicas. Duermen en literas, siempre con un enfermero de guardia, y no hay puertas, ni siquiera en las duchas o en los retretes.
La agenda de los chicos es apretada y el horario se cumple a rajatabla. Se despiertan a las siete. Recogen sus camas. Se duchan por turnos, de tres en tres, y disponen de entre cinco y diez minutos para hacerlo. Comen cinco veces al día, participan en las labores de limpieza y practican deportes o actividades como el origami. La idea es que pasen el día ocupados, distraídos. A las diez y media se acuestan. Y vuelta a empezar.
En el centro no solo imponen una rutina a los internos, también trabajan con sus familias, "independientemente de que sean disfuncionales", aclara la directora, pues son "primordiales para el proceso de recuperación". El ingreso de los chicos es voluntario —siempre debe estar autorizado por sus tutores legales— y, como máximo, puede durar ocho meses, por lo que el seguimiento de los padres en casa es fundamental. "Lograr que colaboren es a veces lo más difícil", prosigue. Cuenta que en muchas ocasiones los progenitores de los críos también son adictos a alguna sustancia. El patrón se repite con sus hijos.
"Fui una adicta y me estoy rehabilitando", expone Linda ante la expedición. "Me volví mentirosa. Decía que iba a hacer la tarea y me iba a consumir drogas. No me daba cuenta de que me destruía mental y físicamente". Todo lo que quiere es poder plasmar su mano en alguno de los dos muros del centro en los que decenas de huellas de colores, cada una junto a una fecha, alegran el blanco de la pared. Corresponden al momento en que los chicos reciben el alta. Es un proceso muy difícil. A ella ya le queda menos.
FOTOS: ÁNGEL COLINA
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