Imposible entender lo que David Harvey ha llamado la urbanización del capitalismo en los últimos tiempos, sin reconocer el papel icónico que en ellas han jugado el alzamiento de grandes instalaciones culturales, muchas veces en forma de clusters, conglomerados de instituciones pertenecientes a un mismo sector —en este caso el cultural—, próximas geográficamente y que colaboran entre sí para aumentar su competitividad. Este tipo de instalaciones se ve rápidamente rodeado de residencias, comercios y lugares de ocio destinados a una llamada clase creativa, siempre vinculada a actividades que son tipificadas como culturales. El resultado final son barrios culturales, por los que pulula un público ávido de ocio y consumo "de nivel" y donde solo una minoría selecta de inquilinos y propietarios puede ir a vivir en un ambiente de bohemia cool e incluso rebozado de una suave capa de transgresión alternativa o de multiculturalismo dosificado. Imposible entender lo que es o se ha querido que fuera el barrio de Arnedo, en Bilbao, sin el lugar dominante sobre amplias parcelas de territorio urbano asignado al Guggeheim, o Lavapiés, en Madrid, sin el Centro de Arte Reina Sofía en Lavapiés, o el Raval barcelonés sin el MACBA.
La macroinstalación cultural se erige para maravillar con la osadía de sus formas. Está ahí para ofrecer el espectáculo de una grandeza que empequeñece cuanto le rodea; también para hacer insignificante cualquier cosa que hubiera habido ahí antes de convertirse en el solar que vino a ocupar. Pero, además de eso, también está para intimidar y para amedrentar, porque no se antoja que nada pueda inquietar la grandiosidad de su mera presencia. Para ello esos mamuts culturales aseguran un perímetro de seguridad a su alrededor que ha de permanecer en todo momento controlado para garantizar el confort de asiduos y turistas, produciendo escenarios insípidos en los que no puede caber motivo alguno de inquietud o de sorpresa.
La nueva valoración del espacio intervenido culturalmente está directamente asociada a la generación de espacios-negocio. El componente cultural es estratégico para la legitimación de grandes operaciones de reconversión de antiguos terrenos industriales, la colonización de lo que fueron terrains vagues o la revalorización de barrios antiguos considerados obsoletos o zonas industriales o portuarias condenadas por las dinámicas de terciarización. Todas esas operaciones son luego puestas en manos de técnicas de marketing que están sirviendo para que las ciudades resulten atractivas a las grandes inversiones internacionales en sectores como el de las nuevas tecnologías, el turístico y, por descontado, el inmobiliario. Ahora bien, todas esas iniciativas urbanísticas y su promoción escamotean su verdadero rostro en tanto que inversiones de capital y búsqueda de ganancias cuando aparecen exaltadas a un nivel superior de dignidad por la implantación de grandes polos de atracción simbólica que transfiguran la materialidad de los intereses empresariales que hay tras ellas y acaban mostrándolos como concreción majestuosa de valores metafísicos.
Es eso lo que justifica ese requisito que parece exigir toda reforma urbanística importante —y sus consecuencias en forma de expulsión de vecinos y privatización del espacio— de incorporar esos grandes volúmenes "de autor" —un foster, un calatrava, un gehry...— destinados a albergar arte y cultura. Más allá de su función directa o indirecta —generar dinero— la eficacia de los mastodónticos equipamientos culturales es de orden simbólico, lo que quiere decir que ejercen la virtud de imponerle sentidos al paisaje sobre el que literalmente se imponen, no solo por su grandilocuencia material, sino porque impregnan su entorno con la verdad incontestable y poderosa que materializan y desprenden. Asumen una tarea, por decirlo así, mediúmica, puesto que nos hacen posible el contacto con instancias o principios abstractos e invisibles de naturaleza trascendente, de los que se espera que orienten moralmente nuestras vidas.
Pero la fatua solemnidad de estos gigantes arquitectónicos tiene mucho de impostura. Jean Baudrillard se refería al Centre Georges Pompidou de París como un monumento a la "disuasión cultural", que se levanta "sobre un escenario museal que sólo sirve para salvar la ficción humanista de la cultura" (Cultura y simulacro, Kairós). También se viene a darle la razón a Guy Debord, cuando escribía: "El consumo espectacular que conserva la antigua cultura congelada llega a ser abiertamente en su sector cultural lo que es implícitamente en su totalidad: la comunicación de lo incomunicable. Allí la destrucción extrema del lenguaje puede encontrarse trivialmente reconocida como un valor positivo oficial, ya que se trata de anunciar una reconciliación con el estado de cosas dominante, en el cual toda comunicación es jubilosamente proclamada ausente" (La sociedad del espectáculo, Pre-Textos).
Se cumple así la lúcida apreciación de Adorno: "La cultura no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada" (Crítica cultural y sociedad, Sarpe). Magno espectáculo de "la cultura", que parece capaz de hacer hoy el prodigio de convertir en ídolo cuanto muestra, que enaltece lo que antes ha sustraído a la vida, que convierte ese saber y esa belleza secuestrados en lo que son hoy: al mismo tiempo, un sacramento y una mercancía.
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