Contemplar el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC) de Badajoz da qué pensar. No en lo que es en sí mismo ese edificio inaugurado en 1995, obra de José Antonio Galea. Ni tampoco lo que contiene, una excelente colección, con obras de Equipo 57, Canogar, Miquel Navarro, Ouka Leele, Palazuelo... Lo que da a pensar es lo que había antes: lo que fue la antigua Prisión Preventiva y Correccional de Badajoz, de la que se ha matenido su edificio central, cilíndrico, levantado a su vez sobre lo que había sido un baluarte militar del siglo XVIII, conocido como el Fuerte de Pardaleras. La vieja cárcel de Badajoz fue desmantelada a finales de los setenta, para ser trasladada fuera de la ciudad.
Entonces uno repasa y cae en la cuenta de que no es casual que prácticamente todos los centros de arte y cultura levantados en medio mundo en las últimas década hayan renunciado a la altisonancia de los viejos museos, heredada de los emplazamientos del poder eclesial —catedrales, basílicas...— o del exhibicionismo de la antigua nobleza y sus palacios. Ahora el modelo era el white cube, el volumen de líneas claras e interiores fríos que no disimulaba su deuda formal con la asepsia de los hospitales. No es casual que de la mano del movimiento moderno y la estética racionalista, los lugares de residencia permanente del arte y la cultura cambien sustantivamente su apariencia y la relación con su entorno urbano. La sacralidad de estas presencias espaciales en las que la belleza y la creatividad celebraban sus cultos toma ahora otra forma. Los nuevos museos y los grandes centros de culturales renuncian a la fastuosidad de lo que un día fueron palacios o seguían siendo grandes iglesias y asume, como línea dominante a partir los años 40 del siglo pasado, la que impone el edificio que cobija el MoMA de Nueva York, que será durante décadas el paradigma a imitar.