Ha pasado más de medio siglo de la publicación por primera vez de Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, del que Capitan Swing nos regaló una reedición en español en 2011. Todo lo escrito en aquel libro era ante todo un encendido elogio de las aceras como escenario para una compleja y apasionante vida social, en la que las ciudades encontraban el elemento fundamental que hacía de ellas marco para las formas más fértiles de convivencia humana. Frente a la insensibilidad de la burocracia urbanística y los estragos que estaba produciendo su aplicación en las urbes norteamericanas, Jacobs entendió la importancia de proteger la naturaleza de la calle como espacio de encuentro e intercambio, versátil en sus usos y animada por todo tipo de apropiaciones individuales o colectivas; flanqueada por edificios de distintas edades y tipos, viejos y nuevos, relucientes y desvencijados, residenciales y de trabajo; con niños jugando y aprendiendo cosas esenciales que en ningún otro espacio aprenderían; salpicada de pequeños comercios abiertos al exterior que proveían de variados bienes y servicios; incluso también con automóviles, pero no demasiados…
Al tiempo que exaltaba los valores positivos del vitalismo urbano, Jacobs censuraba el despotismo de unos urbanistas ignorantes y hasta hostiles ante las prácticas y los practicantes de esa intensa existencia urbana que se empeñaban en someter a la lógica de sus planos y maquetas. La reconstrucción de las ciudades se estaba llevando a cabo en aquellos momentos ya a partir de pseudociencias —el urbanismo y el diseño urbano— que bebían en "una plétora de sutiles y complicados dogmas levantados sobre cimientos idiotas", siempre al margen de un mundo real cuya creatividad ignoraban o despreciaban, que sustituían lo que interpretaban como la descarada fealdad o el desorden de las ciudades existentes por un orden inspirado en un conjunto de recetas diseñadas abiertamente no para mejorar las ciudades sino para asesinarlas.