(*) Por Jon Aguirre Such
Domingo, once y media de la mañana, y un sol espléndido asoma entre las calles de Nueva York. El día de la semana, la hora y el tiempo idóneo para que muchos neoyorquinos aprovechen su momento de ocio y salgan a correr, paseen al perro o, simplemente, sentados en un banco, se sumerjan entre las páginas de un buen libro. Y todo ello mientras disfrutan de la belleza que caracteriza a los parques de la metrópoli estadounidense.
Así suele ser el escenario de Riverside Park, uno de los pulmones verdes de Nueva York, que nada tiene que envidiar al popular Central Park. Situado entre la calle Riverside y el río Hudson, sus seis kilómetros de longitud se hayan rodeados por majestuosos olmos y cerezos que acompañan a los vecinos y vecinas del barrio de Manhattan.
Hubo una época, sin embargo, en la que el parque estuvo abandonado, convirtiéndose en un refugio para los delincuentes de la ciudad. A mediados del siglo XX, muchos neoyorquinos dejaron de ir a Riverside Park por miedo a ser atracados. Habría que esperar a que llegara la década de los ochenta para vivir el renacer del parque.
De la noche a la mañana, vecinos y vecinas del barrio se animaron a pasear con su perro por el parque, ya que acompañados del animal corrían mucho menos peligro. Poco a poco, más personas se atrevieron a recorrer los caminos de Riverside, y las instalaciones recreativas que se crearon después, revitalizaron el pulmón verde.
Este es, para la socióloga Saskia Sassen, ejemplo del llamado urbanismo de código abierto, una nueva visión del urbanismo donde la participación de la ciudadanía ayudó a recuperar un espacio verde. “Hace referencia a que las ciudades están a nivel del suelo, donde sus usuarios están. El parque está formado no sólo por el 'hardware' de los árboles y estanques, sino también por el 'software' de las prácticas de las personas”, señalaba en una entrevista.